22/10/2020
Empieza a leer 'Amor maestro' de Pablo Nacach
Estoy lejos de creer que he comprendido correctamente a Schopenhauer; en cambio, sí he aprendido a comprenderme a mí mismo un poco mejor a través de Schopenhauer; esto lo convertirá para siempre en acreedor de mi más profundo agradecimiento.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Schopenhauer como educador
Maestros del pensar, maestros del vivir
¿Por qué es importante tener maestros? No necesitamos un ensayo sociológico demasiado sesudo para responder a esta pregunta. En una época dominada por los likes y los matches, los emoticonos de sonrisa sarcástica o lágrima de cocodrilo, los influencers que subastan el agua en la que han tomado un baño y los coaches que se saltan a la torera las advertencias de Tiresias, resulta urgente encontrar un «palenque ande ir a rascarse», que aconsejaría el Viejo Vizcacha a Martín Fierro.
«Los buenos profesores», dice George Steiner en su interesantísimo Lecciones de los maestros, «son los que prenden fuego en las almas nacientes de los alumnos. Saben lo que está en juego, son conscientes de la interrelación de confianza y vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta, lo que yo llamaría “respuestabilidad”.» Magnífica invención de un concepto que reúne una de las tareas más importantes que debe cumplir un buen maestro: responder con responsabilidad.
El maestro «respuestable» dibujado por Steiner responde, pues, con responsabilidad. Pero además reúne todos estos atributos: resulta un referente y modelo de conducta, es coherente consigo mismo, sabe lo que dice y actúa en consecuencia, es generoso con su conocimiento y entiende que la mayor humildad es el trabajo cotidiano. En suma, es un maestro al que podríamos calificar de íntegro... ¡Cuánta dificultad existe actualmente para dar con un maestro que cumpla con estos requisitos! ¡E incluso qué difícil descubrirlo en el Más Allá! ¿Rodolfo Walsh? ¿Walter Benjamin? ¿Virginia Woolf? ¿Simone Weil? ¿Bertolt Brecht? El listado es siempre demasiado corto; la zozobra es siempre demasiado grande.
«¡¿Y dónde encontrar una mano amiga?!», vociferaba Rimbaud en el delirio de su razón poética vital.
Lo queramos o no, como los Reyes Magos, nuestros primeros maestros son los padres. Luego vienen otros, y como en las diferentes ramas del saber y del hacer, hay maestros que hacen bien su trabajo y otros que no: llamémoslos, respectivamente, maestros saludables y maestros tóxicos, al modo en que Spinoza afirma que «lo malo debe concebirse como una intoxicación, un envenenamiento o una indigestión». Idéntico parámetro utilizaremos en las páginas de Amor maestro para hablar de libros saludables y libros tóxicos.
El maestro saludable nos toca con su varita mágica y se va: irse forma parte indispensable de su función didáctica y pedagógica. En el Infierno de la Divina comedia, Dante el discípulo despide a su dolcissimo patre Virgilio porque «pertenece a la antigua raza sumida en el antiguo error». Y si bien es cierto que, como afirma Nietzsche, «se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo», es preciso que ese viaje sea de ida y vuelta: se reconoce mal a un discípulo si se permanece siempre maestro.
¿Y cuáles serían las características de un discípulo saludable? Nada sencillo resulta caracterizarlo. Pero exigirle permanentemente a su maestro que lo mantenga despierto y el deseo de exprimirlo al máximo para sonsacarle la más valiosa información suponen virtudes ineludibles. Gracias a que en los talleres de lectura que imparto en diferentes universidades podemos evitar la presión de los exámenes y la necesidad de los créditos, yo los llamo «amigoalumnos» y «amigalumnas», un vínculo que pretende limitar al máximo las relaciones de poder que atraviesan desde antiguo la docencia. Claro que, para quitar fuerza a las relaciones de poder, se requiere... muchísima fuerza.
Nuestra definición de discípulo saludable es contraria a la propuesta por el Evangelio según San Marcos, en el que Jesús llama a la multitud con estas palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame.» Porque el discípulo saludable tiene ante sí una labor esencial: la labor de afirmarse a sí mismo.
Maestros de carne y hueso
Cuando les pregunto a los chicos y las chicas de mis talleres de lectura por un profesor o profesora del instituto o colegio secundario a quien puedan considerar un maestro, los brazos se levantan como resortes para contestar: siempre les resulta posible rescatar al menos a un docente que ha ejercido una influencia visceral en sus vidas. En general, suelen estar vinculados a las carreras universitarias por las que transitan: de un apasionado profe de Historia sigue una ávida estudiante de Antropología, de una intensa profe de Lengua y Literatura tenemos un esforzado estudiante de Filología, de un loco profe de Matemáticas sale un loco estudiante de Física. Aunque no es raro encontrar vidas cruzadas: profes de ciencias puras y duras que influyen decisivamente en estudiantes tremendamente humanísticos o profes de blandas humanidades que están dentro de estudiantes tan lógicos como que dos y dos son... ¿cuatro?
Las respuestas a una suerte de encuesta entre algunos amigoalumnos y amigalumnas realizada ad hoc para Amor maestro podrán resultar aclaratorias en tan importantes cuestiones. Así, Ana nos dice que «mi profesora de Lengua me pareció un ser mágico, porque nos hablaba de cualquier libro como si expusiera un truco de magia», mientras que para Claudia «la Cucu (Mari Luz) me inició en la investigación en literatura y me dio fuerzas para renunciar a mi media del bachillerato y meterme en una carrera de Letras». Jorge recuerda que «Juanma me suspendió Matemáticas en cuarto de la ESO y me dijo que si no estudiaba me iba a suspender aunque fuera muy listo», mientras que para Lucía «Olga me abrió los ojos a lo universal (en tiempo y en espacio) de la literatura». Manuel señala que «Javier me enseñó a escribir y sentir cada línea», y Sandra que «mi profe de Lengua de bachillerato era una apasionada absoluta de la literatura y todo lo que no tuviera que ver con libros le daba más bien igual».
Incluso hay quien rescata a algún maestro o maestra de su escuela primaria, y en esta suerte de catarsis que (también) supone la escritura de Amor maestro viene a mi memoria Dora, mi maestra de quinto grado en la escuela República de Cuba, que en plena dictadura militar era capaz de incentivarnos en el estudio de la historia argentina y latinoamericana de un modo nada convencional y mucho menos oficial.
Preciosa es la carta que Albert Camus le escribió a su maestro en 1957, tras ganar el Premio Nobel de Literatura, que decía así:
Querido señor Germain:
He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón.
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