15/03/2023
Empieza a leer 'V13' de Emmanuel Carrère

 

Las víctimas

 

EL PRIMER DÍA

 

El retorno

8 de septiembre de 2021, a mediodía. Île de la Cité, con una fuerte protección policial. Somos varios cientos los que cruzamos por primera vez estos detectores de metales que fran­quearemos todos los días durante un año. Hay muchas pro­babilidades de que a ese policía al que saludamos le demos los buenos días con frecuencia. Las caras de esos abogados con su credencial con cordón negro, las de esos periodistas con el cordón naranja o las de las víctimas con el verde o rojo se volverán familiares. Algunos van a convertirse en amigos: el grupito de gente con el que vamos a hacer la travesía, a inter­cambiar notas e impresiones, a turnarnos cuando la jornada sea demasiado larga o a ir a tomar un trago, tarde, en la bras­serie Les Deux Palais cuando haya sido excesivamente fatigo­sa. La pregunta que nos hacemos todos: ¿vas a venir todo el tiempo? ¿A menudo? ¿Cómo te organizas el resto de la vida? ¿La familia? ¿Los hijos? Sabemos ya que algunos solo ven­drán de vez en cuando, los días previsiblemente más inten­sos. Otros han prometido venir todos los días, vivir tanto los momentos álgidos como los bajos. Yo soy uno de ellos. ¿Aguan­taré el desafío?

 

El programa

A finales de julio se supo que el juicio no durará seis me­ses, sino nueve. Un año escolar, un embarazo. El programa no cambia: varía el tiempo que se les concede a las víctimas. Son alrededor de mil ochocientas. No se sabe todavía cuán­tas testificarán. Hasta el último minuto podrán sumarse o renunciar. Por término medio se les asigna una media hora a cada una, pero ¿qué magistrado se atreverá a decirle «Su tur­no ha concluido» a quien rebusque las palabras con que na­rrar el infierno del Bataclan? La media hora será quizá una hora, los seis meses se están convirtiendo en un año, y yo no debo de ser el único que hoy se pregunta por qué se dispone a pasar un año de su vida encerrado en una sala de audiencia gigantesca con una mascarilla en la cara cinco días por sema­na y levantándose al amanecer para pasar a limpio las notas de la víspera antes de que se vuelvan ilegibles, lo que clara­mente significa no pensar en nada más y no tener más vida durante ese año. ¿Por qué? ¿Por qué me he impuesto esto? ¿Por qué le he propuesto a L’Obs esta crónica de largo reco­rrido? Si yo fuese abogado, o cualquier otro actor en el gran mecanismo de la justicia, estaría ejerciendo mi oficio, por supuesto. También si fuera periodista. Pero soy un escritor al que nadie le ha pedido nada y que, como dicen los psicoa­nalistas, solo persigue satisfacer su deseo. Y vaya deseo. No me alcanzaron personalmente los atentados, no los sufrió na­die de mi entorno. En cambio, me interesa la justicia. He descrito en un libro la impresionante solemnidad de una sala de lo penal, y en otro el oscuro trabajo de un juzgado de lo civil. El juicio que se inicia hoy no será, como se dice a ve­ces, el Núremberg del terrorismo; en Núremberg juzgaron a altos dignatarios nazis, aquí se juzgará a segundones, ya que los que mataron han muerto. Pero también será un gran acon­tecimiento, algo inédito que quiero presenciar: primer motivo.

Otro es que, sin ser un especialista en el islam, y menos aún un arabista, me interesan asimismo las religiones, sus muta­ciones patológicas, y este interrogante: ¿dónde empieza la patología? Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locu­ra? ¿Qué tiene en la cabeza esta gente? Pero el motivo princi­pal no es ese. El motivo principal es que centenares de seres hu­manos que tienen en común haber vivido la noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobre­vivido a sus seres queridos, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Día tras día vamos a escuchar experien­cias extremas de muerte y de vida, y pienso que, entre el mo­mento en que entremos en esta sala de audiencia y el momen­to en que salgamos, algo habrá cambiado en todos nosotros. No sabemos lo que nos espera, no sabemos lo que ocurrirá. Allá vamos.

 

La caja

Se ha repetido muchas veces que este sería el juicio del siglo, un juicio para la historia, un juicio ejemplar. Se ha so­pesado qué marco estaría a la altura de este gigantesco anun­cio publicitario para la justicia. ¿El nuevo juzgado, inaugura­do hace tres años en la porte de Clichy, en la zona más al norte de París? Demasiado moderno, demasiado a trasmano. ¿Un gimnasio? No lo bastante solemne. ¿Una sala de espec­táculos? De mal gusto, después del Bataclan. Al final eligie­ron el venerable palacio de justicia de l’île de la Cité, entre la Sainte-Chapelle, construida por el rey San Luis, y el quai des Orfèvres, donde merodea la sombra del comisario Maigret, y, como ninguna de sus dependencias era lo bastante grande, construyeron en la sala de espera esta caja de contrachapa­do blanco, de cuarenta y cinco metros de largo y quince de ancho, sin una sola ventana, que puede acoger a seiscientas personas y ha costado al Estado siete millones de euros. Como no hay suficiente sitio para que todo el mundo entre el primer día, se ha sorteado qué periodistas serán admitidos. Los de L’Obs somos tres: Violette Lazard y Mathieu De­lahousse, que seguirán el juicio para la web del periódico, al ritmo febril del diario, y yo, que lo sigo al cómodo ritmo del magacín. Siete mil ochocientos caracteres semanales entrega­dos el lunes y publicados el martes, a la vieja usanza. Confia­mos en complementarnos. Violette y Mathieu son miembros destacados de la prensa judicial – ellos la llaman «la prensa judi»–, un gremio unido y cordial en el que abundan las per­sonalidades fuertes; ya he tratado con ellos y me alegra vol­verlos a ver. Me tranquiliza su compañía, y reciben como buenos camaradas al novato que les ponen a su cargo. Del sombrero sale una plaza para L’Obs y me la dan como rega­lo de bienvenida. Me apretujo entre el enviado especial del New York Times y el de Radio Classique. Qué locura que la Classique también envíe a alguien. Aun así, Violette y Mathieu me han avisado: la cosa se calmará pronto. Los equipos de televisión que brincan de impaciencia porque está prohibido filmar dentro de la sala van a recoger su material, el envia­do especial de Radio Classique volverá a sus sinfonías y solo quedarán los auténticos, los especialistas del crimen y el te­rrorismo; ellos lo llaman «el terror». Nuestros bancos son muy incómodos, angulosos, sin el menor tapizado. No hay pupitre ni repisa: nos decimos que va a ser penoso escribir durante meses y meses directamente en el ordenador o, como yo, en un cuaderno, tomando notas sobre las rodillas y cambiando continuamente de postura para estar lo menos mal posible. Y además estamos lejos. Lejos de ese escenario teatral que es la sala de audiencias, tan lejos que lo veremos sobre todo por las pantallas por las que se va a retransmitir. A decir verdad, es como si siguiéramos el juicio por televi­sión. Las 12.25, estremecimiento general. Custodiados por una nutrida escolta policial, los acusados entran en la sala. Ya no se ve el reflejo del cristal, ni a ellos detrás de ese reflejo. Nos levantamos, estiramos el cuello, nos preguntamos: ¿ha venido él? Sí, ha venido. Ahí está Salah Abdeslam. Es él, ese tío con un polo negro, el más alejado de nosotros, el único miembro superviviente del comando. Si está al fondo del banquillo no es porque lo hayan colocado ahí adrede para que no se le vea, sino debido al orden alfabético. Es el pri­mero de una larga serie de aes: Abdeslam, Abrini, Amri, Attou, Ayari. Un timbre estridente. Una voz anuncia: «El tribunal». Todo el mundo se levanta, como en misa. El pre­sidente y sus cuatro asesoras hacen su entrada y ocupan su lugar. Con un leve acento marsellés, el presidente dice: «Siéntense, por favor, se abre la audiencia». Ha comenzado.

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Traducción de Jaime Zulaika

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V13

 

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