16/11/2020
Empieza a leer 'Cien noches' de Luisgé Martín


El día 2 de noviembre de 2020, el jurado compuesto por Gonzalo Pontón Gijón, Gonzalo Queipo (de la librería Tipos infames), Marta Sanz, Juan Pablo Villalobos y la editora Silvia Sesé otorgó el 38º Premio Herralde de Novela a Cien noches, de Luisgé Martín.
Resultó finalista Los llanos, de Federico Falco.


Sin despreciar
–alegres como fiesta entre semana–
las experiencias de promiscuidad.
Aunque sepa que nada me valdrían
trabajos de amor disperso
si no existiese el verdadero amor.
JAIME GIL DE BIEDMA, «Pandémica y celeste»
 

Uno de los grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aun conociendo su existencia.
JOHN STEINBECK, Al este del Edén


Hay una anécdota humorística del presidente estadounidense Calvin Coolidge que sirve para dar nombre a un patrón de comportamiento sexual. Coolidge y su esposa Grace hicieron una visita a una granja experimental que el gobierno norteamericano había puesto en funcionamiento. Los directores de la granja les estaban enseñando por separado las instalaciones: el presidente se había quedado charlando en la puerta mientras la señora Coolidge, acompañada de un funcionario, se había adelantado en la visita. Al llegar al gallinero, vio la actividad sexual de las aves y le preguntó con interés al encargado de esa zona cuántas veces al día montaba el gallo a las gallinas. El funcionario le respondió que decenas de veces, y ella, con picardía, le dijo entonces: «Cuénteselo al señor Coolidge cuando pase por aquí.»

Pocos minutos después, pasó el presidente por la misma zona, y el encargado, obediente, le contó la conversación que había tenido con su esposa. Coolidge se quedó pensativo y le preguntó: «¿Pero el gallo se aparea siempre con la misma gallina?» El encargado, con vergüenza, le respondió rotundamente que no. «Cada vez es con una distinta, señor», le explicó. El presidente sonrió satisfecho. «Vaya a contarle eso a la señora Coolidge, por favor», le pidió.

Dos décadas después de la presidencia de Coolidge, en los años cincuenta del siglo XX, se realizó con ratas un experimento sobre la conducta sexual. Los investigadores introdujeron en una jaula grande a una rata macho y a cinco o seis ratas hembra que estaban en celo. El macho se apareó con todas, una por una, hasta que quedó saciado sexualmente y dejó de responder a los estímulos de las ratas hembra, que continuaban acercándosele para tentarle. Los investigadores metieron entonces en la jaula una rata nueva, y el macho, al verla, recobró su energía y se lanzó a copular con ella.

Este experimento ha sido realizado a lo largo de los años con todo tipo de mamíferos, siempre con resultados idénticos que prueban una tesis irrebatible: la aparición de parejas sexuales nuevas aviva la excitación y por lo tanto determina el deseo erótico. Desde las ratas hasta los seres humanos. La causa de ese comportamiento no es espiritual: tiene que ver con la secreción de dopamina en el organismo. El amor, en términos químicos, es una sobredosis de dopamina que actúa como bloqueante durante un tiempo, pero no eternamente.

El experimento tiene variación de género: las ratas hembra no son tan receptivas como los machos al cambio de parejas. Necesitan otros estímulos, atienden a la novedad sexual en una medida menor. Es decir, sus hormonas o sus transmisores límbicos son más fecundadores: el macho prefiere copular con dos ratas diferentes y la hembra prefiere casi siempre copular dos veces con el mismo macho. Ahí está la marca biológica de la especie. Ahí están todas las teorías del amor resumidas. Las teorías del amor humano, no las del amor de roedores.

Yo oí hablar por primera vez del experimento de las ratas a un profesor de psicología evolutiva de la Universidad de Chicago con el que acababa de acostarme. Estaba desnudo en la cama, había eyaculado tres veces en el plazo de una hora y trataba de explicarme científicamente por qué a pesar de que ya no tenía ganas de aparearse conmigo, si apareciera en la habitación una chica distinta a mí –aunque fuera más fea–, recobraría la libido inmediatamente y tendría de nuevo una erección. Habló de la prolactina, del hipogonadismo y de la dopamina como si estuviera impartiendo una clase magistral en el aula. Yo, que había entrado en su dormitorio entusiasmada por haber logrado seducir a uno de los profesores más deseados del campus (y de los más reacios a compartir experiencias sexuales con alumnas, que estaban vagamente prohibidas en la época), me levanté ofendida, me vestí con sus pantalones de tirantes y su camisa, me pinté en el baño con maquillajes un bigote negro y espeso, y salí de nuevo al cuarto, donde él dormitaba ya, para preguntarle si en esas trazas tan distintas la dopamina podría tener efecto. El profesor abrió los ojos, se rió compasivo y me arrancó algunas piezas de ropa antes de quedarse definitivamente dormido. «No soy maricón», dijo en la duermevela. «Ni yo soy una rata», le respondí mientras me vestía para marcharme.


En 2016 y 2017 se realizó en Estados Unidos un complejo estudio sexológico dividido en dos fases. La primera fase la dirigió Amos Lowery, un doctor de la Universidad de Harvard famoso por sus teorías sobre el capital erótico, semejantes a las que la socióloga británica Catherine Hakim ha expuesto en algunos libros. Esa primera fase del estudio consistió en una encuesta sobre conductas sexuales realizada a catorce mil personas entre dieciocho y ochenta años. Todas ellas respondieron a un cuestionario muy amplio sobre su tendencia sexual, sus costumbres y gustos eróticos, sus fantasías y todo aquello que permitiera hacer un mapa completo de la sexualidad humana en las sociedades modernas. Los participantes en el estudio residían en Estados Unidos, pero pertenecían a quince nacionalidades diferentes. Habían sido entrevistados por un equipo de trescientos psicólogos e investigadores sociales de diecinueve universidades estadounidenses.

El estudio tenía semejanza con otros estudios anteriores, como el que realizó Alfred Kinsey, el pionero, en las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado. Shere Hite, Udry, Biddle y Hamermesh, Hatfield y Sprecher, y Harper, entre otros, siguieron sus pasos con distintas variaciones y enfoques. Los finlandeses Elina Haavio-Mannila y Osmo Kontula dirigieron en el cambio de siglo un estudio que indagaba en los aspectos más conflictivos de la sexualidad moderna: la castidad, la fidelidad y la promiscuidad.

El estudio de Amos Lowery tenía un sesgo parecido al finlandés: pretendía explorar especialmente el comportamiento sexual secreto de los individuos. No las perversiones o las parafilias, sino la infidelidad. El comportamiento de los gallos y de las ratas humanas.

Los psicólogos y los investigadores sociales conocían bien la metodología propuesta y habían empleado formas de indagación indirecta para descubrir la verdad que los encuestados pudieran querer ocultar. Pero, a pesar de eso, en todas las investigaciones sobre la vida sexual hay una sospecha de mentira. El hombre o la mujer que responden a un cuestionario de este tipo no quieren quizás engañar a los técnicos, pero sí quieren engañarse a sí mismos. Muchos han olvidado en el fondo de su memoria aquellas cosas de las que se avergüenzan.

Por esa razón, el estudio de Harvard hizo algo que nunca antes se había hecho en ningún lugar para validar las conclusiones científicas. En la segunda fase, focalizada ya exclusivamente en la fidelidad sexual, se investigó encubiertamente a los participantes que habían asegurado no haber traicionado nunca a sus parejas. El propósito era determinar de una manera exacta, factual, quién había dicho la verdad y quién había mentido. Los detectives privados, los hackers y los analistas tecnológicos de Amazon o Google reemplazaron a los sexólogos y los psicólogos clínicos. A quienes habían dicho que nunca fueron infieles a su pareja, se les intervinieron los teléfonos, se les interceptaron los ordenadores personales o los robots domésticos y se les sometió a vigilancia personal directa.

El estudio de Harvard rompió por primera vez el carácter teórico e hipotético de los estudios sociológicos de sexología e introdujo las evidencias empíricas irrefutables. Las conclusiones a las que llegó, por lo tanto, no necesitaban de interpretación o de glosa: eran datos reales, con una fiabilidad superior al 94 %.

Aquella investigación, que fue denominada Proyecto Coolidge, la financió Adam Galliger, un filántropo neoyorquino que había sido mi amante ocasional durante muchos años. El estudio le sirvió para resolver una duda terrible sobre su propia vida y para crear otra que era tal vez más terrible. Yo recibí el encargo de descifrar esa segunda duda. Pero conocer toda la verdad a menudo nos hace infelices.


 

Cien noches
 

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