18/02/2021
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La invasión (1967)

A nosotros nos ha tocado la misión de asistir al crepúsculo de la piedad.
ROBERTO ARLT

I

EL JOYERO

1

Su hija Mimi se había trepado a la ventana que daba a la calle y el Chino le sonrió para que no se asustara. La nena se tenía del postigo y miraba el vacío.

– Mimi –le habló despacio el Chino–. Vení con papá.
– Papi se fue –dijo la nena, y se dejó caer.

Entonces lo despertó la claridad de la mañana. Había soñado que Mimi se hundía en un pozo blanco y ahora vio el mismo brillo sucio reflejado en el aire del cuarto. Vivía solo y estaba obsesionado con su hija. Tenía prohibido verla. Su exmujer, Blanca, se había apoyado en los antecedentes penales del Chino y lo había acusado de irresponsabilidad moral.

A los veinte años, en la milicia, mientras estaba de guardia, durante unas maniobras con armas de guerra el Chino había sufrido un accidente (una mujer había sufrido un accidente por culpa del Chino); le formaron una corte marcial y pasó cinco años encerrado en una prisión militar cerca de Batán. Era un pobre conscripto, pero lo trataron como a un asesino y lo convirtieron en un paria.

El juez miró su expediente y resolvió el juicio en diez minutos. Tenía derecho a llamar por teléfono a la casa de su exmujer cada dos días y hablar con Mimi durante quince minutos. Su exmujer lo trataba como si estuviera desequilibrado. (Y estaba desequilibrado.) Blanca pensaba que el Chino quería secuestrar a su hija.

El sueño lo perturbó, y al levantarse de la cama quiso saber de su hija. Tengo que llamarla, pensó. Era supersticioso y veía señales en todos lados. Sabía que el azar puede cambiar la vida en un instante. Ese sueño quería decir que su hija estaba en peligro.

El Chino se acercó medio dormido al botiquín y buscó una anfetamina. Abrió el frasco, hizo correr la píldora hacia la palma de la mano y la tomó en seco. En dos minutos, cuando la droga empezara a actuar, sería otro, más lúcido, más rápido. Se le borrarían los malos augurios, los pensamientos mismos se borrarían. Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento. Andar sin pensamiento. Imposible. La frase de ese tango le sonó como una ilusión inútil.

Fue hasta la ventana y la abrió. Su pieza daba a la curva del pasaje de la Piedad y desde ahí veía el costado de la iglesia sobre la calle Bartolomé Mitre. Pasaba días y días sin salir, como un convaleciente, recuperando la confianza. Tenía treinta años y era flaco y duro, con aire de boxeador. Difícil esconder esa cara; la piel oscura, el pelo lacio y negro. A los dos años le habían empezado a decir el Chino; cuando se reía los ojitos se le volvían dos ranuras invisibles.

Vivía y trabajaba en un cuarto dividido con una cortina, donde estaba la cama, una cocina y el banco de trabajo. Todo estaba en su lugar, y era muy cuidadoso en mantener la pieza limpia y arreglada. Cuanto más chico es el lugar donde uno vive, más tiempo lleva mantenerlo ordenado.

Se sentó frente al tablero apoyado contra la pared, en un costado de la pieza, y la pastilla lo ayudó a concentrarse. Trabajaba en un anillo de doble engarce, con una montura en ocho, una pieza rarísima que se había dejado de fabricar hacía años. Se lo habían encargado en el taller de Sosa por recomendación de Pura, que desde la cárcel seguía manejando el negocio de las piezas únicas de la calle Libertad. Hacían anillos antiguos que se vendían en Norteamérica y en Venezuela. Era imposible tallar esos modelos con las máquinas actuales, era preciso usar tornos y esmeriles primitivos porque la piel de la pieza era tan fina que se rompía con solo mirarla.

El Chino había laminado el metal hasta convertirlo en una hoja transparente, luego tejió un tul para sostener el engarce y empezó a facetar el diamante. Trabajaba la piedra sobre una tulipa de acero con un esmeril de dos milímetros. Se ajustó el cono de porcelana de la lupa en el ojo izquierdo y prendió la luz fija. Un rayo blanco iluminaba un punto preciso de la piedra sin provocar reflejos. Parecía un minero trabajando en la galería subterránea de un universo en miniatura. Tallar es algo que se hace casi sin ver, guiándose por el instinto, buscando la rosa microscópica en el borde de la piedra, el pulso liviano y suave. De vez en cuando levantaba la cara y miraba el diagrama del anillo dibujado con compás sobre un papel canson. Después bajaba la vista y volvía a tallar el diamante dejando que el filo helado de la sierra recorriera los bordes invisibles. Con la alcucita pico de loro humedecía el surco con una llovizna de aceite de oliva mezclado con polvo de diamante.

El trabajo lo absorbía pero una parte de sus pensamientos andaban por otro lado. Esa era su maldición. No podía dejar de pensar. Por eso le gustaba ir a pescar. Pescar y pensar eran lo mismo para él. Se quedaba horas en la escollera, de cara al mar, sintiendo el sedal tenso en la yema de los dedos, inmóvil, afirmado en el piso, con la caña apoyada en la axila, mientras la cabeza era un torbellino de imágenes y de voces. «Pongo la televisión en el canal chino», decía el Chino cuando estaba de buen humor. Eran siluetas sueltas, palabras que volvían como si fueran recuerdos. Ahora pensaba que estaba pensando mientras pescaba y se veía de perfil al final de la escollera larga, en las rías de la laguna de Mar Chiquita, con el reel quieto y la boya roja flotando en el agua. Veía lo que veía adentro de su cabeza, mientras pescaba, una tarde de verano, ¿de qué año?, en su tele personal, el canal chino, las imágenes brutales, las voces que se reían de él, pero a la vez estaba concentrado en el brillo azul del esmeril que entraba como un fuego en la luz transparente del diamante.

Veía el taller que había abierto en los altos de su casa en Mar del Plata al salir de la cárcel y a Blanca que entraba para cebarle mate, con un batón floreado y descalza, embarazada de Mimi. Sería el verano del 62. Ella ya estaba enojada con él y la nena todavía no había nacido. El Chino trabajaba todo el tiempo y se pasaba el fin de semana pescando en el refugio de la laguna de Mar Chiquita y Blanca se empezó a quejar de que estaba siempre sola. La llevó dos veces con él a pescar pero fue un desastre porque Blanca se aburría o se ponía a escuchar la radio y mataba el silencio que era lo que el Chino iba a buscar a la orilla de la laguna. Incluso un día vinieron unos pescadores a quejarse porque Blanca estaba escuchando tangos y tuvieron una discusión. Blanca se fue a la ruta en medio de la noche y el Chino tuvo que juntar las cosas, apagar el farol y seguirla. Se quedaron en el refugio de la ruta como dos horas hasta que pasó el primer Marplatense de la mañana y pudieron volver. Fue la última vez que intentó compartir con ella la paz de salir a pescar y quedarse tranquilo pensando cerca del agua.

El resto del tiempo lo pasaba solo trabajando en el taller que había instalado en una pieza en la parte de arriba de la casa. Era un cuarto de material de dos por dos que estaba sobre la terraza y el Chino se sentía feliz trabajando ahí solo toda la noche. Al principio le daban a fundir las joyas que los desesperados salen a vender en los negocios de la Rambla para seguir jugando en el casino, pero de a poco lo fueron conociendo y empezó a tener trabajo fino. Hizo varias piezas que se vendieron en la joyería del Hotel Hermitage y una vez hizo un anillo con una aguamarina que se había exhibido en la casa Tiffany de Nueva York.

 

En la cárcel el Chino había conocido al flaco Pura y ahí aprendió el oficio de joyero. Pura llevaba siete años preso porque había matado a un capitán, una noche, en el casino de oficiales de un destacamento de montaña, en Cobunco, dos días antes de salir de baja, a fines de marzo del 56. Nunca nadie supo por qué lo había matado y Pura jamás se lo explicó. Fue una suerte, en medio de la desgracia, que al Chino le tocara compartir la celda con el flaco Pura, que era uno de los mejores joyeros de la Argentina y que a los dieciocho años había sido primer oficial en el taller de Ricciardi. En seis meses el Chino aprendió todo lo que había que aprender en el oficio y al año trabajaban los dos a la par. Tenían el banco de trabajo en un galpón al fondo del pabellón especial y nadie los molestaba. Hacían cintillos para las amantes de los coroneles y solitarios para las hijas que festejaban el cumpleaños de quince. Según Pura, ellos dos sostenían la economía de todos los oficiales de artillería de la provincia de Buenos Aires. (Manejaban miles de pesos en oro y brillantes; no hay lugar más seguro que una cárcel militar.) Trabajaban de noche cuando los otros presos dormían. Al Chino le gustaba el aislamiento, el silencio, la llama blanca de la soldadora de acetileno como un punto de luz sobre la piedra pulida. A las seis de la mañana tomaban el mate cocido y se iban a dormir cuando los otros se levantaban. Ahora, al recordar aquellos años de encierro y soledad, trabajando en medio del silencio junto al cuerpo enjuto de Pura, el Chino se sentía perdido y pensaba que solo entonces había podido vivir en paz.

Otra cosa que le trajo problemas con Blanca fue que el Chino iba a visitar al flaco Pura al penal de Dolores todos los domingos. Iba solo, y le llevaba dos pollos al espiedo y dos tarros de duraznos en almíbar y dos cartones de cigarrillos importados. Salía a la mañana temprano y volvía tarde en la noche. Tanto lo peleó Blanca que empezó a saltearse un domingo por medio y al final iba una vez por mes. Al fin Pura le dijo que no volviera, que se quedara tranquilo, que tratara de salvar su matrimonio. Le dijo: Tenés que tratar de salvarte, y el Chino pensó que le estaba hablando en broma o que lo había entendido mal. Pura para ese entonces estaba muy enfermo, ya no se podía levantar de la cama y lo dejaron entrar a verlo a la enfermería de la cárcel como excepción, porque el Chino había sido «un interno», como le dijo el guardia que lo dejó pasar. Fue la última vez que lo vio. Esa era una imagen que le volvía cuando estaba solo. Pura, desnudo en el catre del hospital, flaco como un faquir, fumando, la yerba que tiraba cuando limpiaba el mate amontonada sobre un diario abajo de la cama. Eran las dos de la tarde de un día de verano y el Chino venía encandilado por el sol de la calle y le costó acostumbrarse a la penumbra de la pieza alumbrada con una bombita de cuarenta watts que colgaba del techo. Dejó el paquete sobre una silla y se sentó en el borde de la cama.

Y ahí fue donde Pura le regaló las joyas de la Virgen y le dijo que tenía que largar todo e irse a Buenos Aires. Como si Pura fuera su padre, que siempre le estaba dando consejos que él no entendía, como si Pura le leyera el pensamiento o pudiera ver las imágenes que se le cruzaban por la cabeza cuando estaba asustado. Blanca ya lo engañaba o el Chino pensaba que Blanca ya lo engañaba y estaban a punto de separarse.

Pura tenía una bolsita de cuero con la limadura de platino y de oro que había juntado en todos esos años, escondida en una figura hueca de la Virgen de Luján. La había puesto en una repisa de madera, con una rama de aromo. La Virgen pesaba más de dos kilos pero jamás se la revisaron en las requisas. Pura le había enseñado a recoger la ganga de platino y de oro que quedaba al final del trabajo del día. Eran invisibles, aire blanco, minúsculas partículas doradas que se barrían con una escobita y se recogían en el hueco de una cuchara de té. Todos los días, durante años, con la ilusión de poder pagarse una fuga, el flaco Pura había guardado el oro y el platino en la figura de yeso de la Virgen de Luján. Pero al final le regaló la Virgencita, como le decía, cuando el Chino lo fue a visitar ese domingo a la enfermería.

El Chino no supo qué decirle y metió la Virgen en una bolsa de cartón. No se despidieron pero estaba claro para los dos que ya no se iban a ver más. Pura pensaba que el Chino se había quedado en Mar del Plata para poder visitarlo en la cárcel.

– Yo estoy hecho, Chino –le dijo Pura–. Tratá de irte a Buenos Aires y ponerte por tu cuenta.

Con lo que sacó vendiendo las limaduras, pudo dejar todo e irse de Mar del Plata cuando se separó de Blanca. En Buenos Aires el oficio era muy diferente, se valoraba el trabajo personal y el Chino enseguida empezó a hacer piezas finas. Un anillo bien hecho podía llevarle meses. En el fondo nunca estaban terminados. Se podía seguir laminando la piedra y puliendo el engarce hasta que el metal y el diamante parecieran formar un solo cuerpo invisible. Desde mayo estaba trabajando en un solitario de platino que le ocupaba todo el tiempo. Era una pieza única, un diamante sudafricano de cuatro puntas montado en un engarce móvil. Cada una de las laderas de la piedra debía ser labrada de acuerdo con una forma específica y por lo tanto tenía que seguir en cada punto microscópico del material un tiempo y un orden determinados para poder llegar sin riesgo a las grietas y a los cierres. Aunque parezca increíble, algunas facetas de la piedra hay que trabajarlas en sentido inverso y con la mano izquierda como si se las tallara en un espejo, y las otras, en cambio, de afuera hacia dentro tratando de que el esmeril siga la veta del diamante. Hacía falta tanta concentración y un pulso tan firme, que el Chino solo podía trabajar en ritmos de dos o tres minutos y luego tenía que detenerse y respirar con calma para recuperar el pulso. A pesar de que trabajaba con la mente en blanco, todo el cuerpo suspendido en el punto frágil donde la piedra podía quebrarse y estallar, el Chino no había podido pasar nunca una hora de su vida sin pensar en Blanca. No se la podía sacar de la cabeza. Pensaba en ella todo el tiempo mientras sus ojos tallaban el cristal y también mientras dormía. En ella o en Mimi, como si fueran dos partes de una sola persona. Su hija era su mujer antes de que el Chino la conociera. Pensaba que si Mimi se quedaba con Blanca terminaría por convertirse en Blanca, pero sin rencor, sin que él hiciera lo que había hecho para decepcionarla y perderla. (Esos eran los pensamientos confusos que le aparecían como si una voz le estuviera dictando.) El mensaje del sueño era a la vez desesperado y nítido y parecía querer decirle que su mujer estaba en peligro. No es Mimi, pensó, ella está en peligro.

Se levantó y fue hasta el teléfono. Tenía el número de su casa anotado con lápiz en la pared: 34933. Marcó el cero y esperó, cuando apareció la voz de la telefonista de larga distancia, le dio el número de memoria. Después de un momento lo oyó sonar, del otro lado del mundo, y vio el cuarto blanco lleno de luz, con las cortinas transparentes y la mesa de vidrio donde sonaba el teléfono, y se imaginó a Blanca que avanzaba por el pasillo hacia él.

– Hola, Blanca –dijo.
– Sí, quién es... Hola.

Se quedó mudo un momento, sorprendido. Colgó sin contestar. Lo había atendido un hombre. Increíble. Blanca podía tener un tipo o varios. Pero no podía concebir que lo hiciera vivir en la casa. Llamó otra vez. Lo atendió el tipo. Así que lo insultó con voz fingida y colgó. Volvió a llamar y entonces atendió Blanca. Estaba enfurecida.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás loco? –le dijo antes de que él pudiera hablar.
– Nada, quiero ver a la nena. Quiero que pase una semana conmigo.

Hubo una pausa.

– ¿De dónde me hablás?

Por primera vez notó que su mujer estaba asustada. Piensa que estoy en Mar del Plata, pensó. Que me le voy a aparecer de golpe y la voy a matar. Ahora él hizo una pausa.

–¿Quién es el tipo que me atendió?

Ella se rió, divertida, nerviosa. Él pensó por un momento que habían recuperado la complicidad que los había unido durante años.

– Hablá con tu abogado –dijo ella. Y le colgó.

La vio regresar desnuda a la cama y apoyar la rodilla en el colchón mientras el tipo la miraba, tirado boca arriba, fumando. (El tipo tirado boca arriba en la cama no tenía cara.) El recuerdo de una tarde que habían pasado en un hotel cerca del Faro y la imagen de Blanca desnuda, que se acercaba sonriendo, insistía como una alucinación.

Volvió al banco y trabajó media hora hasta dejar el engarce del anillo casi listo. Se sentía tranquilo y relajado y a la vez volvía a oír la voz del tipo en el teléfono, una voz irónica, satisfecha, que lo alteraba. Le costaba cada vez más someter a su mente. Cada vez necesitaba medidas más radicales antes de poder moverse y animarse a salir. Limpió con mucho cuidado los restos del metal sobre el banco y luego envolvió el anillo en papel de seda y lo escondió en un bolsillo secreto de la campera. Metió un poco de ropa en un bolso y buscó una llave escondida en una bolsita de lona en el fondo de un cajón. En el techo del ropero, tenía un revólver envuelto en un trapo. Iba a llevarlo, podía hacerle falta. Eran las dos de la tarde. Si todo iba bien podría ver a su hija a la mañana siguiente al salir de la escuela.

 

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