30/11/2021
Empieza a leer 'Un puñado de anécdotas' de Hans Magnus Enzensberger
Anécdota, del griego anékdoton; dicho de algo que no es de dominio público, algo que, de hecho, todavía no se ha puesto por escrito por discreción, que hasta el momento solo se ha transmitido oralmente. Un relato corto sobre lo que caracteriza a una persona, un acontecimiento curioso o una época determinada.
Opus incertum, en latín obra irregular, muro romano hecho de piedras encontradas.
Semanas negras en el otoño de 1929
Es difícil deshacerse de la fecha de nacimiento de uno mismo. M. también la arrastra consigo. ¡Si solo fueran los registros parroquiales y el registro civil los que se empeñaran en documentar ese detalle! Pero no, es una carga que, como todo el mundo, llevas toda la vida.
El 24 de octubre de 1929 estalló el pánico en la Bolsa de Nueva York. A las doce del mediodía, once capitalistas se habían suicidado. La galería de visitantes estaba cerrada. Entre los invitados se encontraba el señor Churchill, un inglés, del que M. no supo nada hasta mucho después, cuando lo vio en una foto en un periódico alemán con el nombre de Sir Winston, con una ametralladora en la mano, un sombrero de copa en la cabeza y un cigarro en la boca.
El padre de M. visitó a los parientes de su esposa en 1929 en K., una pequeña ciudad de la Suabia bávara que vivía de la producción de cerveza, la industria textil y una «galería de arte» de litografías. En una habitación de papel pintado verde, junto a una estufa cerámica blanca, se enteró por el periódico Allgäuer de que en América un Jueves Negro acababa de llegar a su fin. Pocos días después, M. nació y lo bautizaron según los ritos católicos. Las cotizaciones en la Bolsa de Nueva York cayeron un promedio de cincuenta puntos ese mismo día.
Su padre no tenía acciones. En ese momento era funcionario superior de Correos, después lo trasladaron a Núremberg y lo ascendieron a director de Telégrafos, aunque, a pesar del buen nombre de ese cargo, solo ganaba 450 marcos alemanes al mes. Llevaba gafas de montura dorada y una corbata fina. Si en esa época votaba y, en caso afirmativo, a quién, M. no lo sabe.
Una mujer moderna
El nombre de la madre de M., Eleonore, con el que su padre la había bautizado, era demasiado solemne para ella. Los dos hermanos mayores la llamaban Lori y ese fue el nombre que se le quedó. Su madre, que se llamaba Walburga, apenas se preocupaba por ella. Cuando era niña tenía que ir descalza. No tenía mucho que comer, pocas vitaminas y nada de aceite de hígado de bacalao. Como resultado, empezó a mostrar los primeros síntomas de raquitismo, del que se curó. La llevaron con las Damas Inglesas, cuya orden tenía poco que ver con Gran Bretaña, simplemente rogaban a los ángeles que las protegieran. Pero el apoyo del padre, que como patriarca mandaba en un régimen firme y se aseguraba de que estuviera bien alimentada, tenía más valor. Era su favorita; la prefería a ella a cualquiera de los numerosos hijos varones que había engendrado.
Debido a que era una buena estudiante, su padre subestimó la testarudez taciturna que enseguida mostró. Como no le gustaba lo que Walburga cocinaba para su familia, aprendió el arte de preparar manjares en una casa parroquial adinerada. Después decidió estudiar para ser maestra de párvulos.
Allí se introdujo en el ambiente del llamado movimiento de reforma, que intentaba desterrar el corsé, hacer excursiones con calzado para senderismo y cantar alrededor de una hoguera. La palabra Jugend, «juventud», adquirió un significado nuevo y enfático; un estilo propio que caracterizaba muebles, ropa, fachadas y decoración.
No era tímida. Su padre le gustaba, pero le molestaba su autoridad. A espaldas de él, conoció a un hombre que no tenía ni dinero ni padre y que a los ojos de la familia no tenía nada que ofrecer excepto su diploma de ingeniero. Él le escribió cartas de amor llenas de ternura y ocurrencias hasta que ella aceptó comprometerse.
No pidió la opinión de su padre. «Lo que pasó de castaño oscuro», escribió este, «fue el comportamiento imprudente e irresponsable de Lore, quien hasta el momento había mostrado una actitud tan impecable, y que ahora, de repente, parecía haberse transformado. De todos modos, no quería que le dijeran nada más en casa. Se las arregló para irse a escondidas en mitad de la noche y con niebla, llevándose todas sus pertenencias.»
En agosto de 1928, un telegrama lacónico enviado desde Berlín informó de que los padres de M. se habían casado.
Antepasados espectrales
La mayoría de las personas tienen ocho bisabuelos, de los que no saben muchos detalles. Te puedes dar por satisfecho si los reconoces al ver una foto descolorida perdida en algún álbum.
Con los abuelos es más fácil. M. sabe muchas cosas sobre el padre de su padre, que se llamaba Joseph y venía de una gran granja de Auerberg, muy cerca de los Alpes de Algovia. Era el tercero más joven de trece hijos y aprendió a fabricar instrumentos de dibujo como mecánico de precisión en la fábrica Riefler, en Nesselwang. M. heredó esos instrumentos, que estaban guardados en un gran estuche. Contenía dieciocho piezas que descansaban sobre terciopelo azul, entre las cuales se encontraban un compás de punta seca, un compás con tiralíneas, un calibrador, una bigotera, un separador de brújula, un tiralíneas y un punzón.
Por lo demás, M. no sabía mucho más de él. Dicen que quiso inscribirse en el Königlich Bayerischen Telegraphen-Werkstatt en 1894 pero no lo aceptaron. Más adelante, se trasladó a Núremberg, se implicó en la Obra Kolping, una asociación católica internacional, obtuvo el título de maestro y trabajó como instalador eléctrico para el tranvía municipal. Se casó con la hija del conserje del albergue católico para aprendices itinerantes, una mujer hermosa y orgullosa. En la foto de la boda la pareja mira seria y tranquilamente a la cámara, ella con una corona, guantes blancos y un velo de novia, él con un sombrero de copa, que ha dejado en una mesita de patas altas. En esa época, ir al estudio del fotógrafo era todavía una ceremonia solemne. El retrato se ha conservado, descansa sobre la cartulina negra de un álbum de tapas marmoladas. El padre de M. escribió cuidadosamente el pie de foto con tinta blanca.
La abuela de M., Elisabeth, sobrevivió a su marido, que murió en 1916. Vivió como viuda durante quince años en una casa diminuta detrás de la muralla de la ciudad y desarrolló una devoción obstinada que su hijo no compartía, pero que soportaba. Para poder ocuparse de él hasta que se graduara en la escuela secundaria, Elisabeth tuvo que trabajar en el guardarropa del Müllersches Volksbad, los baños municipales, para complementar su pensión insignificante. Era una mujer discreta. Murió en 1931.
M. solo ha visto el rostro de dos de sus abuelos, de los cuales tiene mucho que contar. Nunca llegó a conocer a los otros dos. Para él, los antepasados solo viven en algunas fotos de color sepia, como los espíritus de los muertos según algunas creencias africanas.
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Traducción de Eva Garcia Pinos.
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