11/12/2023
Empieza a leer 'Canoas' de Maylis de Kerangal

 

Vivac

 

Esperaba a que pasase el tiempo, tumbada en un sillón de dentista inclinado en posición horizontal, los ojos perdidos en el falso techo de poliestireno, los pies en el aire, y mordía una pasta a base de alginato con sabor a flúor que se endurecía contra mis dientes. La barahúnda del bulevar me llegaba de lejos, la joven ayudante de pie detrás de mí hacía tintinear los utensilios en la encimera y yo percibía una tenue música oriental en ese pequeño caos primitivo mientras se realizaba la toma de moldes. Así que tenía la boca llena y, mientras me concentraba para no tragarme algo, la dentista se me acercó y tendió su móvil bajo mis ojos: fíjese en esto, es una mandíbula humana del Mesolítico, se encontró en 2008 en la rue Henry-Farman, del distrito XV.

En la pantalla, iluminada sobre fondo oscuro cual objeto precioso, reconocí nítidamente una mandíbula, un hueso que contenía aún cuatro muelas en sus alvéolos, y cuyo mentón, saliente, reflejaba un atisbo de apetito, una fuerza, una voluntad. Buenos dientes, aun estando tan gastados. La mandíbula es importantísima, prosiguió la dentista con voz aflautada, al tiempo que deslizaba el teléfono en el bolsillo de su bata, es el único hueso móvil del rostro, y hablar, comer, ver bien o incluso mantenerse en pie, en equilibrio, todas esas cosas la atañen: nuestro organismo está suspendido en ese columpio. Cerré los ojos.

Desde hace unos meses, vértigos y migrañas me amargan la vida. Sobrevienen en cualquier momento, atacan de golpe y porrazo –las cefaleas más bien ya entrado el día–. Intento buscar afinidades en su irrupción, si es la falta de sueño, el abuso de alcohol, una contrariedad, pero no encuentro nada, y me he convertido en una mujer cautelosa, vulnerable, insegura. Ayer mismo, a media tarde, amarrada a la traducción urgente y mal remunerada de los subtítulos de una temporada entera de la serie Out Into the Open –seis adolescentes en fuga sobreviven en un bosque de Oregón–, el dolor trepidó en mi sien, furtivo al principio, casi clandestino, pero solapado, y capaz, lo sabía por experiencia, de inflamarme la cabeza de un segundo a otro. El piso se sumergía no obstante en un silencio espeso, cargado de esa resonancia que cobran los lugares familiares en las horas muertas, cuando están desiertos, desactivados, semejantes a los campos base abandonados, y donde se yerguen, al contemplarlos largo rato, formas indescifrables, relieves desconocidos, rastros extraños. Veinte minutos después, me hallaba tumbada en la oscuridad.

¿Vamos allá? La dentista ha consultado el reloj y se ha ajustado la mascarilla azul bajo sus ojos persas, he abierto la boca de par en par y se ha inclinado sobre mí para proceder al vaciado de mi maxilar superior, moviendo con fuerza el mango de la cuchara de metal hundida bajo mi paladar –me ha sorprendido su vigor, me ha parecido que se me iban a aflojar los dientes–, luego la ha examinado largo rato, orientándola hacia la luz bajo todos los ángulos, para después asentir, satisfecha, mientras yo escupía piedrecillas, granos de pasta rosa en un bol. Estupendo, ahora vamos a hacer lo mismo con la arcada dental inferior. Ha deambulado por la estancia, ágil con sus deportivas rojas, andar igitígrado, cintura fina de bailarina y trenza acompasada; a continuación se ha encaramado a un taburete junto al sillón, ha preparado en su mesita otra dosis de alginato entremezclada con agua, concentrada, mientras yo me restregaba la barbilla con papel de cocina. ¿Dónde estaba la mandíbula prehistórica?, me oí preguntar –las palabras atravesando mis labios como otras tantas piedrecillas, últimos granos de pasta rosa– al tiempo que observaba sus brazos trabajando, redondos y musculosos, salpicados de pecas. Aguarde, lo vemos después. Se ha levantado, ha vuelto a embutirme en la boca el portaimpresiones bien repleto –un puré de textura crujiente–, y la he oído aclararse las manos en la pila antes de contestarme con su voz diáfana: en la rue Henry-Farman, en la zona del helipuerto de París, metro Balard.

 

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Traducción de Javier Albiñana Serraín

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Canoas

 

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