01/03/2025
Empieza a leer 'Despojos racistas' de Josefa Sánchez Contreras
Introducción
El colonialismo ha sido fundamental para generar la huella antropogénica en la Tierra. Constituye un antecedente de la emergencia climática que vivimos en el siglo XXI, puesto que el colonialismo inaugurado en el siglo XV, en su estrecha relación con el capitalismo, alteró la temperatura del planeta. No obstante, esta huella colonial antropogénica ha sido velada con discursos racistas, ya que, como teorizaron Cedric Robinson y toda una generación de marxistas negros, es el racismo lo que ha estructurado el mundo capitalista.
Por ello, en este libro planteo el despojo racista como un rasgo intrínseco al colonialismo histórico que ha posibilitado la acumulación originaria del capital. El despojo racista es inherente a la destrucción de la Tierra en tanto finca su origen en el colonialismo, el capitalismo y también el patriarcado; precisamente se origina en esa intersección de dominación que hace tiempo han teorizado las feministas de color: desde Angela Davis hasta Djamila Ribeiro.
Me sumo a la premisa de que el racismo tiene sus antecedentes en la conquista y la colonización de América, cuya vigencia hasta nuestros días resulta insoslayable, tal como veremos a lo largo del libro. Desde entonces hasta nuestro siglo XXI hemos llegado a altos niveles y a una acelerada destrucción de nuestra Tierra; según indican las pruebas científicas hemos rebasado siete de los nueve límites biofísicos del planeta, y entre todas las consecuencias destaca un drástico calentamiento global que ha superado el incremento de 1,5 ºC respecto a los niveles preindustriales, cuyas consecuencias están siendo desastrosas, tal como advirtió el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) en el informe especial del año 2018.
A ello se le suma la crisis energética de las sociedades industriales, cuya dependencia de los combustibles fósiles se pone en jaque debido a que este recurso se está agotando, su extracción es cada vez más costosa y es de los principales responsables de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Después de los álgidos debates sobre esta cuestión; después del protocolo de Kioto firmado en 1997, el acuerdo de París redactado en 2015, y tras una serie de cumbres sobre el cambio climático celebradas desde el año 1995 hasta nuestros días, y, sobre todo, después de asistir a una serie de movilizaciones encabezadas por los pueblos indígenas y de presenciar rebeliones climáticas en el Norte global protagonizadas por una generación de jóvenes, los estados y las corporaciones han tenido que asumir que estamos atravesando una profunda crisis y en consecuencia se han puesto a promover políticas de transiciones verdes –aunque erigidas sobre más despojos– a los territorios históricamente colonizados.
Por ello sostengo sin titubeos que la extracción de minerales en América y África, requerida para la electrificación del Norte global y para la transición energética corporativa, es un rasgo del despojo racista, puesto que el impacto negativo en los territorios principalmente indígenas se justifica desde el imperativo de salvar a la humanidad de la catástrofe climática.
El mandato de mitigar el calentamiento global a toda costa está soslayando la violencia ejercida contra los pueblos indígenas, y el discurso racista se activa una vez más para criminalizar a quienes defienden sus territorios. Así, también esta narrativa racista se reproduce con fuerza dentro de la Unión Europea y de Estados Unidos, donde los discursos de odio contra las poblaciones migrantes tienen la función, entre muchas otras, de naturalizar la división racial del trabajo y de justificar leyes que vuelven más onerosas las fronteras.
Despojo racista nombra un fenómeno de dominación que se agudiza en nuestro tiempo. El término tiene el objetivo de desmantelar las falacias de las transiciones verdes sobre las cuales se erigen y justifican los extractivismos mineros que se incrementan en América Latina y en otras regiones del Sur global.
Despojo racista también señala que, en la medida que se agudiza la emergencia climática, las relaciones coloniales también se intensifican, y con ello los discursos racistas vuelven a la escena mediática con mucha más fuerza para seguir justificando la existencia de cuerpos que importan y cuerpos que no importan, todo ello para asegurar el predominio de la jerarquía racializada.
Es así como en Europa los discursos de la ultraderecha que azuzan al odio contra las personas migrantes tienen el objetivo de naturalizar los despojos históricamente ejecutados en África y América. El racismo trata de esconder que son poblaciones expulsadas de sus países por diversos problemas asociados a siglos de colonialismo, como la violencia, el extractivismo, la precariedad, la falta de acceso a la educación y las desigualdades económicas, entre muchos otros.
En otras palabras, el racismo tiene y ha tenido la función de legitimar los despojos ejecutados en los territorios del Sur global para lograr los procesos de industrialización de los países del Norte global. Actualmente, este fenómeno se renueva, pero esta vez, a diferencia de los siglos pasados, se esconde en el imperativo de mitigar la emergencia climática y superar la crisis energética.
Sin embargo, el planeta es finito, tal como muestran las evidencias científicas del Panel Intergubernamental de Cambio Climático y como vienen advirtiendo desde hace mucho tiempo las luchas de los pueblos indígenas, que desde la potencia de su lenguaje denuncian la destrucción de la madre Tierra por las fuerzas destructoras del sistema capitalista intrínsecamente colonial. En los últimos años también hemos asistido a manifestaciones ecologistas e indígenas que exigen el abandono del régimen fósil para mitigar la profunda crisis ambiental que caracteriza a nuestro siglo. Como ejemplo tenemos el caso paradigmático del Yasuní en Ecuador, donde los pueblos indígenas, junto con la ciudadanía ecuatoriana, decidieron – en una consulta popular celebrada en 2023– mantener el petróleo bajo tierra para preservar los campos Ishpingo, Tambococha y Tiputini (ITT).
Desde la década de 1970, la crisis del petróleo y el gas ha comenzado a alarmar sobre la debacle de esta fuente energética; a ello se le suma el impacto que tiene la quema de los combustibles fósiles en las emisiones de CO2, que en gran medida contribuyen al calentamiento global. Estos elementos han sido sustanciales para plantear la necesaria transición energética a fuentes renovables. De ahí que los objetivos climáticos globales se hayan comenzado a plantear el escenario de cero emisiones (NZE, por sus siglas en inglés) para 2050. Pero hay una gran limitante: la misma Agencia Internacional de la Energía ha advertido que si la demanda de los combustibles fósiles se mantiene en un nivel alto, como ha sido el caso del carbón en los últimos años, y como es el caso en las proyecciones del petróleo y el gas, se estaría muy lejos de alcanzar los objetivos climáticos globales (IEA, 2024a).
Insistir en el carácter colonial de la destrucción de la Tierra es señalar que la huella antropogénica corresponde a la de un tipo de humanidad que ha quedado tipificada como blanca en la punta más alta de la jerarquía racial, muy asociada a la estratificación de clase. Lo podemos constatar en el hecho de que la responsabilidad en esta crisis es desigual. Los pueblos indígenas del Sur global no generamos el mismo impacto en el clima que una pequeña élite del Norte global. En 2019 el 1 % más rico – 77 millones de personas– fue responsable del 16 % del total de emisiones de gases de efecto invernadero, lo mismo que las emisiones del 66 % más pobre de la humanidad – 5.000 millones de personas– (Informe Oxfam Intermón, 2023).
En un contraste radical observamos que el 80 % de la riqueza biodiversa se encuentra en los territorios indígenas, cuando precisamente somos estas poblaciones las tipificadas como las más empobrecidas según los índices de desarrollo, lo que muestra que no solo somos los que menos emisiones de CO2 generamos, sino que somos quienes durante largo tiempo hemos generado un ecosistema que hace posible la existencia de vida humana y más que humana en la Tierra.
Quisiera pensar que los territorios indígenas son los otros mundos posibles del futuro, pero caigo en el distópico presente en el que los territorios indígenas son los epicentros de las guerras que se libran en el mundo. Cuando las pruebas científicas han demostrado la finitud del planeta ante la insaciable demanda capitalista, los pueblos vuelven a encabezar otro ciclo de defensas territoriales y de luchas anticoloniales, cuyo movimiento telúrico resquebraja los planes de quienes insisten en la devastación de nuestro hábitat.
En tiempos de independencias y de transiciones verdes, el colonialismo y el racismo quedan fuera de los lenguajes enunciados en las agendas políticas y mediáticas; por el contrario, una apabullante promoción tecnooptimista promueve el consumo insaciable y vertiginoso; cuando lo cierto es que aun con las dos olas de descolonización, las suscitadas a lo largo de los siglos XIX y XX, el colonialismo no solo sigue más vigente que nunca, sino también más arraigado a la implacable destrucción de la Tierra.
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