02/12/2021
Empieza a leer 'Cuarteto' de Soledad Puértolas


1. HORROR VACUI
   (HORROR AL VACÍO)

En un año lejano y perdido en la historia y en un reino todavía más remoto y perdido, ocurrió un hecho que conmocionó de forma extraordinaria a sus pobladores y que extendió su fama y su influencia hasta unos límites hasta el momento desconocidos. El caso se comentó más allá de sus fronteras y, en cierto sentido, las empujó hacia atrás, casi las derribó.

La idea de horror vacui estaba en el aire. Todo el mundo sabía, más o menos, qué era. Más o menos. Es decir, se sabía muy poco, apenas nada. Una enfermedad, desde luego, pero una enfermedad enigmática, ya que no podía contraerla cualquiera y, por lo que se decía, tampoco era contagiosa. No era como la peste, de la que, por desgracia, se había tenido cierta experiencia. La peste había invadido el reino en diferentes oleadas como el más destructor de los ejércitos enemigos. Había supuesto, en un principio, reclusión y confinamiento y, finalmente, entierros masivos, grandes hogueras purificadoras y denodados esfuerzos de supervivencia. Cada vez que la epidemia había hecho su aparición, se había tenido que poner en marcha el difícil proceso del combate e, inmediatamente, ya vencida la enfermedad, volver a plantar los cimientos de una nueva pero precaria y frágil sociedad, más endurecida que la anterior y más desconfiada, llena de vicios egoístas, que luego llevaba largo tiempo extirpar.

¡Qué difícil es que los seres humanos abandonen sus malas costumbres tras un periodo de disipación!, ¡qué costoso resulta, a su vez, reinstaurar la normalidad perdida por terribles causas imprevistas y volver a plantar en los corazones humanos sentimientos de compasión y generosidad!

Por fortuna, el horror vacui no era una plaga. Tenía otra particularidad, la enfermedad escogía a sus víctimas entre gente que, en general, disfrutaba de ciertos privilegios. Era raro que a un simple campesino le acometiera el horror vacui. En cambio, había casos, aunque pocos, en que un soldado había sucumbido al extraño mal. Se conocía a uno o dos clérigos que habían sido atacados por la enfermedad, se rumoreaba que, en un famoso convento de monjas, había habido un brote –por fortuna, había podido podarse a tiempo– en la misma cúpula del poder. Pero era en las casas de los nobles donde la enfermedad transitaba con mayor comodidad, lo cual desconcertaba a los galenos, aunque, a la vez, les servía para incrementar los honorarios que pedían por la prestación de sus servicios. El horror vacui, por lo que se decía –todo eran rumores–, producía en sus víctimas un irreprimible anhelo de actividad y urgencia, un desasosiego que les impedía detener el flujo de sus impulsos, movimientos y actividades. Los enfermos, en cuerpo y en alma, se sentían condenados a mantener una incesante actividad. En cambio, los sentimientos, que crecen en la parte más profunda y, en cierto sentido, más estática de los seres humanos, no sucumbían al contagio de ese afán frenético. No luchaban contra él, se retraían. Se reducían al máximo. Quién sabe si no llegaban a desaparecer.

Los enfermos de horror vacui, aunque no paraban de moverse y siempre tenían algo en las manos, por lo que no prestaban demasiada atención a cuanto les decían los demás, tenían un aspecto bastante normal, pero en las escasas ocasiones en que se detenían, en que se quedaban fugaz pero completamente inmóviles, producían la terrible sensación de no tener nada dentro. Eran seres vacíos. Sí, ahí se captaba la esencia del terrible mal. Ese era, sin duda, el horror vacui.

Alrededor de la misteriosa enfermedad habían proliferado todo tipo de sacerdotes, curanderos y charlatanes, que decían conocer el remedio y que competían entre ellos para ganarse la confianza de los más distinguidos y adinerados enfermos. La credulidad que frente a esa clase de penalidades muestran los hombres y las mujeres de la nobleza es equiparable a la que surge entre las gentes más pobres e incultas. En los dolores y estragos que causa la enfermedad, todos somos iguales. Ricos y pobres, nobles y villanos, todos empeñan sus bienes –pocos o muchos– cuando les anima la esperanza de sanar.

Empezó siendo un vago rumor, pero, poco a poco, fueron extendiéndose noticias, que provenían de fuentes muy distintas, sobre su veracidad. La princesa heredera del trono había caído enferma. Se trataba de aquella dolencia maldita, el terrible y, por lo que parecía, incurable horror vacui. Las enfermedades resultan especialmente crueles cuando atacan a un cuerpo muy joven, en la flor de la edad. Más aún, cuando ese cuerpo reúne todos los requisitos de perfección y de armonía. ¡Qué triste espectáculo ofrece la destrucción de la belleza! Los hombres y las mujeres del reino estaban consternados. ¿Quién podía soportar la idea de que tras la hermosa apariencia de la joven no hubiera nada, tal como a veces se atisbaba en sus ojos carentes de expresión, perdidos dentro de sí mismos, espantosamente vacíos? ¡Pobre princesa!, ¡pobre Rey, también, que había enviudado en el mismo instante en que su única hija viera la luz que ilumina la tierra que habitamos! Los pobladores del reino estaban desolados.

Al fin, la noticia se hizo oficial. En la plaza mayor de los pueblos se leyó un Comunicado Real. La princesa estaba gravemente enferma. Se habían probado ya numerosos remedios, pero ninguno había dado resultado. El Rey, antes de perder toda esperanza, se dirigía a su pueblo para pedirle ayuda, la que le pudieran prestar. Cualquier sugerencia, viniera de donde viniere, sería considerada y convenientemente agradecida, y no digamos si finalmente procuraba un buen resultado, ¡qué gran recompensa recibiría el benefactor!

Los ávidos de dinero o de poder fueron los primeros en movilizarse. No importa cuánto tuvieran. Querían más. Altos dignatarios de todas las religiones del reino, prestigiosos expertos en enfermedades raras, reputados profetas, aclamados líderes de diferentes y contrarias sectas y, en fin, pícaros de todas clases presentaron al consejo de médicos encargado del asunto gran cantidad de supuestos remedios. Algunos de ellos fueron rechazados por considerarse peligrosos, ya que exigían una colaboración activa, y ciertamente arriesgada, de la bella princesa. Otros fueron desechados en función de su misma simplicidad, que resultaba casi ofensiva. Otros fueron rechazados por el mismo Rey, que, si bien había pedido ayuda al pueblo en su totalidad, sin hacer distinciones entre quienes presentaban credenciales y quienes no tenían otro aval que el que se daban a sí mismos, en cuanto vio la cara de los médicos, sacerdotes o profetas –o lo que fueran– que proponían los remedios, ya no quiso saber nada más. Eran rostros adustos, torcidos, malintencionados. Finalmente, un buen número de los remedios propuestos fueron sometidos a pruebas que demostraron su completa inutilidad.

Después de los pícaros, vinieron los tontos. Literalmente: aquellos que nunca habían dado señales de tener un solo pensamiento coherente en la cabeza. No vinieron solos, sino que los traían sus familiares o conocidos. Con los tontos, el consejo de médicos anduvo entretenido durante varias jornadas, pero al final no se quedó con ninguno. Resultaban demasiado impredecibles. Las cosas, si se les seguía la corriente, podían acabar mal. El Rey no llegó a recibirles, y elogió la prudencia de los consejeros. Luego, fue el mismo Rey quien propuso que se indagara en unos tontos que no fueran tan tontos. Gente dócil y trabajadora, esa clase de personas que nunca preguntan nada ni se quejan de nada. Quizá estos tuvieran la clave de la satisfacción.

Tampoco por ahí pudo obtenerse ningún remedio. Lo más que podía sacarse de esas personas era un leve encogimiento de hombros, un amago de sonrisa, un mínimo reflejo de luz en sus pupilas. Todo era opaco en ellos. Les hablaban de la enfermedad de la princesa y era como si les dijeran que ya era la hora de comer o de dormir o de irse a paseo. No se conmovían por nada. Y cuando sus hombros se encogían ligeramente o cuando parecía que la comisura de sus labios se curvaba un poco hacia arriba o cuando un punto de luz se atisbaba en sus ojos, al final se comprendía que esos gestos mínimos tenían unas causas concretas, una molestia en la manga de la chaqueta, una miga de pan en el bigote, el reflejo cegador de un cristal que proyecta los rayos del sol.

El Rey, tras haber escuchado los consejos y propuestas de sabios, pícaros y hechiceros de todas clases, de mentes maliciosas y benévolas, de aprendices de mago y de aspirantes a genio, de gente común y corriente y de tontos de solemnidad, decidió afrontar el problema en soledad. En el largo desvelo de la noche, desde el intenso y constante dolor que le causaba la extraña enfermedad de su hija, asomado al jardín que la luna iluminaba débilmente, se encontró hablando con su difunta esposa, a quien apenas había conocido, y que llevaba más de quince años muerta. Era casi una niña cuando se habían celebrado los esponsales y no la había vuelto a ver hasta que apareció en palacio, una mañana de junio de algunos años después, preparada ya, según dictaban las normas, para la vida conyugal. ¡Qué breve había sido esa vida! Ahora el Rey se lamentaba de haber apurado la dicha tan deprisa. Se había bebido la vida de un solo sorbo. Se asombraba de no haber recibido ningún consejo o quizá era que no lo había escuchado. Era demasiado fogoso y la visión de la bella jovencita le había nublado el juicio.

Los médicos se lo dijeron después. Habría sido más prudente esperar un poco. La jovencita, según dijeron, acababa de superar una larga enfermedad y aún no había recuperado el vigor que se necesita para llevar una vida plena ni, mucho menos, para alimentar en su seno una nueva vida. Esa nueva vida se llevó por delante lo que quedaba de la suya. La perfección y belleza de la pequeña Georgina iluminó los últimos momentos de la vida de su madre. La llenó de felicidad. La joven reina ni siquiera se dio cuenta de que se estaba muriendo.

Al Rey no se lo dijeron enseguida. Lo sacaron en volandas de la habitación con la excusa de que la Reina necesitaba descansar. Ya tendría más adelante tiempo de sobra para ver a la pequeña princesa. La Reina murió de forma instantánea, como fulminada por un rayo, mientras aún tenía entre sus brazos el delicado y hermoso fruto de su vientre y el Rey cruzaba el umbral del cuarto rumbo a sus aposentos.

Le comunicaron la noticia al anochecer, una vez que los pájaros han puesto fin al estruendo con que se despiden de la luz y empiezan a oírse, aquí y allá, los ruidos solitarios  de la noche, ladridos de perro, maullidos de gatas en celo, tan parecidos al llanto de los niños, débiles y lejanos aullidos de lobos, en ese breve lapso de tiempo en que resulta más fácil resignarse a la pérdida, que pronto quedará cubierta  por la sombra alargada de la noche, cuando la curiosidad por conocer los detalles del día ha ido empalideciendo y todo parece encajar en la idea de desaparición y de oscuridad.

El Rey estaba preparado para la noticia, eso dijeron todos. En su fuero interno, lo debía de saber, porque, nada más escucharla, se sumió en un profundo silencio, más propio de un filósofo que de un ser humano cualquiera, por muy rey que fuera. Enseguida adquirió reputación de profeta. Sus súbditos sentían hacia él un respeto casi sagrado y quienes tenían la suerte de conocerlo más de cerca competían en desgranar los más laudatorios adjetivos para describir sus virtudes.



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