14/03/2022
Empieza a leer 'Austral' de Carlos Fonseca
Cansado de todos los que llegan con palabras,
[palabras, pero no lenguaje,
parto hacia la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas
[direcciones!
Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo
[en la nieve.
Lenguaje, pero no palabras.
TOMAS TRANSTRÖMER, «De marzo del 79»
Sueño con un hombre que olvida las lenguas de la tierra hasta no comprender lo que se dice en ninguna de ellas.
ELIAS CANETTI, Las voces de Marrakesch
Nunca antes ha estado en el desierto, pero a menudo los ha imaginado.
Por eso cada vez que mira la postal que ahora tiene entre manos, su primer instinto es ver allí un retrato de la llanura árida. Poco importa que la fotografía esté en blanco y negro. Él imagina las tonalidades de la arena, la atmósfera de tedio, la sensación de vacío. En la imagen no parece haber nadie, apenas una decena de líneas rigurosamente dispuestas que de pronto él convierte en las calles solitarias de un antiguo pueblo minero. Ve los montículos blancos que aparecen sobre los bordes de la postal y se dice que son nubes. Pero entonces empieza a dudar.
En una segunda mirada las manchas blancas pierden su ligereza y comienzan a parecer colinas de sal. Sin más, la llanura se convierte en un enorme salar. Las líneas trazadas sobre la planicie señalan los caminos por los cuales solían transitar los vagones llenos de salitre de esa fábrica deshabitada que le recuerda, en un último vuelo de fantasía, a la rugosa superficie lunar, con sus cráteres y sus valles, con sus geometrías arcaicas. Solo en ese momento, cuando la imaginación llega al límite, se dice lo que sabe: que se trata de la fotografía de un simple vidrio sucio y que allí donde recién creyó encontrar la superficie del desierto, del salar o de la Luna no hay más que polvo.
La primera vez que vio la postal recordó un reportaje que había visto hacía unos meses. Un documental sobre el turismo contemporáneo al que había llegado por error, pero entre cuyas últimas imágenes quedó cautivado. En esa secuencia final, mientras una voz en off narraba su historia, un dron retrataba desde el cielo el paisaje que traza sobre la planicie dorada el cementerio de trenes de Uyuni. La cámara atravesaba lentamente la llanura hasta que se veían emerger las ruinas de lo que una vez fue la primera línea del ferrocarril boliviano. Cuatro mil esqueletos de locomotoras abandonadas que remiten a un pasado glorioso, pero que hoy se acumulan oxidadas sobre el altiplano como chatarra prisionera del viento seco. Más de tres kilómetros de hileras de vagones fantasmales, sobre los cuales aparecen escritas a modo de grafiti las sentencias que el narrador del documental se encargaba de pronunciar con una voz pausada no desprovista de ironía: «Así es la vida.» «Aquí yace el progreso.» Moviéndose entre aquella monumental escombrera, como hormigas sobre la arena, se podían distinguir los contornos de los cientos de turistas que cada día visitan el lugar. La cámara captaba la escena del peregrinaje, hasta que prosiguiendo su camino dejaba el cementerio atrás. La voz callaba y junto a ella el documental finalizaba. Surgían los créditos pero el vídeo seguía y más allá de la tipografía podía distinguirse cómo los tonos ocres lentamente daban paso al blanco del salar.
Ahora es él quien está en el desierto pero sigue mirando la misma postal. Tirado en la cama, de espaldas a la noche, gira la tarjeta. El nombre de la pieza y su autor, Elevage de poussière, Man Ray, 1920, aparecen tachados con una fina línea roja. En su lugar ella ha escrito: Humahuaca, Argentina. Un gesto sencillo que transforma la obra. Y él piensa que es raro imaginar paisajes cuando finalmente se los tiene de frente.
Primera parte
Un idioma privado
No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire.
JUAN RULFO, Pedro Páramo
1
«Perfectamente lúcida hasta el puro final», había escrito ella en la carta y volvía a repetir ahora en voz alta.
La frase, proveniente de la cocina, atravesó la sala en la mañana de diciembre, hasta llegar a Julio, quien se había sentado en una de las butacas del fondo intentando escapar de la brisa helada que se escurría de a ratos por la puerta. Reconociendo la expresión, paró de enrollar el cigarrillo que tenía entre manos y alzó la mirada. No encontró a nadie. Olivia se había excusado de colar más café y lo único que parecía moverse en el salón era el galgo italiano que había ido a tirarse en la silla de la que recién se había parado ella. Daba la sensación de que actuaban una escena previamente ensayada. Anoche, por no ir lejos, habían estado así, sentados en esos viejos sillones de cuero con apenas tres pequeñas luces iluminándolo todo, contando la historia que hoy ella volvía a relatar con variantes, como si temiese que él ya la hubiese olvidado o como si pensase que repetirla era una forma de entenderla. Dos extraños que apenas se veían las caras por primera vez, unidos en confianza por el frágil fantasma de la amiga mutua bajo cuyo techo hablaban. Así mismo se habían dispuesto frente a un par de cervezas, desde las siete de la tarde hasta pasadas las diez, con la única diferencia de que ahora la mañana se encargaba de volver visible lo que ayer eran puras sombras.
Iluminada, la casa se volvía más humana, dotando el espacio de una textura antes inadvertida. La luz entraba transversalmente por el costado occidental, proyectándose sobre la pared de la cual colgaban un par de grandes fotografías en blanco y negro: un retrato del volcán Momotombo daba paso al rostro combativo pero tierno de un joven sandinista a principios de los años ochenta. Faltaban las fotografías personales, pero bastaba observar el resto para sentir las huellas de una idiosincrasia: un par de rocas rojizas se exhibían enmarcadas junto a un viejo reloj de pie, mientras más abajo, en una esquina junto a la comida del perro, una decena de libros de historia natural se amontonaban en un desorden pacientemente urdido. Más allá de un arreglo de margaritas blancas, nada sugería que allí hubiese ocurrido algo. Bajo las flores, ubicados entre varios terrarios, aparecían los vinilos: una impresionante colección de viejos elepés de bandas británicas adornaban las estanterías que cubrían el resto de la pared hasta toparse con el tocadiscos ubicado junto el ventanal. La mirada podía entonces relajarse y observar el exterior.
Allí estaba el paisaje tal y como Olivia lo había descrito. En primer plano, la veintena de casas de la comuna artística y el par de excavadoras oxidadas en torno al corral. Más allá, bajando la colina, podía divisarse la intersección en la que el río Grande se topa en cruz con las quebradas de Calete y Cuchiyaco. Un par de camiones de carga, probablemente dirigidos hacia Bolivia, transitaban la carretera hacia el norte, dirigiendo la vista hacia la aldea de Humahuaca, tras la cual crecía la portentosa cordillera de colores solo antes vista en fotos. Quién diría que el desierto iba a ser tan colorido y frío. Acostumbrado a la idea de la monotonía cálida y horizontal de las dunas doradas en los salvapantallas, de repente se topaba con esto: una serranía en la que los colores se alternaban verticalmente con el encanto de las acuarelas infantiles.
Emergiendo de la neblina, las montañas mostraban el esplendor de sus estratos, mientras más arriba, sobre un cielo despejado y claro, un gavilán hacía las rondas, imitando sin saber lo que ocurría desde ayer en esa casa que volvía brevemente a caer en silencio. También ellos parecían moverse en espiral, acercándose al corazón del relato solo para luego volver a alejarse, tal vez conscientes de que lo realmente importante era recrear, en la atmósfera de la fría mañana, las siluetas de esa ausencia que la frase recién pronunciada se encargaba de evocar.
– Imagínate. Lúcida a pesar de todo –reformuló Olivia.
Por momentos parecía traducir pensamientos que le llegaban en inglés. Era en esos instantes en los que la voz del relato finalmente lograba confundirse con su objeto y él sentía que la que hablaba no era Olivia Walesi sino su vieja amiga Aliza Abravanel. Las mismas inflexiones anglosajonas proyectadas sobre el castellano, el acento camaleonizado pero aún patente, la misma voluntad y el mismo ímpetu. Brotaba entonces el tono exacto que delataba el sentido de las páginas que había leído hasta pasada la medianoche, en ese manuscrito que yacía tirado sobre la mesa del desayuno.
– ¿Más café? –interrumpió ella.
Y junto a la pregunta la evocación se deshizo, al ritmo que le rellenaba la taza y él, observando el tatuaje que le crecía sobre el antebrazo, comprendía el tamaño de su error. Esa no podía ser la voz de su amiga, no solo porque ella había muerto hacía diez días, sino porque lo que estaba en juego en la historia que ahora retomaban era precisamente la pérdida de aquella voz.
– Extraordinario, ¿no? Con la enfermedad a cuestas y aun así trabajando –añadió Olivia, haciéndose un espacio junto al galgo.
A contraluz, vestido con la misma chaqueta verde oliva que lo había abrigado anoche, Julio asintió con una sonrisa y volvió al cigarrillo a medias, no sin antes tocar de pasada el bolsillo en el que guardaba la carta que lo había llevado hasta allí.
La carta había llegado hacía una semana, junto a la nieve. El otoño se había extendido más de lo común y el invierno se hizo esperar hasta ya entrado diciembre. Pero finalmente dio la cara a mediados de mes y junto al frío llegó ese sobre capaz de interrumpir las divagaciones inútiles de Julio Gamboa. Se encontraba sentado frente a un papel en el que aparecía subrayada la palabra ártico, mordiendo el lápiz en busca de asociaciones, cuando escuchó los tres golpes a la puerta que terminaron por despertarlo de lo absurdo de su tarea. ¿Por qué hacía listas? Tal vez porque llegando a ese punto en el que otros buscan en los amoríos o en el alcohol una salida y un nuevo comienzo, él había llegado a pensar que las listas eran su manera de mantener intacto el orden de ese mundo que se le escapaba.
«Si me estoy volviendo loco, al menos que sea con cierto método», pareció decirse, mientras veía cómo la secretaria entraba a su oficina con el correo en la mano.
Lo mismo de siempre: cartas del decanato, revistas que nunca leería, facturas, estados de cuenta. Entre tanta rutina distinguió, sin embargo, un sobre inusual. Humahuaca: la dirección le sonó tan desconocida, lejana y enigmática como el nombre de la remitente, Olivia Walesi. Bajo una estampilla postal que mostraba una quebrada repleta de cactus aparecía su nombre.
– De seguro se equivocaron de Gamboa –respondió riendo, sin notar que la secretaria ya había partido.
Y siguió especulando lo mismo cuando, sentado en su oficina, de cara al campus universitario en el que había pasado los últimos veinte años, leyó el comienzo, en el que Walesi se presentaba como miembro de una comunidad de artistas residentes en el desértico norte argentino. Las próximas líneas, sin embargo, lograron sacarlo de su desconcierto. Reconoció el nombre de Alicia Abravanel con la misma emoción muda con la que se saluda después de años la casa en la que solíamos vivir de niños, con una mezcla de alegría, asombro y nostalgia. No quiso entregarse a los juegos del recuerdo. Puso la carta a un lado y se distrajo observando cómo los estudiantes le daban la bienvenida al invierno. Los ciclos podían tardar en cumplirse pero terminaban por cerrarse con la más terrible precisión.
Aliza Abravanel. Tomó un bolígrafo, eliminó la i y cambió por z esa c que siempre le sonaba extraña. Por los pasados treinta años había hecho exactamente lo mismo cada vez que encontraba el nombre en algún suplemento cultural o en algún periódico. No sentía que hubiesen pasado ya tres décadas de aquella aventura de adolescencia. El tiempo no lograba aplacar esa manía de querer verla bajo el nombre con el que la había conocido. Ella misma, al momento de presentarse, le había avisado, con un acento que solo más tarde reconocería como inconfundiblemente británico, de ese pequeño detalle.
– Aliza, sí, sin i y con z, no con c.
Por eso, cuando años después comenzaron a publicarse las notas de prensa sobre sus libros y en todos se hablaba de una tal Alicia Abravanel, no pudo sino sentir que todo era un simple error de los periodistas. Poco importó que luego leyese una entrevista en la que la escritora reflexionaba sobre esa decisión de cambiar su nombre, explicando que en su caso la latinización iba de la mano de otra de mayor importancia: la decisión de adoptar el castellano como idioma para la escritura de sus novelas. Ella seguía siendo la misma muchacha que una tarde lo había interrumpido en la librería para pedirle una copia de la novela que pasaría a ser el amuleto en su juvenil peregrinaje contra el mundo.
– ¿Tienes Bajo el volcán en castellano? –había dicho. Antes de añadir–: Del loco de Lowry.
Más de treinta años los separaban de esa tarde. Recordarla bajo su nombre original era su manera de mantener viva una intimidad que había nacido al amparo de los libros y que ahora continuaba a raíz de ellos, aun cuando una carta escrita desde una remota provincia argentina le informaba que Alicia, su Aliza, acababa de morir después de más de una década de lucha contra la enfermedad que terminaría por dejarla casi muda pero que sería incapaz de alejarla de la escritura.
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