01/04/2025
Empieza a leer 'Con e de curcuspín' de Mario Obrero
Estimar és dibuixar mapes.
ÀNGELS GREGORI
Pequena occidental,
confías na historia das palabras
porque nunca puideches confiar na dos homes.
ALBA CID
Distantzia da nire lekua.
MIREN AGUR MEABE
Pero güei recibes una carta
con nomes d’otros sitios,
con rostros que te quieren na distancia.
BERTA PIÑÁN
Vivo en la dialéctica de lo que desconozco
como quien abre el pan sin noticia del trigo y
lo rellena con la mermelada en la que se han
diluido los libros escritos en lenguas que ignora.
GUADALUPE GRANDE
QUERIDO CASTELLANO
La Alhóndiga
Getafe, capital del sur.
El cartel que siempre has visto a la entrada del municipio. La consigna descolorida de una periferia que reclama ser capital de algo, aunque sea de la precariedad. A pocos kilómetros, Móstoles también se declara capital del sur. Ante la disputa por las glorias locales, surgen otros méritos con que saciar el orgullo. Getafe contiene, por ejemplo, el centro geográfico de la península ibérica. De poco vale el arreglo: Pinto se autoproclama ombligo peninsular. A pesar de esa postilla cartográfica, ni Pinto ni Getafe – como cualquier Mislata, Llugones, l’Hospitalet de Llobregat, Barakaldo o Bertamiráns del mundo– son centro poderoso de nada. Lejos queda el pedigrí de cuanto vive relegado a un margen.
Ahora cruzas como tantas veces camino al tren por el paseo Alonso de Mendoza. Entre plátanos de sombra y bancos, esta calle del barrio de La Alhóndiga es una arteria que desangra diariamente fuerza de trabajo. Manos y cuerpos cansados se dirigen hacia Madrid, el centro. El barrio de La Alhóndiga son también palabras y ruidos articulados al aire que se engarzan para tejer una gran conversación. Solo hace falta recorrer unos metros para escuchar búlgaro, rumano, chino o árabe. Esta última lengua da nombre a Getafe, el árabe jata – ‘algo largo’– alude al camino principal que conectaba Toledo con Madrid. La ciudad nacía ya determinada al tránsito, un no lugar por donde acarrear cuerpos y mercancías. También el árabe da nombre a La Alhóndiga, en referencia a las casas públicas de compra y venta de cereal. Almacenamiento de grano convertido en almacenamiento – tras pequeñas ventanas y toldos verdes– de la clase obrera.
Al pasar por el bar Davila imaginas a cualquier gallegohablante sonriendo; en galego, da vila es algo que pertenece al vulgo. La madeja fonética en marcha. Ni siquiera en el sur de Madrid existe el monolingüismo. Toda idea con el prefijo mono- está abocada a la limitación y la exclusión; así los monopolios, los monocultivos, el monoteísmo e incluso la monogamia. Vienes de una estirpe sin blasón donde se ha hablado castellano durante los dos últimos siglos, naciste en una tierra que reivindica el español neutro, un hablar normal, sin acento. Este relato de la neutralidad es completamente falso. Si cada persona es y vive de modo diferente, su relación con las lenguas no puede darse en un marco normativo. Nuestra vivencia significa siempre un idiolecto, la enunciación propia que empatiza y se comunica con los extrarradios que habitamos, los lenguajes da vila.
Sorprende que las lenguas del Estado despierten interés fuera de sus territorios. Se asume como una curiosidad, una particularidad o, como mucho, una proeza a la que mirar con lupa. Sin embargo, ¿cómo no va a aprender asturianu o català alguien que pasea por calles políglotas de Getafe y oye decenas de lenguas distintas a la suya? ¿Cómo no van a hermanarse las consideradas periferias lingüísticas con las barriadas que madrugan en el andén? Un Estado no es solo un invento del siglo XIX que parcela montañas y ríos en unidades administrativas. Un estado en minúscula es la forma física que algo cobra, su manera de ser percibido. De la mayúscula a lo minúsculo, el Estado español podría entrar en la categoría de estado líquido o gaseoso. Con bastante frecuencia, incurre en el estado de descomposición. Desde su origen, un Estado más bien sólido de lo español ha intentado estrujar las lenguas propias hasta convertirlas en paisaje, plato gastronómico o dato curioso. En este Estado-estado, lo pequeño acaba por aliarse con lo diminuto, se urden necesarias alianzas entre los privados de palabras, recursos, identidad y libertades.
Llegas a Getafe Central para montarte en el tren. La línea de tu ciudad es la C-4, que va desde San Sebastián de los Reyes a Parla... Parla..., parlar! La lengua, azarosamente, formula posibilidades fecundas. A tan solo veinte minutos de casa, una ciudad coincide con el verbo catalán del habla, el idioma... ¿Cómo van a estar lejos las lenguas del Estado si impregnan nuestras realidades vecinas? La poeta Maria-Mercè Marçal acertó al escribir és perquè et sé germana que puc dir-te estrangera. / [...] / és perquè et sé estrangera que puc dir-te germana. Todo aquello que parece extranjero, alejado de nuestro mundo, es en verdad hermano, a nada que sepamos apreciarlo.
Pretender la neutralidad a la hora de hablar, abolir el acento o las palabras propias sería uno de los mayores desastres de nuestro tiempo (y no son pocos). Renunciar a la lengua otra es la antesala para anular el pensamiento crítico y la acción divergente. Anular, en definitiva, a la persona otra. Frente a esta deforestación, sales a la calle, sientes las lenguas vecinas, mantienes vivo el lápiz y su baile en los bordes del diccionario. Abrirse a las lenguas implica cuestionar los grandes privilegios de la corrección y de la autoridad desde el propio lenguaje. Porque toda dominación se rumia, se ejecuta y se impone mediante palabras. Así, esa reflexión lingüística que otea el polígono industrial por la ventana del tren supone un zarandeo profundo a todo lo que nos aliena y nos duele.
Claro que la ignorancia es parte de nuestro entorno, no cabe ninguna duda. Por eso, escribía Lope de Vega que la lengua del amor, a quien no sabe / lo que es amor, ¡qué bárbara le parece! Sin ser un peligroso radical, Lope supo ver que el amor a los ignorantes les suena bárbaro y que la coexistencia con otras nunca será una lucha, sino una adición.
Todas las capitales del sur, hermanas y extranjeras, hablan un mismo y diverso idioma del amor.
Villaverde Bajo, Madrid
El 8 de abril de 1914 nació mi bisabuelo Dionisio Tejero Tejero. Nunca salió de España y vio por primera vez el mar en Mallorca como regalo de jubilación. Aun así Dionisio, el Moreno, acumuló en sus palabras toda una pulsión mediterránea: su nombre es de origen griego y en casa le llamaban Nono, como si hubiera salido de la Toscana y no de la secura manchega. Sus apellidos son de origen sefardí, cargados con el nombre del oficio. El Nono pasó su vida, como tantas y tantos, entre una juventud negada por el trabajo y la guerra, una dictadura eterna y una vejez que le pilló demasiado mayor. Desde La Guardia, un pueblo de Toledo, fue con mi bisabuela y sus hijos a Villaverde, una de las muchas barriadas madrileñas que acogieron a la migración en los años del éxodo rural. También vivió un éxodo político que, sin cruzar países, se exiliaba de un civismo soñado. El hermanastro falangista, la hija muerta, el hermanastro asesinado, el señorito, esconder el carnet del partido.
Antes de morir, el Moreno avisó a la familia de que debían buscar los nidos. Para un pobre, los nidos equivalen a esa sortija entre paños o los ahorros que ronronean en el fondo del jergón matrimonial. Dionisio pidió que picásemos las paredes. Falleció en 1991 y yo nací en 2003. Me concedo entrar en ese plural porque, cuando muere, lo que un pobre quiere es molestar lo menos posible, dejar las cosas resueltas incluso para los que todavía no han llegado. La herencia quedaba entre los tabiques del piso, quién sabe si detrás del cuadro de ciervos o bajo una baldosa de la cocina. Golpeamos los sesenta metros cuadrados para hallar un pequeño papel doblado con tino. Doblez sobre doblez, se leía:
–¿Cuál es el anís preferido de Franco?
–Las Cadenas.
La herencia de los pobres son las palabras. La única acumulación primitiva tras años de arrugas y turnos son vocales y consonantes dispuestas para el humor o la crítica. Esas palabras heredadas son el nido desde donde rechazar una dictadura o proclamar la memoria que acuna a tu estirpe sobre trillas y hollín.
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