01/10/2024
Empieza a leer 'Brujería' de Gonzalo Torné
A Judit, fecunda en ardides again
Tú no recuerdas, otro tiempo trastorna tu memoria.
EUGENIO MONTALE
Libro primero
1. ¡Verano bomba!
¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien? A menudo me ha parecido intuir una posible respuesta a estas preguntas, pero enseguida se me ha escurrido entre los dedos... Así que no empezaré divagando, prefiero hablaros del verano en el que conocí a Laura Pons en el mismo pueblecito costero donde de niño pasaba las vacaciones, aunque solo mi madre se instalaba allí durante el verano largo que arranca con el primer sol de mayo y se prolonga hasta que el viento de noviembre impide el baño.
El pueblecito está contado enseguida. Queda en esa zona del sur de Europa que los catalanes insistimos en considerar un norte. Lo rodea un semicírculo de montañas cubiertas de pinos con las laderas salpicadas por masías dispersas: a medida que desciende el terreno las viviendas se acumulan hasta formar un tejido urbano alrededor de la plaza, donde el ayuntamiento y la iglesia coinciden en darle la espalda a la doble hilera de casas que se abren al mar como un anfiteatro. A veces la puesta de sol incendia el mar, pero solo los días que las embarcaciones se mecen bajo la luz blanca de junio el conjunto cumple con la promesa de los pueblos de postal.
El caso es que llegué de noche, los faros del coche iluminaban encinas retorcidas y la cinta dura de la carretera. Solo en el último kilómetro el olor a mar se decidió a entrar por la ventanilla.
El caserón familiar seguía igual, una delicia de soledad entre cipreses y la alameda despeinada. ¿Por qué no iba a salir mi madre a recibirme? Me dejé guiar por la costumbre y comprobé que seguía pegada al muro la enredadera que al enrojecerse proyectaba la fantasmagoría de que la casa sangraba.
Al entrar me encontré con un vestíbulo oscuro. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz de la luna reconocí el salón espacioso, de techos altos como las ideas arquitectónicas de otra época: el viejo sofá de tres piezas, las manchas de tabaco que delataban la edad de la alfombra y el biombo chino: los restos de pintura me recordaron a una piel cuarteada, de cocodrilo, algo así.
Le agradecí a mi padre que siguiese en su sitio el cesto de mimbre donde solía dejar su pipa. Me pareció oler restos del incienso que tanto le gustaba a mi madre, y que yo nunca he podido soportar.
Recorrí el pasillo pisando sin fuerza por temor al eco. Llegué hasta la escalera con el pasamanos de mármol; de niño me gustaba subir los escalones de dos en dos, pero sabía demasiado bien lo que me esperaba arriba: el descansillo, la ventana abierta al mar y la habitación donde de noche yo sudaba a la espera de que la campana de la iglesia transformase el insomnio en la hora de desayunar. Me acosté en el sofá sin desvestirme ni deshacer la maleta. Mañana será otro día.
Al despertarme eché un vistazo con ojos diurnos. Aireé y puse orden a mis cosas. Comprobé que los grifos seguían tan viejos que ningún fontanero lograba que dejasen de gotear; y aunque la chimenea me trasladó algo de la vieja confianza, tampoco reuní fuerzas para subir al piso de arriba. Me fui directo al Poblet (así le llamábamos en la familia), dejé atrás calles vacías y establecimientos cerrados y solo cuando llegué a la playa, con el Mediterráneo palpitando al fondo, me alcanzó algo parecido a la familiaridad.
La memoria regresó, pero resultaron ser recuerdos de repertorio: aquel café decorado como una cueva al que se rumoreaba que acudía algún famoso local, el encantamiento de un erotismo sin objetivo y la curiosidad por descubrir la clase de persona que era y cuánto podía exigirle a la vida. Digamos que no me sobrecogieron, pero bastaron para decidirme a pasar el verano en el Poblet.
Después de casi una década fuera de Barcelona había aceptado la propuesta de dirigir el nuevo Museo de Memoria Contemporánea de la ciudad. Os reconozco que pasé el vuelo de Ferrara a El Prat con la mente en blanco, decidido a no dedicarle un pensamiento al museo hasta que no me quedara otro remedio que encerrarme en el despacho. Justo cuando mi maleta asomó por la cinta decidí visitar el Poblet, aunque mi madre no estuviese para preguntarme desde el descansillo de la escalera cómo me había ido el día. No se puede tener todo.
Mientras conducía me asaltó una pregunta desafiante. ¿Qué clase de persona soy? ¿Un tibio? ¿Un cobarde? ¿Le había extraído el jugo a los siete años en Italia? Me fastidia que las respuestas varíen con el humor del día. Llegué a comprarme un cuaderno en la primera estación de servicio, seducido por el fetichismo de la indagación. Pero conocerse lleva mucho trabajo, así que me conformé con la sospecha de que en lo sustancial la vida íntima de las personas es idéntica, que solo varía la espuma de las emociones.
Ni museo ni cuaderno, pero no creáis que me dediqué a cultivar la ociosidad. El Poblet me impuso un severo régimen de actividades. ¡Rutinas! El método maravilloso con el que los humanos hemos sido capaces de dominar extensiones intimidantes de soledad. Claro que tampoco encontré la fórmula de buenas a primeras, me sometí a un intenso proceso de ensayo y error. Mi plan era alternar los baños de sal y los desayunos en las «terrazas recién amanecidas». Pero me levantaba tarde y enseguida me entraba hambre (resuelta con una tajada de melón y queso fresco); después ya no me atrevía a desafiar la rabia del sol y me quedaba sin bajar a la playa.
Así que convertí la piscina en el centro de mi verano. La vacié, arranqué el festival de vegetación acuática, desinfecté, y cuando volvió a mirarme con la cara limpia (el sol dibuja ahora una temblorosa telaraña de luz al fondo) me pasaba el día nadando. Nadar y nadar y nadar, como si el cloro pudiera anestesiarme. También trabajaba, me temo que sin precisión, en el jardín: renové la tierra, aboné la tomatera y animé la floración del cactus que me compré seducido por la promesa de que no hay planta más agradecida. A mediodía me alimentaba de ensalada y pescado al vapor, y enseguida me rendía a la siesta.
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