01/10/2024
Empieza a leer 'Ciencia ficción capitalista' de Michel Nieva
Metaverso, turismo espacial, inmortalidad, sojapunk
En octubre de 2021, tras rebautizar a su emporio tecnológico con el nombre de Meta Platforms, Mark Zuckerberg manifestó su deseo de convertir en un futuro cercano a Facebook, Instagram y WhatsApp en una plataforma de realidad virtual a la que llamó metaverso. La noticia resonó en la opinión pública por varios motivos, y quizá uno de los menos comentados fue que Zuckerberg y su equipo habían robado el concepto de Snow Crash, una novela de ciencia ficción escrita por Neal Stephenson. La historia de este libro transcurre en un hipotético siglo XXI en que Estados Unidos, tras un colapso económico mundial sin precedentes, privatiza hasta el más elemental de sus servicios y cede la soberanía de Los Ángeles a un puñado de megacorporaciones. En un marco de anarcocapitalismo total, los individuos buscan una vida mejor en el metaverso, donde adquieren bienes de lujo con los que ni siquiera podrían soñar en sus precarias existencias materiales. El conflicto se desata cuando Hiro, un hacker y repartidor de pizza, descubre por azar Snow Crash, un poderoso virus y narcótico que quiebra el funcionamiento de este universo digital. El argumento, en suma, busca agotar todos los clichés del cyberpunk: megacorporaciones que controlan ciudades precarizadas y apocalípticas, hackers insurrectos, extraños virus supercontagiosos, realidades virtuales que se apoderan de nuestra realidad, tópicos a tal punto exagerados y parodiados que hubo quien consideró Snow Crash una sátira del género, o el primer libro postcyberpunk.
Pero lo curioso de esta novela, publicada originalmente en 1992, es que especulaba con un tiempo que solamente cargaba con la marca de la distopía por extender a un futuro no tan lejano (el siglo XXI) las lógicas neoliberales de precarización laboral, deslocalización industrial y aumento desmesurado del poder de las megacorporaciones frente a un Estado débil que ya existían en los Estados Unidos en que fue concebida. Sin embargo, acaso por el peculiar contexto de su publicación (la costa oeste norteamericana, y a dos años del inicio del uso comercial de internet para computadoras personales), la lapidaria invectiva de la novela contra el más salvaje capitalismo de mercado pasó desapercibida y rápidamente quedó eclipsada por las novedades tecnológicas que aventuraba en este futuro de neoliberalismo acelerado.
En pocos años, Snow Crash adquirió en Silicon Valley el estatuto legendario de oráculo, ya que inspiró tecnologías que luego serían íconos del capitalismo digital, como las criptomonedas, Google Earth, las aplicaciones de envío a domicilio, el videojuego Quake, la plataforma Second Life, la Wikipedia, el antedicho metaverso (que en rigor ya había sido inventado por William Gibson, en Neuromante, con el sugestivo nombre de matrix), además de popularizar el término de origen sánscrito avatar. A tal nivel este libro presagió mercancías y preceptos digitales que las corporaciones de Silicon Valley lo volvieron de lectura obligatoria entre sus equipos creativos, y gurúes de ese ambiente como Bill Gates, Serguéi Brin, John Carmack o Peter Thiel reconocieron la deuda intelectual de sus creaciones con las imaginadas en Snow Crash.
A Neal Stephenson, a raíz de esta veta futurológica de su literatura, no le escasearon ofertas laborales de corporaciones de innovación tecnológica. Puso su imaginación, alimentada por la lectura de space operas y novelitas cyberpunk, al servicio de Blue Origin, la compañía espacial de Jeff Bezos, donde trabajó en el diseño de productos astronáuticos durante siete años, mientras que actualmente ocupa el puesto de «futurólogo» en Magic Leap, una empresa de gafas de realidad aumentada con fines comerciales y científicos, y que compite en el mismo rubro que Meta.
En 2021, cuando Zuckerberg anunció su metaverso, Neal Stephenson se desligó por Twitter/X de cualquier responsabilidad intelectual del proyecto. Sin embargo, según tuiteó, no se desligaba para denunciar que la crítica anticapitalista de su novela se hubiera bastardeado al servicio de una de las corporaciones más monopólicas y multimillonarias de la Tierra, sino porque no había cobrado regalías por el uso de su idea original.
En mayo de 2020, SpaceX, la compañía espacial de Elon Musk, también dueño de Twitter/X, se convirtió en la primera organización privada en enviar un vuelo tripulado al espacio, la misión Crew Dragon Demo-2. Quien haya visto las fotos de Douglas Hurley y Robert Behnken, los dos astronautas al mando de la aeronave, habrá notado la impecable estética de sus trajes y del interior del vehículo, que evocaba más el lenguaje visual de 2001: Odisea del espacio, Interstellar o Armageddon que el de los funcionales trajes abombados de pasadas misiones de la NASA. En efecto, un vestuarista y diseñador de Hollywood llamado José Fernández, en cuya trayectoria destaca el diseño de los cascos de Daft Punk, del vestuario de El planeta de los simios, de Batman o de las películas de Marvel, y que esculpió las criaturas de Gremlins 2, Godzilla y Alien 3, fue el encargado de concebir la estética de la misión y de todos los productos de SpaceX. En una entrevista, José Fernández relata que justamente fue contratado por Elon Musk para actualizar el modelo de origen militar de los trajes astronáuticos norteamericanos a una versión más estilizada. Así, inspiró su diseño en los cascos de Daft Punk que él mismo había confeccionado y en el vestuario del actor Keir Dullea en 2001: Odisea del espacio. Bajo la directiva de Musk de que el traje se asemejara a un smoking, redujo su tamaño para volverlo más entallado y pegado al cuerpo, como el atuendo de un superhéroe, que resalta sus bíceps y pectorales. Y no es casual esta cuidada estetización hiperfetichizada y cinematográfica, si se considera que uno de los negocios de SpaceX es el turismo espacial. Y para un eventual cliente, la fantasía de viajar al espacio claramente se hace más atractiva con una imaginería alimentada por la estética altisonante y wagneriana de una película de ciencia ficción. Una invitación al aburrido y adinerado turista a interpretar, por la módica suma de sesenta millones de dólares (que es el precio que cuesta el viaje orbital), la comedia de un aventurero planetario: un acaudalado superhéroe que contempla la Tierra con la suficiente distancia para no enterarse de sus injusticias y sus tristezas.
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