16/09/2022
Empieza a leer 'Darios' de Rafael Chirbes
2005
5 de marzo de 2005
¿En qué se me ha ido febrero? Unos cuantos ratos ante el ordenador con la mente en blanco, todo lo más anotando unas pocas frases que pienso que pueden servir a la novela que debería llegar. Ni siquiera me he asomado a este cuaderno. Bueno, al menos he conseguido entregarles a los de Sobremesa un artículo largo sobre los aceites de Castellón que, por cierto, son magníficos. ¡Ah!, y las columnitas que, desde hace tres o cuatro meses, les escribo a los de la revista Descobrir. Algo es algo.
8 de marzo 2005. Madrid
Tras muchas vacilaciones acerca de si, cuando en abril vaya a Nueva York, tengo que leer un texto que escribí hace ya algún tiempo o si tengo que limitarme a leer un capítulo de la última novela, me doy cuenta de que, una vez más, lo que tengo que hacer es preguntarme a mí mismo en voz alta qué voy a hacer allí, qué demonios es esto de ser europeo (el Pen Club de Nueva York, que es el que nos invita, quiere que hablemos de eso, de la europeidad), qué es ser escritor, o individuo en la nueva Europa. Seguramente, sin citas interpuestas o con las citas que me lleguen a las manos. Propósito de hoy: ponerme a escribir ese texto ya, en cuanto llegue a casa.
13 de marzo
En la primera salida de don Quijote, Cervantes no tiene piedad alguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien solo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas solas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre el gañán golpeado y el labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que don Quijote ha conseguido con su acción: «él [el muchacho] se partió llorando y su amo se quedó riendo» (pág. 66 de la edición del Instituto Cervantes, de Francisco Rico, 1998). Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso, un payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza de escritor frustrado contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.
10 de abril
Murió el pasado fin de semana mi amiga Isabel Romero. Había hablado tres días antes con ella. Me comentó que había estado en Nápoles con su novio, Miguel; que había sido uno de los viajes más felices de su vida, a pesar de que le habían robado el bolso; me contó incluso lo mucho que le había gustado el artículo que habla de la ciudad en El viajero sedentario. Lo llevó con ella y lo utilizó como guía. De repente, recibo una llamada de Ana Puértolas en la que me dice que ha muerto: un derrame cerebral. Se despidió de sus vecinos, C. P. e I., porque subía al piso de arriba, a su casa, a preparar la comida, y cinco minutos más tarde, su novio se la encontró muerta. No sé dónde poner la noticia. Sensación de caída libre. Dolor intenso. Pero eso qué importa. Importa que ella se ha muerto. Yo me quejo de que soy incapaz de escribir una línea, incluso de que me cuesta cumplir con los compromisos contraídos; que no consigo preparar un par de páginas que tengo que leer en la presentación de un libro de Max Aub que ha prologado Caudet, ni escribir los dos folios que piden los del PEN de Nueva York. Vale: pero Isabel está muerta, una mujer fuerte, llena de vida, y ya no está. Eso sí que importa, eso sí que es un asunto serio.
16 de abril de 2005. En el avión
(Transcripción del cuaderno chino.)
Los cuatro mandamientos de Juan Valera para uso de un escritor: austeridad, cultura, trabajo y tolerancia (de un texto de Rafael Conte).
Una cosa puede ser todo a la vez y su contraria. Ya Cervantes había inventado el baciyelmo (Andrés Amorós en un artículo sobre Juan Valera).
Braudel escribe su Mediterráneo en cautividad y Auerbach su Mimesis, en el exilio, en Estambul, mientras espera el visado para USA. Uno no puede dejar de asombrarse, de admirar aún más el esfuerzo de esas personas.
Aparecen en la editorial Debate las memorias de Edward Said. Se titulan Fuera de lugar y no sé si tendrán la frescura ni desde luego el humor de las de Terry Eagleton. Entre las tesis de Said: que los textos no constituyen solo series discursivas (en polémica abierta con Michel Foucault y Jacques Derrida) y que la tradición occidental no es más que una parte visible de un contrapunto de presencia y de sintomáticas exclusiones: «El orientalismo es una praxis de la misma especie que la dominación de género masculina o patriarcado en las sociedades metropolitanas.» Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales, Debate, 2005.
19 de abril de 2005
En el Metropolitan Museum de Nueva York.
En ningún otro museo tengo la impresión tan lacerante de encontrarme en un bric-à-brac. Piezas de Francia (esas vírgenes góticas borgoñonas), de Alemania, de España... Vírgenes segovianas, ¿qué hacéis en el nuevo mundo sajón? Ya llevaron muchas los talleres barrocos a la América Latina, lo sé, lo sé; una imponente reja procedente de la catedral de Valladolid: a pocos pasos del lugar desde el que contemplo la reja, un grupo de españoles habla de expolio y de la prepotencia norteamericana. Pero cuanto hay en esa sala es solo el modestísimo aperitivo del banquete que viene luego: cuadros de pintores florentinos, holandeses, flamencos (Botticelli, Vermeer, Holbein, Rembrandt, Rubens), estatuas de cualquier lugar del subcontinente hindú; de China, de Corea, de Japón; figuritas e ídolos negros de los dogón africanos; estatuas aztecas, olmecas, mayas, incaicas. Pinturas impresionistas hechas en cualquier rincón de Europa: Vlaminck, Degas, Bonnard. El narrador que Carpentier ha elegido para su novela El recurso del método, su aportación a la narrativa de dictadores, al referirse a las más viejas familias neoyorquinas, dice que «ciertos apellidos de añeja ascendencia holandesa o británica cobraban, al sonar en las inmediaciones de Central Park, un no sé qué de producto importado – a la vez postizo y exótico...» (pág. 39).
Me molesta el mensaje de rapiña que las colecciones transmiten: como si no tuvieran el mismo origen el museo de Berlín, con su altar de Pérgamo y la Puerta de Istar; o el British y el Louvre, ejercicios de violencia en Egipto, en Grecia, en Mesopotamia. El tremendo expolio zarista del Hermitage. Probablemente los viejos libros de arte me han acostumbrado a ver esas colecciones con naturalidad, digamos que las cosas se han asentado: el depredador ha tenido tiempo de borrar sus huellas y, por eso, el subconsciente piensa que son fruto de la historia. Aquí, en Nueva York, se me vuelve demasiado evidente que el museo es puro fruto del dinero: alguien ha comprado cuadros y estatuas porque podía, lo mismo que compró casas, muebles (también los hay en el museo), joyas (no faltan) o un bolso, unos zapatos y unas cortinas para su señora. Lo explícito del mercadeo le otorga al conjunto un toque de frivolidad que nuestras frágiles almas toleran a duras penas, la desnudez del dinero sin excusas de ideologías que no sean la pura exhibición de riqueza y poder.
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