24/05/2024
Empieza a leer 'Un día en la vida de Abed Salama' de Nathan Thrall

 

No vemos nuestra voluntad en lo que pasa, así que llamamos a algunos eventos «accidentes de la melancolía», cuando son las inevitabilidades de nuestros proyectos, y llamamos a otros eventos «necesidades» solamente porque no vamos a cambiar de opinión.
STANLEY CAVELL

 

PRÓLOGO

La noche anterior al accidente, Milad Salama no podía contener la emoción por la excursión de su clase. «Baba», dijo, tirando del brazo de Abed, su padre, «quiero comprar la comida para el pícnic de mañana.» Estaban en el piso de los suegros de Abed, que eran los dueños de un pequeño supermercado a pocos metros de allí. Abed salió a la calle con su hijo, de cinco años, a través de uno de los estrechos pasadizos de Dahiyat a-Salaam, el barrio de Anata donde vivían.

Avanzaron lentamente por la calle sin aceras, entre los coches aparcados y el tráfico. Un enredo de cuerdas, cables y líneas colgaba sobre sus cabezas, y se veían pequeñísimos junto a los edificios que, como torres, se elevaban cuatro, cinco y hasta seis veces más altos que la barrera de separación que cercaba Anata. Abed recordaba un tiempo, no hacía mucho, en que Dahiyat a-Salaam era todavía rural y había mucho espacio libre, en que todavía era posible expandirse hacia los lados, y no hacia arriba. Ya en el supermercado, le compró a Milad una botella de Tapuzina, una bebida israelí de naranja, además de un tubo de Pringles y un huevo Kinder de chocolate, su golosina favorita.

A la mañana siguiente, muy temprano, Haifa, la mujer de Abed, delgada y de piel clara como Milad, ayudó al niño a ponerse el uniforme: camisa blanca, jersey gris con el emblema del colegio privado, el Nur al-Huda, y unos pantalones también grises que tenía que subirse todo el rato hasta la estrecha cintura. Adam, el hermano de nueve años de Milad, ya se había ido.

La furgoneta blanca del colegio pitó desde la calle. Milad se apuró para acabar su desayuno: un trozo de pan pita mojado en aceite de oliva con zatar y labneh. Con una gran sonrisa, cogió el táper con el almuerzo y las golosinas, le dio un beso de despedida a su madre y salió corriendo por la puerta. Su padre seguía dormido.

Cuando Abed se levantó, el cielo estaba gris y llovía a cántaros, con rachas de viento tan fuertes que podía ver a la gente en la calle esforzándose por caminar derecha. Haifa miraba por la ventana, frunciendo el ceño.

–El tiempo pinta mal.

–¿Por qué estás tan preocupada? –le dijo Abed, acariciándole el hombro.

–No lo sé. Es solo una sensación.

Abed se había tomado el día libre en su trabajo en la compañía telefónica israelí Bezeq. Esa mañana, su primo Hilmi y él fueron juntos a comprar carne a su amigo Atef, dueño de una carnicería en Dahiyat a-Salaam. Atef no estaba en la carnicería, lo que no era habitual, así que Abed le pidió a uno de los trabajadores que lo llamara para saber si estaba bien.

El carnicero vivía en otra parte de Jerusalén, en Kafr Aqab, un barrio denso, de bloques altos edificados sin normas, casi al azar. Un barrio que, como Dahiyat a-Salaam, estaba aislado del resto de la ciudad por un puesto de control militar y por el muro. Para evitar los atascos diarios y las esperas en el puesto de control, que podían durar horas, ese día había tomado otra ruta, algo sinuosa, para ir a trabajar.

Atef los informó de que estaba atrapado en un atasco. Parecía que había un choque delante de él, en la carretera que unía dos puestos militares: uno, en el campo de refugiados de Kalandia; el otro, en el pueblo de Yaba. Un instante después, Abed recibió una llamada de un sobrino. «¿Ha ido Milad de excursión hoy? Un autobús escolar ha tenido un accidente cerca de Yaba.»

A Abed se le revolvió el estómago. Salió de la carnicería con Hilmi y se subió al jeep plateado de su primo. Bajaron la colina a través del tráfico matutino, dejaron atrás a los adolescentes que empezaban a trabajar en los talleres de coches con letreros en hebreo para clientes judíos, pasaron junto al colegio de Milad y luego siguieron el muro. La carretera rodeaba las urbanizaciones del asentamiento israelí de Neve Yaakov y subía la empinada colina hasta Geva Binyamin, otro asentamiento también conocido como Adam, nombre asimismo del hermano mayor de Milad.
En el cruce de Adam, los soldados impedían a los coches acercarse al lugar del accidente, y se había formado un atasco. Abed saltó del jeep. Hilmi, suponiendo que el choque había sido leve, se despidió y dio media vuelta.

 

* * *

Traducción de Antonio Ungar

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Un día en la vida de Abed Salama

 

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