30/10/2024
Empieza a leer 'Despachos de guerra' de Michael Herr

 

Para mi madre y mi padre

 

Inspiración

 

Tenía yo un mapa de Vietnam en la pared de mi apartamento de Saigón y algunas noches, cuando volvía tarde a la ciudad, me tumbaba en la cama y lo miraba, demasiado cansado ya para hacer algo más que sacarme las botas. Aquel mapa era una maravilla, sobre todo porque ya no era real. Era muy viejo. Lo había dejado allí años antes otro inquilino, francés probablemente, pues el mapa estaba hecho en París. El papel se había combado en el marco tras años en el calor húmedo de Saigón, y había una especie de velo sobre los países que mostraba. Vietnam estaba dividido en sus antiguos territorios de Tonkín, Annam y Cochinchina y, al oeste, después de Laos y Camboya, se asentaba Siam, un reino. Esto es viejo, les decía a los visitantes, un mapa muy viejo, sí señor.

Si los países muertos pudiesen volver y acosarnos como hacen los muertos humanos, sin duda habrían sido capaces de poner en mi mapa actual y quemar los que se llevaban utilizando desde 1964; pero, desde luego, nada parecido a esto llegó a suceder. Era a finales del 67 y hasta los mapas más detallados decían ya muy poco; leerlos era como querer leer en la cara de los vietnamitas, y eso era como pretender leer en el viento. Sabíamos que los objetos de la mayor parte de la información eran fragmentos de terreno flexibles y diversos que contaban diferentes historias a las diferentes personas. Sabíamos también que, desde hacía años, allí no había ningún país, solo la guerra.

La Misión no hacía más que hablarnos de unidades vietcongs atacadas y barridas, que reaparecían al cabo de un mes con toda su fuerza, y no había nada fantasmal en ello, pero cuando avanzábamos sobre su territorio, solíamos tomarlo definitivamente, y aunque no lo conservásemos, siempre podías ver que por lo menos habíamos estado allí. Al final de la primera semana «de campo» conocí a un oficial de información del cuartel general de la 25.a División en Cu Chi, que me enseñó en su mapa, y luego desde su helicóptero, lo que habían hecho con los bosques Ho Bo, los desaparecidos bosques Ho Bo, arrasados con bulldozers gigantes y productos químicos y fuego prolongado y constante, destrozando indiscriminadamente cientos de acres de tierra cultivada y de selva virgen «privando así al enemigo de valiosos recursos y de protección».

Había sido parte de su trabajo desde hacía casi un año explicar después a la gente aquella operación; corresponsales, congresistas de gira, estrellas de cine, presidentes de grandes compañías, oficiales de Estado Mayor de la mitad de los ejércitos del mundo, y aún no había sido capaz de superarlo. Parecía mantenerle joven, y su entusiasmo le hacía pensar que hasta las cartas que escribía a casa a su mujer estaban llenas de aquello, te enseñaba lo que podías hacer si tenías los conocimientos y el material necesarios. Y si en los meses que siguieron a aquella operación habían aumentado «significativamente» las actividades del enemigo en el área más amplia de la Zona de Guerra C, y las bajas norteamericanas se habían duplicado y duplicado después de nuevo, eso no pasaba ya en los bosques de Ho Bo, podías estar bien seguro...

 

1

Cuando salías de noche, los médicos te daban pastillas, aliento de dexedrina como serpientes muertas guardadas demasiado tiempo en un tarro. Yo, personalmente, nunca tuve necesidad de ella, un pequeño contacto con el enemigo o cualquier cosa incluso que oliese a contacto me daba más velocidad de la que podía aguantar. Siempre que oía algo fuera de nuestro pequeño círculo prácticamente me desmoronaba, rezando por que no fuese el único que me había dado cuenta. Un par de ráfagas en la oscuridad a un kilómetro y allí aparecía el Elefante que me ponía la rodilla en el pecho y me hundía por un instante en las botas. En una ocasión, creí ver una luz que se movía en la selva y me sorprendí cuando ya susurraba «no estoy preparado para esto, no estoy preparado para esto». Fue entonces cuando decidí dejarlo y hacer otra cosa con mis noches. Y no iba a ser salir como los emboscadores nocturnos, o los lurps, patrulleros de reconocimiento de larga distancia, que lo hacían noche tras noche, durante semanas y meses, trepando a campamentos base del vietcong o rondando columnas móviles de norvietnamitas. A mí no me llegaba la camisa al cuerpo tal como estaba, lo único que tenía que hacer era aceptarlo. Lo cierto es que yo guardaba siempre las pastillas para después, para Saigón y las espantosas depresiones que allí me entraban.

Conocí a un lurp de la 4.ª División que tomaba las pastillas a puñados, calmantes del bolsillo izquierdo del uniforme y estimulantes del derecho, unos para mantener la marcha y otros para cortarla. Me contó que con ellas le iba perfectamente, que podía ver en aquella buena selva de noche como si mirase con un telescopio de luz estelar. «Con ellas seguro que no pierdes blanco», decía.

Era su tercer periodo en Vietnam. En 1965 había sido el único superviviente de un pelotón barrido a la entrada del valle Ia Drang. En 1966, había vuelto con las Fuerzas Especiales y una mañana, después de una emboscada, estuvo escondido bajo los cadáveres de sus compañeros mientras los vietcongs los repasaban, cuchillo en mano, para asegurarse. Quitaron a los cadáveres los uniformes y el resto del equipo, hasta las gorras, y por fin se fueron, riendo. Después de esto, no le quedaba ya en la guerra más que los lurps.

«La verdad es que ya no consigo acostumbrarme al Mundo», decía. Me contó que cuando volvió la última vez a casa de sus padres, se pasaba el día sentado en su habitación, y a veces sacaba un rifle de caza por la ventana y apuntaba con él a la gente y a los coches que pasaban por delante, hasta que la única sensación consciente se centraba en la punta de aquel único dedo.

«Los de casa se ponían muy nerviosos», dijo. Pero también allí en la guerra ponía nerviosa a la gente. También allí.

–No, de ese tío paso, está demasiado loco para mí –dijo uno de los hombres de su grupo–. Basta mirarle a los ojos, lo lleva todo escrito en ellos.

–Sí, pero es mejor mirar deprisa –añadió otro–. Quiero decir que más vale que no te cace haciéndolo.

Pero él estaba siempre alerta, no debía cerrar los ojos ni para dormir, y a mí, la verdad, también me asustaba. Solo pude echarle un vistazo de pasada y fue como ver el fondo del mar. Llevaba un pendiente de oro y una cinta india cortada de una tela de paracaídas de camuflaje, y como nadie se animaba a decirle que se cortara el pelo, lo llevaba por los hombros, tapando una ancha cicatriz rojiza. No iba a ninguna parte, ni siquiera cuando estaba en la división, sin por lo menos un 45 y un cuchillo, y a mí me consideraba un tipo raro por no llevar armas.

–¿Pero es que no has visto nunca a un corresponsal? –le pregunté.

–Son todos unos mierdas –dijo–. Y no es nada personal.

Pero la historia que me contó, con el mismo tono retumbante y monocorde que las demás historias de guerra que oí, tardé un año en entenderla.

–La patrulla subió al monte. Volvió un hombre. Murió antes de poder contarnos lo sucedido.

Yo esperé el resto, pero al parecer no era de esa clase de historias. Cuando le pregunté qué había pasado, se limitó a mirarme como si le pareciese lamentable y no estuviese dispuesto, al parecer, a perder el tiempo contándole cosas a un memo como yo.

Se había pintado toda la cara con camuflaje nocturno, como una alucinación espantosa, no como las caras pintadas que yo había visto en San Francisco hacía solo unas semanas, al otro extremo del mismo teatro. En las horas siguientes, en la selva, se mantendría tan anónimo y quieto como un árbol caído, y que Dios protegiese a sus adversarios, a menos que fuesen un mínimo de medio escuadrón, pues era un buen matador, uno de los mejores que teníamos. El resto de su grupo estaba reunido fuera de la tienda, un poco aparte de las otras unidades de la división, con su propia letrina de diseño lurp y sus propias y selectas raciones seco-congeladas, comida de guerra de tres estrellas, el mismo material que vendían en Abercrombie & Fitch. Los soldados regulares de la división casi se desviaban del camino avergonzados cuando pasaban por allí al ir y venir del rancho. Por mucho que les hubiese endurecido la guerra, aún tenían un aire inocente comparados con los lurps. Una vez agrupados todos, bajaron en fila la colina hasta la LZ y cruzaron la pista hasta el límite del perímetro y se perdieron entre los árboles.

Nunca volví a hablar con él, pero le vi. Cuando regresaron a la mañana siguiente, traían consigo un prisionero, los ojos vendados y los brazos atados a la espalda con los codos muy juntos. Evidentemente, quedaría prohibida la entrada al sector lurp durante el interrogatorio; de todos modos, yo estaba ya en la pista esperando que llegara un helicóptero y me sacara de allí.

 

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Traducción de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez

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Despachos de guerra

 

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