01/03/2025
Empieza a leer 'Crónicas del gran tirano' de Nazario Luque
Parte primera (2015)
ATRAPADO EN LAS REDES DE MICH
Debía de ser a comienzos de verano cuando, un día que me encaminaba hacia la Panadería del Pi de la calle Ferran, me crucé con aquel hombre inválido sentado en una silla de ruedas al que durante años había estado fotografiando desde mi ventana. Había pasado por su lado miles de veces sin que nuestras miradas llegaran a cruzarse ni siquiera por casualidad. Resultaba curioso pensar que, al aproximarme a alguien a quien había estado observando durante tanto tiempo desde la lejanía de mi ventana, una especie de muro de cristal se interpusiera entre nosotros, haciéndonos invisibles el uno para el otro. Podía mirarlo como se mira una palmera o una farola. Pero aquel día, al parecer, el muro se resquebrajó, y quedé extrañado al comprobar que la redondeada y bonachona barba canosa con la que lo había estado viendo hasta entonces había desaparecido. El sátiro malicioso rebuscador de basura, con la barba y el sobado sombrero marrón del que emergían unas grasientas greñas grisáceas, había desaparecido y dado paso ahora, bien afeitado y con el pelo corto, a un inofensivo tipo enfermizo. Aunque, eso sí, sin perder la sonrisa y los ojillos vivaces de sátiro malicioso.
Desde hacía muchos años lo veía circular por la plaza y, prácticamente, vivir en ella. Primero moviéndose por su propio pie, hasta que de pronto, un día, el hombre y la mujer que a menudo lo acompañaba habían aparecido desplazándose en sillas de ruedas. Ahora eran tres, unidos por los tetrabriks de vino blanco que se iban pasando de mano en mano, porque ya otro del grupo hacía tiempo que utilizaba una. Pero, mientras que los otros dos, de buenas a primeras, se presentaron en sendas sillas de ruedas, este fue sufriendo una evolución, comenzando con un vendaje en un pie que lo obligó a usar un bastón, hasta, tras un tiempo con el pie vendado, acabar un día sentado en la silla con una pierna menos. Yo jamás me había atrevido a cruzar una palabra, ni una sonrisa, ni siquiera una mirada, con ninguno de ellos, temeroso de que, al encontrármelos todos los días, se pudiera crear el más mínimo vínculo por el que me viera obligado a hacerlo cada vez que pasara junto a ellos. Hasta ahora, el interés que había despertado en mí la presencia de estos «vecinos», en grupo o aislados, a pesar de conocer sus más íntimos movimientos, observados y fotografiados desde las alturas, no difería en absoluto de la atracción que sentía por las actuaciones de los grupos de jóvenes marroquís saltimbanquis, de los músicos búlgaros o rumanos o de otros alcohólicos que pasaban temporadas en la plaza durmiendo, pidiendo cigarrillos o bañándose en la fuente. Toda mi curiosidad al examinar sus menores desplazamientos y aventuras desaparecía al encontrármelos cara a cara. Pero, inexplicablemente, aquel día me atreví a dirigirles la palabra, y le pregunté al tipo del sombrero por algo tan banal como por qué después de tantos años llevando esa redondeada barba canosa de pronto se la había afeitado.
¿Qué podía importarme a mí aquel hecho? ¡Podría haberle preguntado, por ejemplo, qué había pasado con su pierna, o de dónde era, o qué había sido de aquella guitarra que tenía! Pero no: preguntarle por su país de origen supondría una intromisión en su vida privada, y hacer mención de la guitarra que tocaba hacía años equivaldría a confesarle que lo conocía desde hacía mucho tiempo. Se me ocurrió que, preguntándole por su antigua barba, daba por sentado un conocimiento previo pero cercano en el tiempo, ya que solo hacía uno o dos días que se había afeitado. Yo no me até a él con una pregunta, simplemente le hice un comentario, sonriendo, casi de pasada, sin acercarme, implicándome solamente con una rápida mirada superficial. Pero fui consciente de las consecuencias de la ruptura de esa barrera que había existido entre ellos y yo, y que había caído hecha añicos a partir de esa tonta observación.
La mirada del hombre del sombrero fue directa y cautivadora, lo que hizo que viera claramente la imposibilidad de dar marcha atrás, y me sentí, ya desde ese momento, irremisiblemente atrapado. Era obvio que aquel hombre tenía ganas de hablar y, hábilmente, me echó un lazo que apretó con fuerza al mostrarme el esparadrapo que llevaba en el brazo, de un blanco aún inmaculado, a la vez que me confesaba que había estado más de una semana en el hospital entre la vida y la muerte. Por supuesto, exageraba para darle dramatismo a la historia y mover a conmiseración a aquel nuevo e inesperado oyente. Conforme me hablaba de lo mal que lo había pasado con la operación, me fui dando cuenta de que, con la confesión de esas intimidades, la araña que sin duda era me estaba envolviendo delicadamente en sus hilos de seda y colocándome en un lugar de su tela en donde debía de guardar piezas de reserva que podían serle útiles en los momentos adecuados. Aunque esto debí de pensarlo más adelante, y no en aquel momento de confusión y embaucamiento. Tanto él como su amigo, algo más joven, de pelo largo y rizado atado en una coleta, al que siempre había visto en su compañía formando una rara y curiosa simbiosis, estaban como apiñados en el rincón del bar Sidecar, mientras que la mujer que los acompañaba siempre se mantenía aparte, entre la arcada que comunicaba con la calle del Vidrio y la que salía a la calle de las Heures.
Sabiéndome presa idónea para aquella araña asentada en la plaza y dispuesta a atrapar en sus redes a cualquiera que se le pusiera a tiro, yo, desde ese momento, me presté a ser una de las víctimas que buscaba. Solo tenía que, por ejemplo, entrometerme algo en la intimidad del grupo mostrando curiosidad por cualquier detalle que, de inmediato, me abduciría en un remolino de confidencias. Esta clase de araña, aparte de buscar algún tipo de beneficio material, dada su precaria situación, debía de desear captar espectadores pacientes ante los que poder representar las obras que todas las arañas charlatanas suelen guardar en la mochila esperando al público adecuado. Un público silencioso, dispuesto a asentir y aplaudir sin intención de interferir en sus actuaciones y, sobre todo, sin pretender hacerles la competencia intentando largarles a su vez sus propias historias. «Masoquista» sería el calificativo adecuado para definir a ese público dispuesto a «tragárselo todo», y, en ese sentido, yo reunía todas las condiciones para ser el oyente perfecto. Las arañas hambrientas de público de eso saben mucho, y desde el momento en que comenté que creía saber que la mujer había sido la primera en instalarse en la plaza, supe que, definitivamente, me tenía en el bote.
La mujer, tocada con una pamela, aferrada a una lata de Voll-Damm que tenía en el regazo, sonrió al darse cuenta de que estábamos hablando de ella. El hombre del sombrero, casi enfadado, sintiéndose rebajado de categoría, afirmó que era él el más antiguo de la plaza y que ella, Helga, había llegado mucho después.
¡Claro que, antes de que me despidiera, el ahora rasurado, con cara de granuja y sonrisa seductora, me pidió unas monedas! Y claro que, con la moneda de dos euros que le di, aquellas relaciones quedaban pactadas y selladas para siempre, inquebrantables, y ambos, cada uno a nuestra manera, nos dimos cuenta de ello.
LAS SARDINAS DE TROYA Y LA SOLEDAD
Al día siguiente, al pasar junto a ellos, ocurrió lo que llevaba años intentando evitar: los saludé y, lo que era lo mismo, me detuve un momento a escucharlos. Ya era imposible pasar de largo. Claro que el dicharachero viejo de la cara ahora rasurada, al que llamaban Mich, se mostró entusiasmado al saber que el señor mayor del pelo blanco y el bigote iba al mercado (porque yo, que no tenía nada que contarles, les dije que iba al mercado a comprar comida) y que, además, según le había comentado en un desliz de excesiva confianza, posiblemente compraría sardinas. La evocación de las sardinas llevó al tal Mich a disertar sobre ellas, comenzando por confesarme que era marroquí (algo que yo ya había sospechado), y luego que había nacido en un pueblo de pescadores, que el pescado era su comida preferida y que hacía ya tantos años que no lo comía que hasta había olvidado su sabor. Inmediatamente, el señor mayor del pelo blanco debió de prometerle que compraría más cantidad y le bajaría algunas recién fritas. Los otros que lo rodeaban debieron de hacer comentarios entre ellos, sin que me detuviera a escucharlos, mientras me despedía y prosiguía mi marcha hacia la Boquería atravesando Ferran hacia la calle Quintana para esquivar las Ramblas y a los turistas.
A la vuelta intenté pasar de largo sin saludarlos, pensando que ya hablaría con ellos cuando bajara con las sardinas fritas, pero el arácnido Mich me llamó a gritos pidiéndome que, por favor, le mostrara las sardinas que había comprado. Arrobado, las contempló (eran grandes, frescas y relucientes), sin decidirse a pedir permiso para tocarlas. No obstante, no pudo resistirse a acariciarlas con gran deleite con las puntas de los dedos, lo que provocó las protestas y reconvenciones de los demás.
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