08/04/2021
Empieza a leer 'Alguien camina sobre tu tumba' de Mariana Enriquez
BERNIE: I lived a pretty long time.
DEATH: You lived what anybody gets, Bernie. You got a lifetime. No more. No less. You got a lifetime.
NEIL GAIMAN,
The Sandman: Brief Lives
– El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay –dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos!
FLANNERY O’CONNOR,
«Más pobre que un muerto, imposible»
LA MUERTE Y LA DONCELLA
Cementerio Monumental de Staglieno, Génova, Italia, 1997
No sé por qué la ciudad de Génova estaba en el itinerario. Eran los años noventa, mi madre tenía el dinero para su primer viaje a Europa y me invitó. Exigí algunos destinos, pero Génova no estaba en mi lista. Mi paso obligado en Italia era Bomarzo: necesitaba ver el Parque de los Monstruos que Mujica Láinez había usado para escribir su novela. Y pude verlo y entrar en la gran boca del orco y traerle una piedra a mi mejor amigo. Venecia también era obligatoria, sobre todo por Lord Byron, para caminar por donde había caminado él, por los versos «I stood in Venice, on the Bridge of Sighs, / A palace and a prison on each hand» («Me paré en Venecia, sobre el Puente de los Suspiros, / un palacio y una prisión a cada lado»), de «Childe Harold»; por Tadzio y la peste y los callejones inundados.
El cementerio de Staglieno no estaba entre las paradas obsesivas que había planeado. Sabía, sí, que existía. Sabía que una de sus espectaculares tumbas había sido la tapa del disco Closer y otra la del single Love Will Tear Us Apart, ambos de Joy Division, pero nunca me gustó Joy Division y las tumbas en las tapas eran hermosas, pero no las imaginaba necesarias para mi peregrinaje.
Cuando Génova quedó incluida en el itinerario, Staglieno pasó a ser una rumiante obsesión. No sabía mucho de ese cementerio. Entonces no era catadora de cementerios, como ahora. Había recorrido intensamente el de La Plata, con sus pirámides y sus esfinges (está sembrado de masones), y bastante el de Recoleta, cuando todavía no era una atracción turística, cuando formaba casi una abandonada ciudad de bóvedas grises, antes de que los tours taponaran la avenida donde está sepultada Eva Duarte y se editaran libros sobre las curiosidades del cementerio y sus estatuas y sus historias de enterrados vivos. En esos paseos por Recoleta, elegí mi tumba: soy una suburbana pobretona, no puedo ingresar por derecho de admisión –ni por familia ni por fama– a la Recoleta, pero quiero que mis amigos –si me queda alguno en el momento de la muerte– arrojen mis cenizas dentro de una tumba en particular, la de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales. Es una aguda pirámide sin cruces ni ningún símbolo cristiano. Dice: «Aquí no hay nada. Solo polvo y huesos. Nada.» Tiene una puerta de hierro, con barrotes. Arrojar cenizas ahí dentro será fácil. Esa será mi tumba, si mis amigos tienen el coraje de cumplir mi deseo.
Aquellos paseos eran gratos. Sin embargo, el amor por los cementerios empezó en Staglieno. Y la sorpresa, ah, la sorpresa. En 1997 había internet, pero no como ahora: no se podían googlear imágenes y encontrar cada rincón de la necrópolis. Staglieno era un nombre saboreado, una foto en un brochure turístico, unas palabras de Mark Twain, el lugar donde está enterrada Constance Lloyd, viuda de Oscar Wilde, unas imágenes de pésima resolución en remotos sitios web góticos. El itinerario, frenético, solo contemplaba dos noches en Génova. Una de las dos tardes debía estar dedicada a Staglieno; decidí que fuera la segunda. Tenía mi cámara con rollo, nueva, que apenas sabía usar, preparada.
La primera noche, después de un día de caminata, iglesias y palacios, comimos una pizza con mi mamá y volvimos a andar por el turístico barrio Strade Nuove, con sus más de cuarenta palacios, los más que magníficos Palazzi dei Rolli. Fue en esa zona de Génova, pero a veces, en mi recuerdo, lo veo bajo la Galería Uffizi, en Florencia. Y no entiendo por qué, si estoy segura de que Enzo tocaba el violín al aire libre, sin ningún techo sobre su cabeza. Había que dejarle las monedas en el estuche del violín, sobre la funda roja. No era exagerado, como suelen ser los músicos callejeros y, en especial, los violinistas. Me acuerdo muy claramente de que tocaba serio, apenas levantaba una ceja, sonreía con la reverencia final, pero parco y concentrado, sin nada dramático ni teatral. Mi madre, lo recuerdo, dijo que era bastante bueno. Tocaba lo habitual: Bach, los caprichos de Paganini, algún concierto de Mozart. Llevaba el pelo corto, como casi ningún otro varón de su edad en los años noventa, especialmente en Italia. Era alto y llevaba puesto un traje negro que parecía una mortaja: viejo, algo sucio. La camisa blanca bajo el saco era fina, casi transparente. Llevaba el saco abierto.
Mi madre escuchó dos piezas y quiso seguir hasta el hotel, estaba cansada. Yo le dije que me iba a quedar un rato. Me senté entre el montón de gente que se había juntado alrededor del violinista y simplemente me quedé hasta que él notó mi presencia y me sonrió y me dedicó sus reverencias; yo lo aplaudí cada vez.
Nunca había visto a un chico tan perfectamente diseñado para mí. Cuando hablaba de Enzo a la vuelta, siempre aclaraba –sobre todo, a mis amigas que dicen cosas incomprensibles como que les resultan atractivos los hombres feos o que prefieren a los tipos sin cuello, viriles, musculosos, anchos– que Enzo era la criatura más hermosa que yo había visto para mí, para mi idea de belleza, que es turbia y pálida y elástica, oscura y azul, un poco moribunda, pero alegre, más atardecer que noche. Cuando terminó su función –quedábamos tres o cuatro personas–, me acerqué a felicitarlo y a decirle que no hablaba italiano. Él me preguntó qué idioma hablaba. Inglés y castellano, le dije. Me contó que su madre era inglesa y su padre era italiano, dijo que podíamos hablar en inglés.
Un inglés italiano, pensé, una criatura de Mary Shelley y Byron, pensé. Sin embargo, Enzo había estado muy pocas veces en Inglaterra y no quería hablar mucho de su familia. Me dijo que tenía hambre. Le dije que lo invitaba, que tenía plata. Aceptó. Era atrevido y prostituto, caminaba muy silenciosamente, me llevaba dos cabezas. Le dije que en general me gustaban los chicos de pelo largo (¡el espíritu de época!, ya no es así), pero que con él hacía una excepción. Me dijo que era ridículo para un violinista tener el pelo largo, que se te metía en los ojos y entre las cuerdas; que le daban vergüenza los violinistas callejeros que revoleaban la cabellera transpirada haciéndose los Paganini.
Me acuerdo de las ojeras y los ojos azules bajo la luz policial de la pizzería y de cómo el mozo le guiñó un ojo. Las italianas son muy hermosas, pero yo tenía veinticinco años y usaba un vestido violeta de breteles plateados que me había comprado en un mercado callejero. Hace menos de un año lo tiré, cuando me desprendí de montones de ropa con valor sentimental. Ahora solo me entraría como remera, y como una remera bastante corta.
Enzo me invitó a pasear por el puerto. Me dijo que no podía llevarme a su casa: vivía en una casa occupata, un squat, donde no permitían visitas, eran muy estrictos. Le dije que pensaba que los okupas eran lo contrario a estrictos y se sorprendió. Son como soldados, me dijo, muy estrictos, con mucha disciplina. ¿Y vos?, quise saber. Yo tengo los días contados, contestó; me toleran porque llevo algo de dinero y porque estoy ocupando el lugar de mi hermano, que está en una casa de Turín.
Vivía con varios chicos que tocaban en grupos de música y algunos militantes anarquistas. De los músicos, me dijo que eran espantosos, que, si me quedaba más tiempo en Génova, ni se me ocurriera ir a verlos. A mí me gusta el punk, le dije. Los italianos no saben hacer punk, me contestó. ¿Los argentinos saben?, preguntó. Algunos, respondí. Después de un rato, nos animamos a confesar que, para el rock y sus derivados, preferíamos a los anglosajones.
Le conté que a mi madre le había gustado cómo tocaba y me acuerdo con perfecta claridad de su expresión amarga. Es que tengo algo de talento, me dijo, pero tuve que dejar el conservatorio hace mucho. No me dijo por qué; entendí que no podía preguntárselo. Me besó contra una pared en el puerto. El aire era mar puro; al menos, lo recuerdo como mar puro, sin la mezcla de combustible y pescado y mugre, esa mezcla que arruina los muelles. Estaba frío por debajo de la camisa fina. Frío y pálido. Como un vampiro, como una estatua. Como el chico más lindo del mundo.
Me acompañó hasta el hotel de madrugada. Yo estaba enamorada. Él era gracioso, además; eso no lo esperaba del chico más lindo del mundo. Me preguntó qué iba a hacer al día siguiente; o sea, bueno, en unas horas. No recuerdo qué le dije de la mañana. A la tarde, voy a Staglieno. ¿Al cementerio? Sí, ¿te da miedo? No, me dijo, pero nunca fui; la familia de mi padre no es genovesa, no tenemos a nadie enterrado en ese lugar.
– ¿Querés ver las tumbas de Joy Division?
– No me gusta Joy Division.
– Qué bueno. A mí tampoco.
– Pero son muy lindas tumbas, me gustaría verlas.
– Muchos turistas vienen por las tumbas de Joy Division.
– Me imagino. ¿Me acompañás?
Claro, me dijo. Of course. A la salida del cementerio, él iría directamente a tocar en la calle. El cementerio cerraba cuando caía el sol, cuando empezaba el horario de trabajo de Enzo. Prometió pasar a buscarme después del mediodía y cumplió. Recuerdo vagamente alguna protesta de mi madre que me pareció descabellada. Fuimos hasta el cementerio en un bus; esta vez pagó él. Tenía puesto su uniforme de violinista romántico, el traje negro y la camisa blanca (otra, menos fina, más de viejo todavía), pero llevaba zapatillas rojas. No entiendo cómo no lo miraba todo el mundo, no entiendo por qué nadie se le acercaba para invitarlo a modelar, a ser fotografiado, a coger.
Él tampoco se creía muy hermoso. O, a lo mejor, un poco. Sabía que era veneno perfumado para algunas chicas, no muchas; pero que, cuando encontraba a una de esas chicas sensibles a sus caderas de chico de doce años y a sus dedos largos, de extraterrestre, podía hacer con ellas lo que quisiera.
El impacto del Cementerio Monumental de Staglieno es sobrecogedor. El pórtico, clásica imitación del Partenón, era esperable. Pero, una vez pasados los primeros árboles –el cementerio, inaugurado en 1851, incorpora vegetación; es como un bosque con estatuas, un poco como el cementerio parisino de Père Lachaise–, vimos las galerías de estatuas. Me acuerdo de que Enzo dijo, en inglés: «What the fuck.» Yo tuve un escalofrío de miedo, belleza y risa.
Staglieno tiene dos extensos corredores. No son para nichos, son para sepulcros sobre la pared, decoradas con las esculturas más increíbles, no creo que existan otras así en ningún cementerio. Las familias ricas de Génova entraron en un verdadero campeonato para ver quién tenía la tumba más impresionante, más dolorosa, más bella, más sensual.
No sé si fue la primera tumba que vi, pero es la que más recuerdo. No sabía entonces nada de esa tumba. Con el tiempo, la reconstruí. Es de la familia Delmas, del escultor Luigi Orengo, uno de los más importantes –el mismo que hizo, a pedido, la escultura del cuidador Alleno que está en la Recoleta; el hombre juntó dinero para tener su escultura, hecha por el mejor, en el lujoso cementerio que había cuidado toda su vida.
La tumba, de 1909, dice, en francés: «Et rose, elle a vécu ce que vivent les roses, l’espace d’un matin» («Y, siendo rosa, vivió el tiempo que viven las rosas, apenas una mañana»). La muerta es Maria Francesca Delmas, de veinticinco años. En la escultura, Maria Francesca está desnuda, con los pechos al aire, hermosos, jóvenes; tiene los ojos cerrados y un hombre la está levantando apenas, como si durmiese o estuviera desvanecida, un hombre joven, que le besa el pelo y la toma de las piernas con una mano, como si fuese a alzarla. Es el último beso. Así, de hecho, se llama la escultura. Este hombre fue su amante. O es la muerte enamorada.
Tantas esculturas más que sugerentes, tanta necrofilia. La tumba de Raffaele Pienovi, un «comerciante próspero de celebradas virtudes». El muerto está en su cama, cubierto por una manta; la viuda, inclinada un poquito sobre el lecho de muerte, levanta la manta para verle la cara, que nosotros no vemos. No es solo el misterio de la muerte que ella devela apenas, sino la sensación de que está haciendo esto a escondidas de los invitados al velorio, de que es un momento secreto con su esposo, de que lo va a besar, otro beso final, aunque acá presenciamos el momento anterior. La escultura enorme, de mármol, es de Giovanni Battista Villa y tiene tal realismo que la presencia de la muerte se hace palpable. Yo le sacaba fotos a cada tumba. Enzo me preguntó si tenía rollo suficiente –había que pensar en estas cosas en la era predigital– y le contesté que sí.
Cuando llegamos a la tumba Oneto, Enzo me besó. Bien cerca del Ángel de Monteverde, encargado para el presidente de la Banca Generale. Un ángel mujer, con la trompeta en la mano y algo de mal humor en la mirada, el cuerpo voluptuoso enredado en una túnica transparente, los rulos largos. Cuando lo vi, no sé por qué, estuve segura de que era un ángel hombre. ¿Me habrá resultado parecido a Enzo? Porque, con la distancia de los años, no se le parece. Es mujer porque tiene curvas, pero, en realidad, los ángeles no tienen sexo. Es un andrógino, como todos los de su especie. Y es obviamente sexual, decidido, se cubre con falsa modestia.
Muchos años después, supe que la sensualidad del ángel (es de 1917) perturbó a sus contemporáneos, pero que, al mismo tiempo, su imagen resultaba tan poderosa que tiene réplicas en muchísimos cementerios. Las encontré en Lima y en Frankfurt y siempre que veo ese ángel recuerdo los dedos de Enzo enredados en los breteles de mi vestido negro. Me lo había puesto porque, aunque era muy corto y terriblemente ajustado, el color me parecía oportuno; lo acompañé con zapatillas All Star, también negras. Cuando llegamos al Ángel de Monteverde, Enzo ya no tenía puesto el saco, que había guardado en la mochila, junto al violín.
Seguimos. Vimos otras manifestaciones de dolor, igual de indecorosas, pero menos sensuales. Una monja que pedía al cielo, con un niño agonizante en brazos, alivio para el sufrimiento. Dos hombres bajitos, con sus grandes sacos y sin sombrero, como corresponde al luto, en la puerta de una tumba, que se sostenían el uno al otro en el duelo. De tamaño natural. No entiendo por qué no tenía idea de esto, me dijo Enzo. ¿Nadie habla de este cementerio?, le pregunté. Sí, claro que hablan, contestó, pero nunca les presté atención.
– Yo no crecí en Génova.
– Ah, ¿no? ¿Y dónde?
– En Bolonia. Mi padre es profesor en la universidad. Mis papás viven en Bolonia. Yo estoy viajando.
Eso fue todo lo que quiso decirme. Me hubiera contado más, seguramente, pero pasamos menos de diez horas juntos y él no hablaba mucho. O yo hablaba demasiado.
Otra mujer desnuda, estilo art nouveau, el pelo en melena años veinte, el cuerpo encogido, abrazada a sí misma, con la mirada clavada en una calavera que está encima de una cruz. Una mujer de enormes pechos y ojos glaucos que se agacha, con laurel en el pelo. Una hembra infernal parada sobre una tumba. La tumba Canale, con su chica dormida, exquisita, el pelo desparramado sobre la almohada, y ese ángel de la muerte, otra chica –con una vincha–, que viene a llevársela apurada, con curiosidad lésbica en la mirada piadosa. En la tumba Fassio, un cadáver hermoso, delgado, esbelto, envuelto en su mortaja.
No recuerdo el orden de las tumbas. Podría reconstruirlo: es fácil conseguir algunas guías de Staglieno. Sin embargo, quiero conservar este caos en mi memoria. La Nocciolina («vendedora de nueces»), una mujer del pueblo, una mujer pobre y trabajadora, vendedora de castañas y dulces, que juntó peso sobre peso para que le levantaran el monumento acá, entre los ricos. Y ahí está la viejita Caterina Campodonico, con su canasta, sobre un pedestal, digna. Su lápida tiene una oración en dialecto. Enzo me la leyó y, cuando llegó al punto en que la vendedora pedía una oración por su alma, se calló la boca de pronto y, al darme vuelta, él tenía los ojos húmedos y no trató de ocultarlo. Dice Caterina de sí misma: «Vendiendo baratijas en los santuarios de Acquasanta, de Garbo y de San Cipriano, desafiando la intemperie, me he procurado los medios para transcurrir mi vejez y también para inmortalizarme mediante este monumento, que yo, Caterina Campodonico (llamada “la Paesana”), me hice hacer mientras aún estaba viva.» ¿Qué lo conmovió tanto de la vendedora de castañas? Me dio la mano para seguir caminando por el pasillo hasta que encontramos la Danza Macabra, la infaltable escultura de la muerte bailando con una mujer joven, esa imagen medieval que perdura como visión romántica de la presencia de la muerte entre los vivos, y le dije: Enzo, deberías tocar algo. No, negó con la cabeza, van a venir los guardianes. Pero podría hacerse. De noche.
Estaba pensando comercialmente, creo, pero también podía imaginarse dando un breve concierto ante esa chica grandota, alta, bailando con el esqueleto, un esqueleto cubierto por una mortaja y, por eso, más aterrador, que la toma de la mano con su propia mano de hueso. No voy a olvidarme nunca de ese baile con la muerte enmascarada de negro. Es también de Monteverde, el escultor del Ángel.
De pasada, vimos la tumba Ribaudo, la de Closer; otra mujer ángel desparramada sobre el sepulcro, tapándose la cara, como en un éxtasis de dolor y orgasmo. Enzo quería ir a la parte del boschetto. Entre las plantas, los árboles, las capillas góticas, las capillas clásicas, podíamos adivinar estatuas escondidas en los caminos de musgo.
Vimos a una mujer desnuda, blanca y tendida, inmóvil, sobre algo que parecía una camilla. Cuántos, pensé, se habrán acostado al lado de ella; cuántos locos pueden venir y practicar sus fantasías en este silencio. Le acaricié una mano a la mujer inmóvil. Otra mujer, cerca, arrojada sobre una gran piedra, con el cuerpo quebrado en el más erótico de los ángulos, de costado, con uno de los pechos pequeños que apunta al cielo y el otro cerca de una rosa, con una expresión de placer o de muerte, Eros y Tánatos. ¿Qué es esta locura?, le dije a Enzo, y él hizo que no con la cabeza, con las ojeras como dos golpes en la cara, por no dormir. Por tu culpa, me dijo riéndose: la bruja que no me deja dormir y me hace caminar por cementerios sexies. A ella la dejó sola, después de hacer el amor, algún ángel o algún demonio, dijo, y dio varias vueltas alrededor de la mujer de vientre desnudo, con una pierna encogida y la cintura quebrada, desesperada por una caricia: la mujer sobre la tumba Burrano.
Vimos a varios patriarcas rodeados por su familia, su esposa, los hijos, los nietos: algunas esculturas eran más altas que nosotros. Vimos a una madre que abrazaba la ropa vacía de su hijo muerto. Busqué un rato y no pude encontrar a Constance Lloyd. Subimos unas escaleras de piedra, con árboles a los costados, un camino secreto en un bosque, y nos encontramos con la tumba de Italino Iacomelli.
Grité y Enzo insultó en italiano, en voz alta. El niño Italino está jugando con un aro, tiene cinco años. Murió el 16 de agosto de 1925. Lo cuenta su lápida. En medio del juego, fue atacado por un asesino loco, que lo mató. Detrás de Italino, que no las ve, hay dos manos que salen del suelo o, en rigor, de la plataforma donde está la escultura del chico, en esta misteriosa escalera. Dos manos enormes, sin cuerpo, que están a punto de atraparlo. Las imágenes de manos que salen de la tierra en un cementerio –vistas en películas, por ejemplo– siempre me dieron terror, pero, sin embargo, me acerqué a la tumba de bronce del chico, que está enterrado junto a sus padres.
Vamos, me dijo Enzo. Tengo hambre. Tengo miedo.
Bajamos las escaleras. Nos encontramos con una chica tan hermosa que Enzo se detuvo otra vez. Acostada sobre una piedra, con el pelo larguísimo cayéndole entre las tetas y tapándole la vagina, ella tocándose el pelo con un brazo doblado sobre la cabeza, en pleno abandono.
Enzo me llevó del otro lado de la chica, del lado liso de la tumba, y me alzó hasta que pude rodearle la cintura con las piernas. Dejó la mochila en el piso y me acarició con sus dedos largos. Me acuerdo de que tuve vergüenza porque tenía la bombacha húmeda de sudor y de tantas estatuas desnudas que bailaban con la muerte y de los ojos azules de Enzo.
Nunca le pregunté la edad. Debía tener poco más de veinte, como yo. Logró penetrarme con delicadeza y después fue brutal: mi espalda raspada contra la piedra y ahí, cerca, la imagen de una chica muerta en su cama, desnuda (¿desnudarían a las mujeres en la muerte?), con los ojos cerrados, por suerte, para que no nos viera coger en silencio en el calor aplastante de la siesta, bajo el cielo azul. Ella tan fría; nosotros tan jóvenes.
Salimos de Staglieno abrazados por la cintura, como si lleváramos años enamorados. Lo acompañé hasta el lugar donde tocaba, frente a un palazzo. En el bus, me acarició los raspones de la espalda con la lengua y esta vez nos miraron los otros pasajeros. Con reprobación. Con envidia.
Cuando él terminó de tocar, le dije a Enzo que iba a avisarle a mi madre que estaba viva (estábamos en la era anterior al celular) y le pregunté dónde nos encontrábamos después. Yo me iba a Milán, en tren, a la mañana siguiente. De ahí, después de solo una noche, un vuelo a Londres. No podía quedarme en Italia. Enzo no quiso que fuéramos a comer juntos. Estaba muy cansado, me dijo, no había dormido la noche anterior. ¡Pero me voy!, le grité. Me acuerdo de que grité muy alto, llorando, en una calle mal iluminada. Si querés, voy a despedirte a la estación, me dijo. Lo mandé a la mierda y me fui corriendo, esperando que me siguiera, pero no me siguió.
Llegué al hotel. Mi madre salía, iba a comer. Estaba enojada por mi desaparición. Cuando me vio llorando, se asustó. Le conté todo, le dije que se fuera, lloré tirada en la cama, muerta de hambre. Esperaba que Enzo volviera, arrepentido, con una porción de pizza fría. Lo imaginé, alto y pálido como esas estatuas de muertos, en el lobby del hotel, con una caja de cartón en una mano, una cerveza en la otra y una sonrisa; el violín en la mochila. No volvió. No volvió nunca. Mi madre me trajo media pizza fría, que devoré, y después me dormí viendo por televisión la repetición de una carrera de caballos, estilo medieval, en Siena.
– Ese chico tiene pinta de drogadicto –dijo mi madre, y yo lloré más.
Al día siguiente, nos peleamos en la estación de tren. Era imposible mover su valija, tan pesada, llena de libros que las dos habíamos comprado en Florencia y Roma y Venecia. La acusé de consumista. Le grité: ¿Cómo vamos a mover esto dentro de diez días, si no se mueve ahora? En eso tenía razón, pero fui injusta y cruel con ella.
Enzo no vino a despedirme a la estación, claro. Lloré durante todo el camino a Milán. Mi madre todavía cree que lloraba por nuestra pelea y por mi eterno malhumor.
Fue así como me enamoré de los cementerios.
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