Lejos de modas efímeras, y sin invocar ninguna de las contraseñas de la modernidad, Ethan Canin es considerado uno de los más notables escritores jóvenes norteamericanos. Cuatro extensos relatos integran El ladrón de palacio, sobre los que se proyecta la sombra fecunda de Chejov, santo patrón de los cuentistas, que al igual que Canin también era médico. Son narraciones precisas, sutiles, con un impecable tiempo dramático, un humor entre compasivo e irónico y esas fugaces «iluminaciones» que para Chejov constituían el fundamento del arte de narrar.

En «El contable» un hombre que alguna vez quiso ser historiador de la música, pero eligió la contabilidad, «esa misión de exactitud y escrupulosidad», cometerá un delito, impulsado por sus secretos deseos de desorden y caos. En «Batorsag y Szerelem», el tragicómico descubrimiento de una impostura, un adolescente vive fascinado por su brillante y excéntrico hermano mayor, hippie rebelde, matemático y músico, e inventor de un lenguaje secreto. Wilson, el protagonista de «La ciudad de los corazones rotos», un solitario divorciado, debe aprender de nuevo a vivir, y en una curiosa vuelta de tuerca, su hijo será el maestro y mentor. Y en «El ladrón de palacio» Hundert, un profesor de historia de un exclusivo colegio privado, se ve arrastrado a una peculiar contienda con un alumno, el mentiroso hijo de un poderoso senador...

«Los relatos de Ethan Canin son deslumbrantes... a veces nos dejan sin aliento, y otras nos rompen el corazón» (Walker Percy).

«Cuatro maravillosas historias... dramáticas, con personajes que nos atrapan y un suspense sostenido e irresistible... una obra notable» (Christopher Lehmann-Haupt, The New York Times).

«No hay grandes tragedias ni horrores, sólo la humanidad de los hombres revelada con elegancia y sutileza. Un libro muy hermoso» (The lndependent).

«Sus relatos, que tienen la densidad de una novela, llevan este género literario a la perfección. Una de esas revelaciones que no se dan todos los años» (Christopher Mercier, Le Point).

«Un escritor de una espléndida madurez... es inevitable pensar en Raymond Carver» (Le Nouvel Observateur).