19/09/2022
Empieza a leer 'Tu sueño imperios han sido' de Álvaro Enrigue
Otra vez dijeron: «¿Qué comerán los dioses? Ya todos buscan el alimento.» Luego fue la hormiga a coger el maíz desgranado dentro del cerro de las Mieses. Encontró Quetzalcóhuatl a la hormiga y le dijo: «Dime adónde fuiste a cogerlo.» Muchas veces le pregunta; pero no quiere decirlo. Luego le dice que allá.
La leyenda de los soles, 1558
[Traducción de Ángel María Garibay]
I. Antes de la siesta
El capitán Jazmín Caldera, nativo de la villa de Zarzales, Extremadura, no podía comerse el caldo de guajolote con flores que tenía enfrente, aunque estuviera muerto de hambre y se presintiera exquisito. Le habían asignado en la mesa un lugar entre el sacerdote de Xipe y el de Tezcatlipoca. El primero llevaba por capa la piel, ya renegrida por la pudrición, de un guerrero sacrificado hacía quién sabe cuánto. El segundo tenía la greña, que no se había cortado ni lavado desde su profesión en el templo, charpeada por lustros de sangre sacrificial – diaria de güilota, a veces de tortuga o coyote, pero también, en fiestas grandes, y había una cada veintena, de guerrero preferiblemente tlaxcateca.
Jazmín Caldera extendió la mano para tomar el pocillo de barro cristalizado en el que una mujer le había servido chocolate disuelto en agua con miel, chile y vainilla. Aspiró el olor tan profundamente como pudo. Enfocó la mirada en su plato, tratando de ignorar el perfume a lobo que desprendían sus compañeros de mesa. Alzó la vista en dirección a la cabecera. El capitán general de la expedición lo veía fijamente, ordenándole, con esos ojos helados que tenía, que no dijera nada y se comiera de una buena vez su sopa.
Desvió la mirada a la izquierda. El sacerdote de Xipe estaba pintado de los dedos de los pies a la frente con bandas negras y azules. Llevaba, debajo de la piel humana que le servía de capa, un impecable manto blanco con bordados de plumas que recordaban al retoño de plantas de maíz. De sus orejas pendían dos discos enormes de jade en torno a cuya circunferencia habían sido impuestas serpientes de oro y plata. Pesarían horrores, seguro dolían. Debajo del labio tenía un bezote de oro: la cabecita de un perro, que entraba y salía de los pliegues de su barbilla cada vez que daba un trago de sopa o chocolate como si estuviera jugando en una casita de piel.
El sacerdote de Tezcatlipoca iba vestido con menos lujo, llevaba un manto rojo sin patrones. Tenía el cuerpo, lo que se le veía del cuerpo, todo pintado de negro, salvo el área de la cara entre la nariz y la barbilla, que era también roja. La cinta con la que se ataba la mata desorbitada y pestífera por arriba de la cabeza podría haber ornado el cuello de garza de la hija de un grande de las Españas: perlas de río, cabecitas de jade, animalitos de coral persiguiéndose por el camino de un hilo de plata. Tenía los dientes afilados a lima, como si fuera un gato.
Jazmín volvió la mirada al plato, al pocillo de chocolate, al capitán, que no cesaba de acusarlo con la suya, sentado a la cabecera codo a codo con la princesa Atotoxtli. Ahora alzaba las cejas para acentuar la urgencia de su orden: ¡Yanta! Caldera alzó el pocillo de chocolate y le dio un largo trago. Aunque esa bebida era, tal vez, lo que más le gustaba de todo lo nuevo y mucho y extraordinario que habían probado desde el desembarco, casi la devuelve. Era imposible disociarla del olor a sangre cuajada de sus compañeros de mesa.
Aun así, el golpe de excitación inmediata que producía el cacao, al que todavía no se acostumbraban los recién llegados – un cosquilleo en la nuca, una sacudida en la espina, unas ganas tremendas de hacer lo que sea de inmediato–, lo hizo sospechar que podía animarse con la sopa a pesar del tufo. Tomó el plato entre las manos y mientras se lo iba acercando a la boca sintió de nuevo las arcadas. Lo dejó. Ahora la princesa también lo veía con curiosidad. Jazmín alzó la mirada, la alzó en cualquier dirección menos la de los sacerdotes y el capitán general. Miró por arriba de la frente de Aguilar y Malinalli, que estaban sentados justo al otro lado de la mesa y eran gente acostumbrada a comer hasta carne humana. Vio hacia la pared y pensó en la ciudad de selenitas que se desbordaba detrás de ella. Regresó con la imaginativa a sus templos, sus canales y sus barrios flotantes circundados por las balsas inmensas, rectangulares, cada una idéntica a la anterior en forma y tamaño, en que los mexicas tenían sus hortalizas y campos de flores. Recordó los ejercicios espirituales que había hecho en el colegio de los jesuitas de Trujillo y siguió reviviendo las imágenes que se habían acumulado en su mente durante el día. El lago que enmarcaba la ciudad y hacía imposible que escaparan si el emperador daba la orden de soltar a las águilas. Se enfocó en los volcanes tutelares que cerraban el valle y que había sido endiablado cruzar para poder ver el Anáhuac, poblado de ciudades blancas, fortificadas con torres y templos. Volvió a ver Amecameca, el arranque de la calzada de Iztapalapa por la que cruzaron el lago, el arco arreglado con flores, el cortejo del mítico Moctezuma y el momento en que el tarado del capitán general casi lo echa todo a perder por tratar de abrazarlo. Entraron en la ciudad, el alcalde los acomodó en el palacio de Axayácatl – tan sereno y hermoso– y los sentaron a comer ahí mismo, en el refractario de los emperadores de antaño, con el séquito de la princesa. Habían llegado al mero corazón de la gran e invicta ciudad de Mehxicoh-Tenoxtitlan, y estaban casi completos.
Todo era un poco borroso, confuso. Un honor que tal vez no se merecieran. Habían llegado con un esfuerzo descomunal y una voluntad de locos, habían probado ser buenos soldados, habían seguido cuando nadie más habría continuado, siempre apostando con desventaja. Tenía mérito. Pero aquello había sido el camino, la gresca, un juego a muerte pero un juego al fin. Ahora que estaban en el palacio y en presencia de la princesa le parecía que el bote podía empezar a hacer agua por cualquier lado. Sentado entre tantas cosas tan grandes y tantos personajes saturnales, sentía que el capitán general ya parecía otra vez lo que era en Cuba: un extremeño malencarado y sin maneras. Sentía que eran provincianos, chiquitos, paletos. Que cualquier descuido podía revelar que en realidad eran unos chantas hijos de puta que decían venir en nombre de un emperador al que nunca habían ni siquiera soñado con ver y, en verdad, no representaban ni al adelantado de Cuba, a quien engatusaron para hacer lo que estaban haciendo.
Respiró. Volvió la vista al plato, pero no pudo tomarlo entre las manos. Dijo con una voz sin trueno, más bien amable, como si comentara la tibieza del sol del Anáhuac, que lo perdonaran, pero que así no se podía comer.
El capitán general dibujó una sonrisa y ladeó un poco la cabeza. Movió la mandíbula atrás y al frente varias veces. Cada vez que adelantaba el mentón los ojos se le rasgaban un poco: una cosa horrenda. Jazmín Caldera afirmó discretamente con su propia cabeza como reclamando paciencia, pero más bien para que su superior dejara de hacer ese gesto de pesadilla. Volvió a tomar el plato de sopa entre las dos manos. Respiró hondo para atrapar sus aromas y el olor a sangre seca y piel podrida volvió a bloquearlo. Bajó el plato, puso las palmas abiertas sobre el lienzo que cubría la tabla y cerró los ojos. No perdió la compostura. Controlando el vómito y su tono de voz, entornó los ojos de derecha a izquierda como para señalar a los sacerdotes y dijo: ¿Es que vean esto? Y le sonrió al capitán general, como para que se apiadara de él.
El caudillo le dio un buen trago a su sopa y expresó con un mugido que estaba buenísima. Miró sonriendo a la princesa Atotoxtli, sentada junto a él. Sin dejar de mostrar afabilidad en la cara, pero con los puños crispados sobre el lienzo que cubría la mesa – tenía los nudillos blancos de rabia por la insubordinación de Caldera– dijo en tono casi cantarín: Cállate y yanta, malparido; nos está agasajando la emperatriz. Caldera sonrió. Es que no se puede, respondió, si supieras a lo que huelen, Hernán; este de aquí junto seguro se desayunó un puré de niño. El capitán general le devolvió la sonrisa y dijo, en el tono que usaría para comentar lo fresco que estaba el chocolate dulce: Tú no hueles a rosas; calla y yanta y luego vomitas todo lo que necesites. Malinalli, la traductora nahua, alzó la vista de su plato. Le preguntó en maya a Aguilar, el traductor castellano, si deberían repetir lo que Caldera y Cortés decían para beneficio de la princesa, los nobles y los sacerdotes que atiborraban la mesa. Él le murmuró al oído, también en maya, que no, que creía que no, que era pura cháchara de conquistadores.
La traductora hablaba nahua y maya, pero no castellano. Y Aguilar hablaba maya y castellano, pero no nahua. Las conversaciones entre los colhuas y lo que ella y el resto de los mexicas llamaba caxtiltecas tenían que pasar por el filtro de ambos. Entonces Malinalli notó la mirada como puño de la princesa Atotoxtli – que además de la hermana del emperador era su esposa–, esperando a que tradujera lo que se había dicho. Alzó la cara, sonrió y dijo en nahua: Están comentando que todo está delicioso. La princesa movió la boca de un lado a otro, un gesto que implicaba que no le creía nada. La traductora se alzó de hombros y dijo, reclamando paciencia: Ya sabe, son unos salvajes, creen que ese jugo de fruta podrido que traen desde sus tierras sabe bien, así que no se pueden creer que exista el chocolate.
El sacerdote de Xipe, que acababa de fulminar su sopa, eructó con impunidad de santo y se limpió la boca con el dorso de la mano – el maquillaje se le corrió un poquito. Dijo en nahua, más bien como si estuviera hablando para sí mismo: Son unos brutos y huelen a perro y caca, yo los sacrificaba de una vez, antes de que nos acostumbremos a ellos. La princesa lo reprendió con la mirada. Se va a hacer lo que mi hermano diga que se haga, dijo con firmeza. Aguilar carraspeó un poquito, para llamar la atención de Malinalli. Le consultó en maya qué estaban diciendo. Ella le respondió: El sacerdote le preguntó a la princesa si le gusta Hernando; ella dijo que le parece guapo, pero que esa no es conversación para una reina. Aguilar alzó su pocillo de chocolate y, mirando a sus compañeros, dijo: Vamos bien, España. Miró a Jazmín, sobre quien tenía un ascendente particular, y le señaló: Y tú te comes la sopa, que no van a servir lo que sigue hasta que termines y todos tenemos hambre. Caldera pensó en las batallas que les había costado estar donde estaban y pudo poner las cosas en proporción. Se la terminó de un trago. Salud, dijo el capitán general alzando su chocolate.
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