26/07/2023
Empieza a leer 'Diarios. A ratos perdidos 5 y 6' de Rafael Chirbes

Cuaderno de piel que se ata con un hilo que envuelve dos botones

(8 de enero-3 de febrero de 2007)

 

2007

8 de enero

Jornada larga. Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura. ¿Cómo puede uno querer ser escritor, si no tiene nada que decir? Basta con ver la prosa, la mediocridad de la escritura, la falta de densidad, la ausencia o planura de ideas. Lo dicho: la lectura de hoy me ofrece un balance demoledor. Mientras tanto, la vida resbala fuera de estas cuatro paredes: días espléndidos, soleados, que ponen la naturaleza en primer plano y cuyos rayos no consigo que se lleven o que traspasen esta especie de sombría jaula en la que me agito, no sé muy bien con qué fin, desde qué impulso, porque lo que hay es, sobre todo, vacío, y un silencio de dentro que es solo una forma de llamar a la incapacidad para mirar fuera, para cargarse con la energía de lo de fuera. Tampoco la economía tiene visos de arreglarse por el momento, ni hay perspectivas de trabajo a la vista (nada de fuera nutre). Todo tiene en esta encerrona un aire de inconsciencia suicida. Qué lejos la actitud del viejo Jünger, cuyos libros estoy leyendo estos días, su interés por capturar hasta la mínima vibración del universo, el menor repliegue de la naturaleza. Ahí sí que hay densidad de pensamiento, y aunque sea complaciente y esté tocado por eso que podríamos llamar «diabolismo», hay precisión en el lenguaje, lo que yo no tengo. Leerlo es un detector que saca a la luz mis carencias. Por lo demás, no tengo relación con nadie. Han pasado cuatro meses desde mi última relación sexual; ni siquiera una sesión de sauna. Primero llega la pereza y luego esa pereza se convierte en inseguridad, y también en escepticismo: pensar que no vale la pena buscar, porque no vas a encontrar nada; a eso se le añaden los primeros efectos de la debacle económica –nuevas formas de inseguridad–, que se presentan como un creciente miedo a gastar. Lo que me faltaba: volverme a la vejez tacaño, después de haber sido más bien manirroto, o al menos desinteresado en los asuntos económicos.

9 de enero

Los albañiles echan cemento en el aparcamiento que están haciendo sobre la nueva fosa. Bajo tres o cuatro veces al día a fumarme un cigarro con ellos y, en esos momentos, parece que me entrego a la vida, o que la vida se me entrega, me deja entrar, me permite que forme parte de ella: la conversación, las bromas, las palabras que intercambian, pidiéndose material, tal o cual instrumento; los perros corretean en torno a ellos, ladran, parecen darse cuenta de que hay síntomas de vida en ese ajetreo; y está la luz del sol que lo envuelve todo, y está el verde de las plantas. El resto de la jornada –que ya digo que empieza a las seis de la mañana– lo paso leyendo y toqueteando la novela. He decidido que tengo que darle un final, acabarla, aunque sea de un modo provisional, y, luego, ya veremos lo que hago con ella, si me la guardo, o si sigo con el empeño. A estas horas de la madrugada (son las dos), me parece que está a punto para, dedicándole algunos ratos más, darla por liquidada. Claro que la opinión de ahora no sé si vale mucho, porque, antes de llegar a este estado de optimismo, he bajado al pueblo, me he tomado tres gintonics, y tres o cuatro absentas, mientras discutía con Z., que echa pestes de Pombo, de quien no ha leído una sola novela, solo porque leyó una entrevista que le hicieron no sé dónde, y se ha enterado de que es de buena familia, maricón, y, por si fuera poco, miembro de la Real Academia Española. Intento explicarle que todo eso no quiere decir nada. ¿Cómo que no quiere decir nada?, se enfada. Lo que vale es que es un gran novelista, insisto. ¿Y tú defiendes a ese señorito maricón? Tendrá técnica, insiste. Y yo pierdo estúpidamente el tiempo explicándole que no es eso, que se trata de su textura moral, de lo que destilan sus libros, y que la prosa y la ética (al margen del esfuerzo laboral, que también cuenta, y no poco) son inseparables. Pero, como puede suponerse, no hay nada que hacer. Ser altivo, sectario e ignorante, todo junto, es algo terrible. No necesitas leer a un escritor. Consideras que sus libros son algo así como un asunto privado, intrascendente: como si no fuera justo al revés, que el único asunto público con el que lidia un escritor es su escritura, que justo todo lo demás, su sexo, su familia y hasta sus opiniones sobre esto o aquello, forma parte de lo privado que no debe interesarnos, o debe interesarnos solo muy relativamente. Pero su visión del mundo, esa textura moral de la que hablas está en la entrevista que le hacen, insiste Z., y, ya nada más que por puro afán de discutir, yo le digo que no, que su ética está en las quinientas páginas de su estupenda Contra natura: eso es lo que Pombo ha escrito, lo que, empastada desde la primera a la última, sin dejar una sola página, forma su moral, marca su espacio, el lugar que ocupa en el mundo. Durante quince años me tocaba discutir con amigos progresistas o que se consideraban revolucionarios que pensaban que Antonio Gala era un gran escritor progresista porque escribía columnas periodísticas contra los militares, contra la OTAN y contra la guerra. Leían devotos La pasión turca. ¡Lo consideraban un escritor progresista, cuando todo en él forma parte de lo rancio, lo ñoño, lo reaccionario! No había manera de convencerlos de que escribir contra la OTAN no libraba a su escritura de ser profundamente cursi; o, lo que es aún peor, estúpida y por eso mismo profundamente reaccionaria, halagadora de lo peor, falsa belleza para complacencia de marujas y marujones en celo. La bestia negra de estos amigos (algunos de ellos, profesores de literatura) era Vargas Llosa. Se negaban a ver que podía ser un liberal, un reaccionario, y, a la vez, un notable novelista (La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral). Tampoco debería extrañarme de esas cosas. Discutir sus libros desde esa base. Pero la novela pinta poco en la sociedad contemporánea: vale lo que crece en torno a ella, los retratos de los autores, las declaraciones, las entrevistas, los manifiestos a los que se adhieren. Nadie parece tener tiempo para leerse las quinientas páginas que hace falta leer antes de empezar a hablar de un escritor, pero todo el mundo tiene tiempo para quedarse media hora viéndolo en la tele, o para echar una ojeada a la página que, en el periódico, habla de él. Tendrían que prohibirnos a los escritores decir nada que no fuera por escrito, y negarnos a los novelistas el derecho a verter una sola opinión, o un comentario, sobre la novela que hemos escrito. Si quieres saber de qué trata, léetela.

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Diarios. A ratos perdidos 5 y 6

 

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