30/09/2020
Empieza a leer '1980' de Juan Vilá
Fui a Barcelona pero no estaba buscando a mi padre. Fui a presentar una novela y ya no quedaba ni rastro de él. Ni de él ni de la ciudad que conocí de su mano, la de los viajes en Navidad para pasar las fiestas con su familia, la de mi adolescencia después, cuando todos los años me acercaba con mis amigos desde el pueblo en el que veraneaba para darnos una vuelta y romper la rutina de muchos días seguidos a base de playa por las mañanas y fiesta todas las noches hasta las tantas. Esa Barcelona para mí tenía algo muy superior a Madrid, era más culta y civilizada, como lo era mi padre respecto a nosotros. El burguesito catalán presumía de su gran danesa color azul y de su palco en el Liceo. Era alto y fuerte, con aire aristocrático, tenía el pelo blanco y la nariz muy grande, los ojos claros, unas manos como no he vuelto a ver otras iguales en mi vida, unos brazos de acero. Olía muy bien papá, sobre todo cuando olía a él mismo, recién levantado y sin duchar, sin haberse rociado todavía en perfume como haría luego antes de salir de casa. Papá desayunaba zumo de pomelo todas las mañanas y unas tostadas de pan con aceite de oliva virgen, cuando eso aún no se llevaba y era imposible encontrar en Madrid, o en Barcelona, otro aceite que no fuera el refinado. Y frente a él, frente al burguesito catalán, estábamos nosotros, los bárbaros de la capital, la familia ordinaria y desestructurada que se entendía a base de gritos y malos modos. La abuela, siempre a un paso de estallar en un nuevo ataque de furia, siempre imponiendo su voluntad como una fuerza desatada de la naturaleza, como un tornado o un terremoto, siempre a régimen para controlar su obesidad y siempre comiéndoselo todo aunque solo le quedara un diente. La recuerdo muy bien chupando las cabezas de los pescados y el cuello de los pollos, rebañando los platos, acabándose cualquier resto que los demás hubiésemos podido dejar. Era casi un ser mitológico, primitivo y oscuro, la gran ogresa, como la llama uno de mis primos más queridos. Luego también hablaremos de ella, de cuánto la quise y cuánto aún hoy la sigo queriendo. El padre, mi primer padre, había muerto en un accidente de coche, completamente aplastado por un camionero borracho, y eso fue una bendición para mi madre. Mamá, de pronto, se encontró viuda y con la necesidad de sacar a sus tres hijos adelante. Pero también mamá se sintió libre en esos años de cambio y falsa revolución en España, mediados de los setenta, se volcó en el trabajo y en divertirse. Mamá, por lo tanto, se volvió ausente, invisible para sus hijos, poderosa al margen de ellos, y descubrió emociones hasta entonces desconocidas en diferentes redacciones y con diferentes hombres. La abuela se hizo cargo de esos tres niños que entre sus gritos, pellizcos y lanzamientos de zapatilla fueron creciendo. Nada especialmente dramático. No hubo abusos sexuales ni torturas. No hubo malos tratos. Los tres niños, nosotros, no pasamos hambre, ni frío, ni penalidades de ningún tipo. Fue una infancia afortunada y llena de privilegios. Los tres hermanos hemos superado ya los cuarenta años y en todo ese tiempo aún no hemos conocido ni la guerra ni la cárcel ni una epidemia ni un cataclismo. Incluso el buen trabajo de la madre y su ascendente carrera en los medios le permitió pagar un carísimo pero mediocre colegio en las afueras de Madrid. Cada día un autobús iba a buscarnos y hacíamos, dormidos en el mejor de los casos, los casi treinta kilómetros que separaban nuestra casa junto al Retiro de ese espanto de color verde y amarillo en el que perdimos un montón de años y en el que solo aprendimos lecciones nefastas para el día de mañana. O sea, para hoy. Porque hoy ya es el futuro, incluso lleva tanto tiempo siéndolo que el futuro también ha envejecido y se ha marchitado, tiene un aroma ligeramente rancio. Lo que quiero decir es que esa infancia no fue terrible, pero sí triste, tristísima, y, al menos para el menor de los hermanos, estuvo marcada por una soledad absoluta, tanto en casa con el primer padre muerto, la madre ausente y la abuela gritona, como en el colegio, donde todo resultaba extraño y lejano, extrañísimo, casi de otro planeta. Hasta que de repente obró el milagro y el burguesito catalán apareció en nuestras vidas sin la doga ni el palco, porque esos los dejó en Barcelona, pero sí con su presencia real e integradora, con su gran cuerpo, con su decadente sentido de la disciplina y de la familia, con sus viejos principios, que igual eran falsos, pero que consiguieron frenar el desastre y a mí me rescataron de ese vacío en el que flotaba a miles de kilómetros de cualquier otro niño o adulto, de la tierra y del mundo, de cualquier cosa, concreta o no, a la que yo pudiera agarrarme o en la que yo pudiera encontrar un refugio, una referencia, un punto de apoyo, lo que fuera, ya digo, con tal de esquivar la tristeza y el miedo, ese vacío y aislamiento, el frío en las tripas y en los pies, un frío más imaginado que real, pero un frío que helaba por dentro y que a mí estaba a punto de matarme justo cuando apareció él. ¿Cómo yo no iba a amar Barcelona y todo lo que tenga que ver con mi padre?, ¿cómo, incluso tantos años después, yo no voy a sentirme vinculado con esa ciudad aunque nunca haya vivido en ella ni tenga el menor interés en hacerlo, aunque en esa última visita me dejara un sabor tan amargo de boca?
He dicho que estaba a punto de morir cuando apareció mi padre. He hablado de un frío en las tripas y en los pies. No exageraba. Aunque me ha podido el lirismo. Fue más bien fuego, y no había forma de detenerlo. Afectaba, sobre todo, a la cabeza. Fiebre. Un calurosísimo verano en Almería y yo ardiendo sobre la cama, sudando y derritiéndome, a punto de iniciar uno de esos procesos de combustión espontánea. Mi temperatura corporal se había fijado en los cuarenta y uno o cuarenta y dos grados. Me deshidrataba por más que bebiera. Empezaba a morir y nadie sabía qué estaba pasando. Era el primer verano de mi padre con nosotros. Mi madre y él ni siquiera se habían casado. La relación empezó en invierno. Recuerdo perfectamente la primera vez que le vi, y eso muy pocos hijos pueden decirlo. Recuerdo también cuánto le odié. Es una escena que ambos comentamos muchas veces y bromeábamos con ella. Debió ocurrir a media tarde. Ya había oscurecido. Mi madre llamó de forma histérica al portero automático. Es algo que aún sigue haciendo. Una fuerza desatada de la naturaleza ella también, un torbellino, un terremoto. Mamá, entonces y ahora, aparece de pronto y le da al botoncito. Le da, le da, le da. Lo mantiene apretado un buen rato. Lo suelta. Vuelve a insistir, golpea con su dedo en el botón una y otra vez, una y otra vez. Ahora toca que suene de forma continuada. Cinco, diez, quince, veinte segundos. Suelta y vuelve a empezar... Más que una llamada es una exigencia y una importantísima noticia. Es el anuncio de su llegada. El mundo entero debe pararse y rendirle pleitesía. Yo a los siete años aún participaba del juego, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella llamaba y yo corría a abrirle desesperado y gritando: mamá, mamá, ha venido mamá. Como si su vuelta a casa no fuera algo cotidiano sino excepcional. Porque en efecto así era. Yo corría tan rápido como podía. Atravesaba el larguísimo pasillo de casa. Llegaba al hall. Hacía una breve parada para abrir la puerta. Continuaba corriendo por el descansillo y me lanzaba escaleras abajo para encontrarme con ella, que siempre subía andando, y la abrazaba. Pobre idiota de mí. Cuánto la quería y cuánto la echaba de menos, cómo me dejaba manipular, cómo consentía que estrechara y estrechara el vínculo para esclavizarme, para hacerme absolutamente dependiente de sus necesidades y caprichos, para asfixiarme en más de dos y más de tres sentidos, y para luego, al final, abandonarme otra vez al vacío y a la tristeza, al miedo, a esa soledad absoluta. Aunque justo esa tarde, o esa noche, después de la carrera, cuando por fin iba a abrazarla, le vi a él. Le vi y le odié. Ya lo he dicho, pero lo repito. Es un detalle fundamental en esta historia. ¿Quién era ese señor?, ¿cómo se atrevía a aparecer en mi casa?, ¿iba a robarme a mi madre como ese otro hombre había hecho antes?, ¿se la llevaría él también a aquel maldito apartamento de la calle Alberto Alcocer, lleno de libros estupendos, de humo, de whisky? Un paraíso, ya lo creo, para la relación furtiva, o más o menos furtiva, que ella había mantenido con un periodista casado. Mi madre vivía allí mientras nosotros esperábamos junto a mi abuela a que sonara, de la manera más violenta e impertinente posible, el timbre del portero automático anunciando su vuelta a casa. Aquella tarde, mamá dejó al señor con el que venía en el salón. Creo recordar que le sentó en la vieja mecedora de mi abuelo. Es esa otra escena que tengo guardada de forma clarísima en la memoria, aun reconociendo que es muy probable que me la haya inventado: solo diez o quince minutos después, mi hermana, ya casi en la adolescencia o, si no, en la pubertad, trepa por el cuerpo del burguesito catalán hasta llegar a su meta: las rodillas, y se sienta en ellas. Trata de camelárselo, de seducirlo para conseguir eso que tanto desea. Quizá luego explique de qué se trata y por qué la actitud de ella está más que justificada. De momento, me limitaré a señalar hasta qué punto somos ya a esa edad –mis siete años y los once o doce de mi hermana– la basura o el incalculable tesoro que el día de mañana podrá ver el mundo. La idea en sí resulta aterradora porque supone que el resto, cualquier cosa que pase o que hagas después, no servirá de mucho, o no servirá de nada. Digo esto un poco por decir. Sin asumirlo completamente o sin asumirlo en absoluto, resistiéndome y refunfuñando. Lo digo como una intuición que se impone de pronto y destruye o echa por tierra mil convicciones, toda una vida luchando a la contra. ¿Y si ningún intento o esfuerzo, ningún sacrificio, ni siquiera un milagro, pudiera salvarnos? Imagina por un segundo que tu destino –o lo que es lo mismo: tu identidad– estuviera ya en esos momentos trazado y solo te quedara plegarte a él o iniciar una eterna y estúpida rebelión sin demasiadas posibilidades de éxito. Imagina esa identidad forjada tan pronto y al margen de ti –la soledad, el vacío, la tristeza, el miedo–. Imagina que ya nunca pudieras librarte de ella e imagina incluso que todo lo demás –tu vida– pudiera explicarse a partir de un momento o una escena de la infancia, una anécdota incluso tomada al azar. No me gusta. Suena terrible en muchos sentidos y suena, peor todavía, victimista y llorica. Y sin embargo, las vidas que mejor conozco, las de mis hermanos y la mía, se justifican enteras y solo es posible comprenderlas partiendo de ahí. Mi hermana, ya entonces, se prepara para hechizar y engatusar, para lograr lo que quiera mediante esa mezcla de frivolidad, simpatía y encanto personal que la hacen única en la familia. O, al menos, única entre los tres hermanos. Su vida, en ese sentido, ha sido un desarrollo, una evolución natural, una flecha lanzada al infinito en una mañana clara de agosto. Mi vida, en cambio, se parece mucho más a una negación o una permanente huida, un ocultamiento, un disimulo, un afán por esconder la vulnerabilidad casi absoluta de entonces y ahora. 1980. Mi madre aparece en casa con ese hombre, pero no se quedará mucho. Soy consciente de ello. Tan pronto como se cambie, saldrá a cenar con él. Yo contemplo la escena desde una esquina. La mirada furiosa y llena de odio. Mirada también muda y fingiéndose ausente, cobarde, sin atreverse a proclamar lo que siente, ocultándolo, sin ninguna técnica como las de mi hermana para lograr lo que desea. Una mirada que reza incluso para no ser descubierta. Por seguir con las metáforas: si lo de mi hermana es una flecha, lo mío se parece más bien a una carrera desesperada por el bosque en una noche cerrada de enero, carrera de alguien que pretende no ser capturado pero que al mismo tiempo grita y grita, no es capaz de contener ni su rabia ni su miedo. Ese alguien está tan asustado, le puede hasta tal punto la situación, que adopta de forma simultánea las dos únicas alternativas posibles: la huida y el enfrentamiento, aunque sea un enfrentamiento verbal o simbólico. La estrategia es, por supuesto, un disparate, ya que una opción anula a la otra: o corres o le plantas cara al enemigo, pero si decides correr, mejor cierra la boca y reserva el oxígeno para tus pulmones y tus músculos. No delates tampoco tu posición en la noche. Y si vas a enfrentarte, olvídate de perder el tiempo o las energías en la huida. Plántate e hínchate como un pavo. Empieza por intimidar a tu rival. Clava tus ojos en él. No ofrezcas la menor fisura. No transmitas dudas ni temor de ninguna clase. Sé el primero en golpear. Y cierra también la boca. Cierra la puta boca de una vez.