27/07/2023
Empieza a leer 'Volver al mundo' de J. Á. González Sainz
Yo me pregunto a veces si la noche
se cierra al mundo para abrirse o si algo
la abre tan de repente que nosotros
no llegamos a su alba, al alba al raso
que no desaparece porque nadie
la crea: ni la luna, ni el sol claro.
CLAUDIO RODRÍGUEZ
... y los vasos rebosantes de espuma,
brindando entre cánticos de júbilo, resonaban
por la gloria de la libertad.
FRIEDRICH HÖLDERLIN
Habla. Pero no separes el No del Sí. Y dale
a tu decir sentido: dale sombra.
PAUL CELAN
Primera parte
1
En cuanto alguien le decía que había visto su coche en la carretera, justo antes del indicador que anuncia la entrada a la población, sabía que a la mañana siguiente sin falta se lo encontraría esperándole en el mismo sitio de siempre. Podía levantarse más o menos temprano, tardar poco o mucho en arreglar a Carmen y emplear el tiempo que hiciera falta en recorrer con ella el repecho que separaba su casa de aquel cruce de caminos montaña arriba; pero de lo que no le cabía nunca la menor duda era de que, un poco más allá de los depósitos del agua, por donde empieza a poderse contemplar ya el pueblo en perspectiva si uno hace un alto y vuelve la vista atrás, iba a poder comenzar también a vislumbrar su figura escueta y todavía diminuta desde allí, casi como una mancha sólo del paisaje al principio, que poco a poco se le iría agrandando y perfilando según subía, lo mismo que se agrandaba su alegría de volverle a ver de nuevo allí, sentado bajo el viejo maguillo silvestre o bien recostado contra la cerca de piedras del otro lado del camino, pero en todo caso con la vista siempre puesta abajo en el valle, en los hilillos cambiantes y sinuosos del humo de las casas que se desentumecían del rigor de la noche, o por el contrario, pero también al mismo tiempo, en el perfil nítido, firme e irreducible de la sierra de la Carcaña que cerraba perfectamente el horizonte frente a sus ojos.
Algo encontrará en esa vista cuando la mira tanto, solía decir Anastasio, el viejo Anastasio, como él le llamaba siempre pese a no aventajarle más que en algún que otro año, cuando le comentaban que lo habían visto mirando absorto hacia allí mientras le esperaba, o se extrañaban por aquella cita a la que todos sabían que ambos estaban emplazados para el día siguiente a su llegada. Ahí lo tienes ya como un pasmarote, le decían, o ya está ahí Miguel, ya estaba ayer el coche en la carretera.
Era una cita tácita e imprecisa, una cita que en realidad nadie había concertado a las claras en ningún momento, pero con la que sin embargo ambos acababan contando siempre de la misma forma indefectible y no concertada con que se acaba por contar también con el destino. Pues hiciera frío o un calor bochornoso, y hubiese salido un día despejado o bien desabrido e incluso amenazante, jamás se le hubiera ocurrido a Anastasio la posibilidad de no acudir o de que él no fuera a estar ya allí, aguardándole como cada vez que venía en los últimos años, y observando seguramente desde hacía rato, con un detenimiento que a muchos se les antojaba impropio de una persona no sólo cultivada, sino incluso en sus cabales, la línea certera e inmutable de las montañas, las abruptas escarpaduras en que terminaba hacia el este la sierra de la Carcaña y el cielo raso o bien alterado de nubes, el valle entero abajo a la redonda y el camino de tierra batida que ascendía desde el pueblo y en el que poco a poco, una vez rebasados los depósitos de agua y a medida que iban subiendo, también él iba divisando mejor sus siluetas, menudas al principio a lo lejos y casi indistinguibles, y luego ya paulatinamente más claras, más reconocibles y familiares.
Lo primero que acertaba a distinguir era siempre el atuendo de Carmen, su chaquetón rojo tan vistoso si era invierno, o bien la última prenda que él le hubiera traído de regalo en su último viaje si se trataba de otra época del año, y luego ya enseguida la indumentaria anodina y apagada de Anastasio, casi siempre la misma, se hubiera podido decir, fuera la época del año que fuera. No como él, que siempre que venía parecía hacerlo con ropas distintas y no sólo con ropas, sino con un aspecto que siempre daba que pensar si no sería realmente de otro distinto cada vez. Había ocasiones en que venía con un bigote que le cubría por entero el labio superior, y otras también con una barba de días o bien tan larga y poblada como el bigote; unas veces con el pelo largo y más o menos echado hacia atrás –cada vez más cano, como la barba– y otras en cambio muy corto, tan corto –a veces rapado casi al cero– que en su cara parecía entonces como si no hubiese más que ojos, esos ojos grandes y cansados, diría luego Anastasio, que sin embargo se iban volviendo incomprensiblemente risueños e inocentes conforme nos veía acercarnos.
Nunca parecía el mismo, dirían en el pueblo, como si se disfrazara o quisiera parecer siempre otro a todo trance o lo fuera en realidad; mas el lobo puede perder el pelo, pero no la costumbre, decían, y alguno había siempre que se echaba luego a reír. Como cuando hablaban de su padre o de los padres de los otros, de Julio o de Ruiz de Pablo, de quienes daba la impresión de que lo sabían o lo entendían todo sin tener que decir sin embargo nunca nada.
Sabían, entendían, sabían porque lo habían visto o lo habían oído –porque alguien se lo había dicho de muy buena tinta– o simplemente porque lo sabían ya en su fuero interno como se sabe que a la primavera le sigue el verano y al invierno el deshielo y a la vida indefectiblemente la muerte, al disparo el ruido de su estampido. Ahora bien, de entre las cosas que no entendieron o no quisieron entender nunca, ni entonces ni siquiera luego, después de que todo hubiera ya terminado, estaba el por qué un hombre como él, un hombre de mundo que tenía todas las relaciones y las amistades que tenía, decían, llegó a tomarle tanto aprecio a Anastasio, al viejo Anastasio, como él solía decir, y a sentir tanto apego por un hombre del que bien se podía decir que casi no había salido nunca del pueblo o de los alrededores de aquel valle. Qué tuvo que ver en él para que se fuera estrechando cada vez más una relación que ni siquiera de pequeños había sido tan íntima y se fuera haciendo cada vez más incondicional, más imprescindible por su parte conforme pasaba el tiempo y Miguel seguía viniendo cada vez que podía, desde los lugares más diversos y en los momentos del año más impredecibles, con un apremio y una terquedad que no parecía sino que estuviesen guiados por una desazón que no se sabía cómo hacía aún alguno, comentaban, para no darse cuenta de que no podía conducir a nada bueno.
Algo habría aquí que le obsesionaba, como luego se ha visto, responderían después si alguien les preguntaba, algo, o quizás muchos algos, matizaba según quien hablase, que le impedía llevar una vida sosegada allí donde estuviera y le hacía volver una y otra vez no se sabía muy bien si para aplacar o para echar más leña al fuego de esa obsesión, o bien para ambas cosas a la vez. Algo que pertenecía al pasado, que se hundía efectivamente en el pasado, pero que a la vez era puro presente continuo, pura persistencia, puro haberse quedado enredado en el pasado como se queda un vestido enredado en una zarza o las nubes de tormenta en la cima de una montaña, como se queda a veces el rencor o persisten la duda o los celos, y no hay nada que pueda disipar o amortiguar nada de ello a no ser que se extirpe el motivo que lo provocó o el mundo en que todo ello fue posible.
Cada uno busca en la vida lo que busca, dirían, pero lo que uno encuentra al cabo es siempre su destino, y a él, con todo lo viajero y lo trotamundos que era, el suyo le esperaba aquí. Ni en Berlín, donde parece que vivía al final, ni en Sarajevo ni en los Balcanes ni en ningún otro sitio al que hubiera ido como reportero o como lo que fuera, sino sólo aquí, precisamente en el pueblo en el que nació; y aquí es adonde venía a buscarlo aunque él se pensara que venía a otras cosas.
Ganas de hacer mala sangre, dirían otros que decían cuando se daban cuenta de que había vuelto, ganas de revolver y de tentar al demonio, de darse cabezazos con lo que demasiado sabía ya que era así y no porque él quisiera podía ser de otra manera. Pero él sabrá lo que hace, agregaban, que ya tiene años y nadie le va a convencer ya de que haga o deje de hacer lo que está convencido que tiene que hacer o le pide hacer el cuerpo.
Cuando el diablo no sabe qué hacer, con el rabo caza moscas, había siempre quien rubricaba, y los demás asentían o guardaban silencio, agachaban la cabeza o la ladeaban hacia la ventana mientras esperaban en la taberna o en el bar del Hostal a que alguien viniera un día de pronto, abriera la puerta sobresaltado y les dijera que ya estaba, que ya había ocurrido por fin lo que no tenía más remedio que haber ocurrido y ellos no habían dejado nunca de vaticinar. Entonces asentirían –¡pero hombre!, dirían, ¡pero hombre!–, moverían a un lado y otro la cabeza rezongando las frases que no habían dejado de rezongar durante años, y se levantarían con lo que ni siquiera sería perplejidad, pero tampoco suficiencia, sino más bien una especie de turbado fatalismo, de temblorosa e insondable aceptación, para acudir a constatar lo que ya habían sabido desde siempre: que algunas heridas cierran y otras no, y que éstas, más que las primeras, son las que de verdad se apoderan del alma y mueven el mundo.
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