18/05/2020
Empieza a leer 'Bailando en la oscuridad' de Karl Ove Knausgård
Quinta parte
Mis dos maletas se deslizaban lentamente por la banda transportadora de la sala de llegadas. Eran viejas, de finales de los sesenta, las había encontrado el día antes de que viniera el camión de la mudanza entre las cosas que mi madre guardaba en el desván, y me las adjudiqué de inmediato, iban bien conmigo y con mi estilo, no del todo contemporáneo ni del todo aerodinámico.
Apagué el pitillo en el cenicero del poste que había junto a la pared, bajé las maletas de la cinta y salí del recinto.
Eran las siete menos cinco.
Me encendí otro cigarrillo. Nada corría prisa, no tenía que llegar a ninguna parte, no había quedado con nadie.
El cielo estaba nublado y sin embargo el aire era fresco y claro. Había algo de alta montaña en el paisaje, a pesar de que el aeropuerto frente al que me encontraba estaba sólo unos metros por encima del nivel del mar. Los pocos árboles que podía ver eran bajos y estaban torcidos. La nieve cubría los picos de las montañas en el horizonte.
Justo delante de mí un autobús del aeropuerto se estaba llenando a toda velocidad.
¿Debería cogerlo?
El dinero que mi padre me había prestado de tan mala gana para el viaje tendría que cubrir mis gastos hasta que recibiera el primer sueldo a finales de mes. Por otra parte, no sabía dónde se encontraba el albergue juvenil, e internarme por las buenas con dos maletas y una mochila en una ciudad desconocida no sería un buen comienzo para mi nueva vida.
Mejor coger un taxi.
Excepto una breve visita a un puesto que había allí al lado, donde me comí dos salchichas con puré de patata en un cuenco de cartón, estuve toda la tarde en la habitación del albergue, tumbado en la cama con la espalda apoyada en el edredón, escuchando música en el walkman, mientras escribía cartas a Hilde, Eirik y Lars. También empecé una para Line, con la que había salido ese verano, pero lo dejé después de una página, me desnudé y apagué la luz sin que sirviera de nada, la noche de verano era luminosa, la cortina naranja centelleaba como un ojo en la habitación.
Solía dormirme sin problemas en toda clase de condiciones, pero esa noche permanecí despierto. Cuatro días después empezaría a trabajar. Cuatro días después me encontraría en el aula de un colegio de un pequeño pueblo de la costa del norte de Noruega, un lugar donde no había estado nunca, del que no sabía nada y del que ni siquiera había visto fotos.
¡Yo!
Un chico de dieciocho años de Kristiansand, flamante bachiller, que acababa de abandonar la casa familiar, sin más experiencia laboral que unas cuantas tardes y unos fines de semana en una fábrica de parqué, un poco de periodismo en el diario local y un recién terminado trabajo de verano de un mes en un hospital psiquiátrico, se convertiría ahora en profesor tutor en el colegio de Håfjord.
Pues no, no conseguía dormirme.
¿Qué pensarían los alumnos de mí?
Cuando entrara en el aula para la primera clase y los viera a ellos sentados en sus pupitres, ¿qué les diría?
Y los otros profesores, ¿qué demonios pensarían de mí?
Se abrió una puerta en el pasillo, sonaron voces y música. Alguien pasó canturreando. Se oyó un grito: «Hey, shut the door.» Al instante, todos los sonidos fueron de nuevo reprimidos. Me volví hacia el otro lado. Lo extraño de estar en la cama en una noche luminosa también debía de contribuir al insomnio. Y cuando la idea de que era difícil dormir se había asentado, entonces sí que resultó imposible.
Me levanté, me vestí, me senté en la silla que había frente a la ventana y empecé a leer la novela Empate, de Erling Gjelsvik.
Todos los libros que me gustaban trataban en el fondo de lo mismo. Negros blancos, de Ingvar Ambjørnsen, Beatles, de Lars Saabye-Christensen, Jack, de Ulf Lundell, En el camino, de Jack Kerouac, Última salida para Brooklyn, de Hubert Selby, Novela con cocaína, de M. Aguéiev, Coloso, de Finn Alnæs, Lazo alrededor de la Luna, de Agnar Mykle, los tres libros sobre la historia de la bestialidad de Jens Bjørneboe, Gentlemen, de Klas Östergren, Ícaro, de Axel Jensen, El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, Los corazones de abejorros, de Ola Bauer, Cartero, de Charles Bukowski. Libros sobre jóvenes que trataban de encajar en la sociedad, que querían sacar de la vida algo más que rutina, algo más que familia, en suma, jóvenes que aborrecían lo burgués y buscaban la libertad. Viajaban, se emborrachaban, leían y soñaban con el gran amor o la gran novela.
Todo lo que ellos querían lo quería yo.
Con todo lo que ellos soñaban soñaba yo.
La gran nostalgia que siempre sentía en el pecho se desvanecía cuando leía esos libros, para luego volver diez veces más intensa en cuanto los dejaba. Así fue durante toda la época del instituto. Odiaba toda clase de autoridad, estaba en contra de toda esa jodida sociedad tan políticamente correcta en la que me había criado, con sus valores burgueses y su concepto materialista del hombre. Despreciaba todo lo que aprendía en el instituto, incluso lo relacionado con la literatura; todo lo que yo necesitaba saber, todo conocimiento real, lo único de verdad necesario, estaba en los libros que leía y en la música que escuchaba. No me importaban ni el dinero ni los signos de opulencia, yo sabía que el valor de la vida se encontraba en otra parte. No quería estudiar, no quería formarme en una institución convencional como la universidad, quería viajar al sur de Europa, dormir en playas, en hoteles baratos, en casas de amigos que haría por el camino. Realizar pequeños trabajos para sobrevivir, fregar platos en un hotel, cargar o descargar barcos, coger naranjas... Aquella primavera me había comprado un libro que contenía listas de todos los trabajos pensables e impensables que se podían conseguir en los distintos países europeos. Y en lo que todo eso desembocaría sería en una novela. Escribiría en un pueblo español, iría a Pamplona y correría delante de los toros, continuaría hasta Grecia y me pondría a escribir en una de las islas, y luego volvería a Noruega al cabo de un año o tal vez dos, con una novela en la mochila.
Ése era el plan, razón por la que no me fui a la mili al acabar el bachillerato, como hicieron muchos de mis compañeros, ni tampoco me matriculé en la universidad, como hizo el resto. Lo que se me ocurrió fue presentarme en la oficina de empleo de Kristiansand y pedir una relación de todas las vacantes de profesor en el norte de Noruega.
–Me he enterado de que vas a ser profesor, Karl Ove –me decía la gente con la que me encontraba a finales del verano.
–No –contestaba yo–, voy a ser escritor. Pero, mientras tanto, tengo que vivir de algo. Mi intención es trabajar un año en el norte y ahorrar algo de dinero, luego me dedicaré a viajar por Europa.
Eso ya no era una simple idea, sino la realidad en la que me encontraba: al día siguiente iría al puerto de Tromsø y cogería el barco expreso hasta Finnsnes; allí cogería el autobús hacia el sur, hasta el pequeño pueblo de Håfjord, donde, según el plan, me estaría esperando el conserje del colegio.
Pues sí, me resultaba imposible dormirme.
Cogí la media botella de whisky que tenía en la maleta, fui al baño a por un vaso y me serví mientras miraba por la ventana las casas tan extrañamente luminosas.
* * *
Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.
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