23/02/2022
Empieza a leer 'Tinta simpática' de Patrick Modiano
Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte entonces el recuerdo.
MAURICE BLANCHOT
Hay cosas en blanco en esta vida, cosas en blanco que se intuyen al abrir el «expediente»: una simple ficha en una carpeta de un color azul cielo que se ha desvaído con el tiempo. Casi blanco también, ese antiguo azul cielo. Y la palabra «expediente» está escrita en el centro de la carpeta. Con tinta negra.
Es el último vestigio que me queda de la agencia de Hutte, el único rastro de mi paso por esas tres habitaciones de un piso antiguo cuyas ventanas daban a un patio. No tenía mucho más de veinte años. El despacho de Hutte estaba en la habitación del fondo, con el archivador. ¿Por qué ese «expediente» y no otro? Por las cosas en blanco seguramente. Y además no estaba en el archivador, sino que ahí se había quedado, abandonado encima del escritorio de Hutte. Un «caso», como decía él, que no estaba resuelto aún –¿lo estaría alguna vez?–, el primero del que me habló la tarde en que me cogió «a prueba», como dijo. Y unos cuantos meses después, otra tarde a la misma hora, cuando había renunciado a ese trabajo y me fui definitivamente de la agencia, metí a hurtadillas en la cartera, sin que Hutte se diera cuenta y después de haberme despedido de él, la ficha, dentro de su carpeta azul cielo, que rodaba por su escritorio. De recuerdo.
Sí, la primera misión que me encomendó Hutte tenía que ver con esa ficha. Debía preguntarle a la portera de una casa del distrito 15 si sabía algo de una tal Noëlle Lefebvre, una persona que le planteaba a Hutte un problema por partida doble: no solo había desaparecido de la noche a la mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera identidad. Después de la portería, Hutte me encargó que pasara por una oficina de Correos llevando una tarjeta que me había dado. Estaba el nombre de Noëlle Lefebvre, sus señas y su foto y la usaba para recoger la correspondencia en la ventanilla de lista de correos. La persona conocida como Noëlle Lefebvre se la había dejado olvidada en su domicilio. Y después tenía que ir a un café para saber si habían visto por allí a Noëlle Lefebvre esa temporada, sentarme a una mesa y quedarme hasta media tarde por si Noëlle Lefebvre se presentaba. Todo esto en el mismo barrio y en el mismo día.
La portera del edificio tardó mucho en contestar. Estuve golpeando cada vez más fuerte el cristal de la garita. Por la puerta a medio abrir apareció una cara adormilada. De entrada, me dio la impresión de que ese nombre, «Noëlle Lefebvre», no le sonaba de nada.
– ¿La ha visto últimamente?
Acabó por decirme con tono seco:
– ... No, caballero, llevo más de un mes sin verla.
No me atreví a hacerle más preguntas. Tampoco me habría dado tiempo porque volvió a cerrar la puerta en el acto.
En la oficina de lista de correos, el hombre miró la tarjeta que le presentaba.
– Pero usted no es Noëlle Lefebvre, caballero.
– Está fuera de París – le dije–. Me ha encargado que le recoja la correspondencia.
Entonces se levantó y fue hacia una hilera de taquillas. Miró las pocas cartas que había en ellas. Volvió y negó con la cabeza.
– No hay nada a nombre de Noëlle Lefebvre. Ya solo me faltaba ir al café que me había indicado Hutte.
Primera hora de la tarde. Nadie en ese local pequeño salvo un hombre, detrás de la barra, que estaba leyendo un periódico. No me vio entrar y seguía leyendo. Yo no sabía ya cómo formular la pregunta. ¿Alargarle sin más la tarjeta de lista de correos a nombre de Noëlle Lefebvre? Me sentía violento en ese papel que me hacía interpretar Hutte y que encajaba mal con mi timidez. Alzó la cabeza hacia mí.
– ¿No ha visto a Noëlle Lefebvre estos días?
Me parecía estar hablando demasiado deprisa, tan deprisa que me comía las palabras.
– ¿Noëlle? No.
Me había contestado con tanta concisión que sentía la tentación de hacerle otras preguntas relacionadas con esa persona. Pero temía despertar su desconfianza. Me senté a una de las mesas de la terracita que había en la acera. Vino a ver qué iba a tomar. Era el momento oportuno para hablarle y averiguar más cosas. Se me agolpaban en la cabeza frases anodinas que habrían podido sacarle respuestas concretas.
– Voy a esperarla por si acaso..., nunca se sabe con Noëlle... ¿Cree usted que sigue viviendo en el barrio?... Ha quedado aquí conmigo, ¿sabe?... ¿Hace mucho que la conoce?
Pero cuando me trajo el refresco de granadina me quedé callado.
Me saqué del bolsillo la tarjeta que me había dado Hutte. Hoy, un siglo después, he dejado de escribir por un momento en la página 12 del bloc Clairefontaine para volver a mirar esta tarjeta que forma parte del «expediente». «Certificado de emisión de la autorización para recibir correspondencia sin sobretasa en lista de correos. Autorización n.º 1. Apellido: Lefebvre. Nombre: Noëlle, residente en París 15.º. Calle y número: Convention, 88. Fotografía del titular. Autorizado para recibir sin sobretasa la correspondencia que se le envía a lista de correos.»
La foto es mucho mayor que una de fotomatón. Y está demasiado oscura. Sería imposible decir el color de los ojos. Ni el del pelo: ¿negro, castaño claro?
En la terraza del café, aquella tarde, yo miraba fijamente, con cuanta atención podía, esa cara cuyos rasgos se veían apenas y no tenía la seguridad de poder reconocer a Noëlle Lefebvre.
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Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
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