28/09/2021
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A ratos perdidos 1

(1984-1992)

UNA HABITACIÓN EN PARÍS

 

Restos del cuaderno grande

(abril de 1984-21 de marzo de 1985)

 

1984

Abril de 1984

Sensación de provisionalidad. Me siento en el borde de la silla en vez de tomar asiento de verdad, posando cómodamente las nalgas: una nerviosa forma de ser. Incapaz de tumbarme en un sofá, dejar la cabeza en blanco mientras me mantengo en una posición cómoda, relajada. Llego tarde y cansado del trabajo. No consigo ganar espacios para mí. A pesar de que hace casi dos años que vivo en esta casa, aún no me he acostumbrado a considerarla mía, sigue sin ser mi casa, mi sitio. Ni siquiera estoy a gusto cuando me encierro en la habitación que arreglé, ajustándola a mis necesidades y mi gusto, silenciosa, soleada, animada por el verdor de las plantas. Todo me parece provisional, desordenado, revuelto. Nada encaja en su lugar, las cosas invaden espacios que no les pertenecen. La mesa de trabajo está ocupada por montones de papeles revueltos y de libros pendientes de lectura. Las semanas se escapan volando, no me da tiempo a poner un poco de orden en este caos, a reflexionar, a concentrarme, a ocupar la geografía doméstica, ni, por supuesto, la otra geografía, la mía propia, la geografía íntima, sea lo que coño sea eso: me siento incapaz de colonizarme a mí mismo, un ser plural, a la deriva, cada una de cuyas partes parece escapar de estampida en dirección distinta a las otras. Así, ¿cómo escribir, si todo está en suspenso, a la espera de alguna forma de normalidad?


En el amor, hay que ver qué prisa se da uno por cargarse de recuerdos comunes: libros, discos, lugares, mots de famille: como si no fuera precisamente toda esa ganga la que te hace pagar un elevado precio a la hora de la ruptura. Una vez que la historia de amor se acaba, esos objetos, sonidos, lugares o caras que viste u oíste con la otra persona, lo que oliste y palpaste, te persiguen por todas partes, te asedian y te impiden levantar cabeza. Te acercas a la librería, vas a extraer un libro del estante, y ahí está el que a la otra persona le gustaba. Abres la puerta de la nevera y las fresas o el filete de ternera, lo que sea que ves allí dentro te pone en contacto con ella, con un gesto suyo, con una frase que dijo: te la traen, la ponen delante de ti, se interfiere entre tú y el resto del mundo. Y no hay que olvidarse del doloroso peso de los olores –el recuerdo de los olores– en cualquier separación, y en la construcción de otra historia sentimental. El cuerpo que ahora abrazas no huele como el de la otra persona, nadie huele igual que nadie. Y esa visión que te excitaba tanto y cuyo disfrute parecía el inicio de tu curación, de repente se te vuelve desagradable, repulsiva, casi siniestra, porque al abrazarla te ha llegado el olor, que en nada se parece al que esperabas, el de ese otro cuerpo que acaba de abandonarte y buscas.
Si la reflexión parece una actividad de obligado cumplimiento en cualquier asunto de la vida, en el fracaso amoroso resulta inútil y hasta peligrosa: no pensar es una forma de curarse. Conseguir una hora sin que te asalte la imagen del otro, sin darle vueltas a cuanto viviste con él, supone todo un éxito.


 

Otro día de abril

Son las dos de la madrugada. Es hora de acostarse, porque mañana tengo que madrugar. Sin embargo, me encuentro bien. Lúcido y tranquilo, recién terminados los ejercicios de inglés que me he impuesto –lectura de Conrad con diccionario–, y tras haberle escrito una carta a un amigo. Si no fuera porque mañana tengo que cumplir en el trabajo, me quedaría un par de horas más. Parece como si el cuerpo se empeñara en llevarme la contraria. Es rebelde. Odia los horarios y siempre se encuentra bien cuando debería sentirse fatigado, y, al revés, en las horas de trabajo tengo sueño, inquietud, dolor de estómago, pereza, o simple desazón. Me boicoteo a mí mismo. Como si no pudiera vivir sin mis raciones diarias de inseguridad, miedo y sufrimiento. Siempre estoy curándome de algo que me ha herido.

 

 

2 de mayo, 1984

Silencio en casa. De noche, muy tarde. Estoy en el centro de Madrid y no se oye nada: solo un zumbido en los oídos cuando levanto la pluma y dejo de escribir: como en el fondo de un pozo. Leo Penúltimos castigos, la autobiografía de Barral. Me encuentro relajado, tranquilo, como hacía un año que no lo estaba, a pesar de que, desde hace días, se mete por medio un dolor físico que me distrae del otro, del de la separación.

 

 

7 de mayo

Otra vez el insomnio. Pero hoy se impone el dolor físico. Pendo de un hilo. Cualquiera, con un movimiento de tijeras, puede cortarlo. Miro lo que escribí hace unos días –eso de que estoy tranquilo y relajado– y me río de mí mismo. Me decido a ir al médico.

 

 

8 de mayo

Días incómodos y noches desesperantes. Una fístula, que al final –según el médico– resulta que es una fisura, me hace sufrir lo indecible. Llevo cinco noches seguidas sin pegar ojo. Anteayer, por fin, me decidí a visitar al médico. Tras una revisión concienzuda, diagnosticó la fisura y me dijo que no queda más remedio que operar. Me recetó, además, una pomada y ampollas de un calmante para que me alivie los dolores hasta el momento de la operación. Me dijo también que la pomada que yo había estado poniéndome no sirve para nada. Y me dio un volante para el especialista (proctólogo, creo que lo llamó). Esa noche, a pesar de las pomadas y los calmantes, se convierte en la peor. Solo en casa, no paro ni un instante, me quejo, me arrodillo, me cojo la cabeza con las manos y la aprieto fuerte para ver si un dolor distrae al otro. Todo resulta inútil. Es esa sensación que he leído en algún libro: un animal furioso que te araña por dentro. Me viene a la memoria el libro de Hernán Valdés sobre el golpe de Estado de Pinochet en Chile, Tejas Verdes: creo que fue en ese libro donde leí que una de las torturas que los militares aplicaban a sus víctimas consistía en ponerles en la vagina o en el ano un recipiente en cuyo interior habían encerrado una rata, para que el roedor se abriera paso y avanzara dentro de ellos. Si no fue en ese libro, fue en alguno de los que leí por entonces que hablaban de los diversos métodos de tortura de los golpistas. El buen Dios, mi golpista privado.

Fuera hace frío y llueve. Dentro de casa también me produce todo escalofríos. Me levanto, el suelo está helado, me siento en el bidet para lavarme, y está helado, el agua fría me picotea en las nalgas, en los muslos, tiemblo y no sé cómo ponerme. Cualquier posición que tome resulta incómoda, cuando no abiertamente dolorosa. Los dolores van desde la punta de la polla hasta el ano, y desde ahí me suben por dentro hasta la zona del hígado y también por el interior de los muslos, desde donde ascienden hasta el vientre. Curiosamente, por las mañanas, a pesar del insomnio y los dolores, me siento despejado, con una gran vitalidad que contrasta extrañamente con lo exhausto que me deja de madrugada el dolor: acudo a la oficina con normalidad, cumplo los horarios, hago mi trabajo, e incluso asisto a algunas comidas para cubrir los compromisos de la revista Sobremesa. No es que lo pase en grande, pero consigo disimular el dolor y que nadie se dé cuenta.

Hoy acudo a la clínica que los del seguro de enfermedad me han indicado que me corresponde: se trata de un pequeño pabellón de aspecto burgués, situado en un barrio elegante de la ciudad, el ambiente muy californiano. Espero en una salita con sofás como de familia de clase media, las paredes decoradas con cuadritos triviales: flores, paisajes; y una gran ventana acristalada que se abre a un precioso jardín, hoy restallante por los brillos que ha dejado en las plantas la reciente lluvia, rosas de varios colores, un falso cerezo cubierto de llamativas flores: todo expresa una agradable intrascendencia seguramente calculada por los propietarios de la clínica para alejar las aprensiones de los clientes. Se trata de llevar la enfermedad y sus posibles consecuencias al saloncito de casa. Esa intrascendencia tiene algo de siniestro, al menos a mí me lo parece. Cada cosa debe expresar lo que es, y el decorado de esta clínica resulta más falso que Judas, aquí no se viene a tomar el té ni a hacer calceta: se viene a que te ausculten, a que te pinchen, a que te sajen. Cinco minutos más tarde, en el cuarto de la consulta, estoy a cuatro patas en una camilla, con el culo en pompa, el médico me dice que hay que operar, pero que antes hacen falta unas punciones que serán muy dolorosas. Las llama infiltraciones. Me da el primer pinchazo. Aúllo.

 

 

12 de mayo

En los libros que los curas nos daban a leer en el colegio, cuando un personaje se encontraba con el demonio (el caminante que, en medio de la noche del bosque, descubre que su compañero de viaje huele a azufre), a la mañana siguiente comprobaba que del susto se le había puesto el pelo blanco. Algo de eso debe de haber. Yo no sé si he visto ya las patas de cabra de Satanás bajo la capa del ser que me acompaña en mis pesadillas, o si me he asomado a las puertas del infierno, pero estos días merodeo por geografías vecinas, perfumadas con el inconfundible olor del azufre. En poco más de un mes el espejo me indica que me han aumentado velozmente las canas. El doctor D., aspecto de playboy y de consumidor habitual de whisky en club de putas, un gallego frío (y, según descubro, cruel), me efectúa las infiltraciones, que son –dicho llanamente– unas tremendas inyecciones aplicadas en el ano, que, como es lógico, a mí me duelen espantosamente y a él, en cambio, parecen divertirle, como si, en vez de tratar una dolencia, castigase un vicio que desprecia. Da la impresión de que ha elegido la profesión por odio al medio en el que se mueve. Pega la oreja en la camilla a la altura de donde tengo hundida mi cara (no olvidar que estoy a cuatro patas), me grita: No te agaches. Levanta más el culo. Te va a doler lo mismo. Aúllo como un perro mientras me mete la aguja. ¿Por qué me llama de tú? ¿No es este un hospital privado (aunque yo venga enviado por la Seguridad Social) en el que al cliente se le suponen ciertos privilegios? Estoy por preguntárselo. Como también estoy por preguntarle por qué se ha hecho proctólogo, si desprecia tanto esa parte del cuerpo que, a mi pesar, le muestro. ¿O entre los médicos, como en el resto de los mortales, rige la máxima de que odio y amor se tocan?

Aunque, como enseña don Carlos Marx, para comprender las cosas lo mejor es volver a las cuestiones del dinero y la lucha de clases: creo que lo que le jode es estar tratando a un desgraciado que la Seguridad Social ha hecho llegar a esta clínica privada tan prestigiosa, me trata como en casa de los señores se trata al palafrenero, cuyas enfermedades no cura el médico de familia, sino que le receta las medicinas y le pone las inyecciones el veterinario aprovechando que viene a visitar a las caballerías.

 

 

14 de mayo

Una noche más (¿y cuántas van?) me revuelvo en la cama sin dormir. Incapaz de leer, de escribir. Me encuentro solo en casa como un gozque abandonado por sus propietarios. Tengo ganas de llorar. En todo este tiempo, no he sabido nada de J. T. Esto del amor es una cosa tan volátil. Alguien que lo es todo para ti durante algún tiempo, luego desaparece y ya no es nada. Un juego más bien masoquista. Un día que me encontré casualmente con él, volvió precipitadamente la vista hacia otro lado. Lo saludé al paso, y se mostró muy nervioso: «No me parece bien que hablemos. Estoy con mi nuevo amante», bisbiseó procurando mover lo menos posible los labios. Durante meses yo no sabía cómo romper, soporté con estoicismo una relación muerta para no dejarlo sin nada, en la calle, y ahora que ha conseguido una seguridad, me encuentra molesto. Entiendo que para él lo importante es no perder lo que tiene, no ponerlo en peligro. Y no hablo de amor o desamor, sino de economía, o, mejor, de supervivencia: no perder el medio de subsistencia que se ha conseguido. El plato y la cama. Lo entiendo, pero me duele.

A pesar de que ya estamos a mediados de mayo, continúan el frío y la lluvia. Qué año tan raro. Así es Madrid, arbitrario, y más bien poco hospitalario. Ciudad con nueve meses de invierno y tres de infierno, dice el refrán. Otro refrán, también dedicado a la dureza y doblez de su clima, afirma: el aire de Madrid mata a una vieja y no apaga un candil. Cada vez que me levanto de la cama (¿cuántas veces cada noche?) pienso que tengo que sentarme en el frío bidet, y en el dolor que notaré en cuanto me toque para aplicarme la crema, pienso en el frío de la loza: dolor y frío componen un conjunto muy acorde con esta ciudad gris. ¿Dónde guarda su sensualidad Madrid, su alegría de vivir? Ni siquiera en la arquitectura se permite demasiados caprichos. Madrid ha levantado contenedores del poder, unos cuantos edificios grandes, y por lo general carentes de gracia, cuyos interiores guardan riquezas y secretos (mis primeras impresiones cuando la conocí: que lo único interesante eran el Museo del Prado y el Retiro, ni siquiera el Palacio Real me parecía hermoso). Barcelona edificó escaparates de comercio, se engalanó, se sigue engalanando para el visitante; en Barcelona, la riqueza busca la calle, se exhibe. En Madrid, el poder prefiere imponerse a seducir: edificios que son como un puñetazo en la mesa.


Sea o no amable Madrid, siguen los lavatorios en el ano, el frío de la loza del bidet; y, a continuación, el molesto roce de la toalla con la zona dolorida. Todo se vuelve difícil, hosco, desesperanzado, en esta casa vacía que, cuando hace un par de años decidí comprarla, me parecía destinada a concederme paz, un benéfico equilibrio.

Los ratos que me permite el dolor, leo el Quijote. Cervantes no da reposo al lector: mientras el pastor anuda la historia de Marcela, don Quijote le corrige constantemente. Hay una acción en primer plano y otra aplazada. Por su agilidad, parece un guión de comedia, de Billy Wilder, o de película policiaca del Hollywood de los cuarenta.


Por vez primera en mi vida, me paso una tarde entera planchando; sí, así como suena, planchando. Yo, que soy un absoluto desastre para ese tipo de tareas entre mecánicas y domésticas (planchar, lavar, coser...), plancho arropado por un fondo musical: Arriaga, el Moldava de Smetana, La flauta mágica. Selecciono músicas como para una de esas emisiones de radio que se titulan momentos inolvidables, o melodías para soñar. Me duele tanto la fisura que planchar es el único medio que se me ocurre para permanecer de pie –la posición en la que me encuentro más cómodo– y, al mismo tiempo, evitar los pensamientos torturantes, tener la atención concentrada en algo que me resulta complicado y me veo obligado a repetir en sucesivos intentos. El olor del vaho de la ropa caliente y humedecida me trae recuerdos de infancia: la casa familiar, mi abuela, mi madre, las charlas en la cocina, el ruido de las cucharas al rozar la loza de los platos durante las comidas, el olor vegetal de los armarios perfumados con hierbas aromáticas y el del jabón; o el olor del horno de la panadería al que, además de las hogazas, llevaban a hornear cazuelas de arroz, pastissets, tortas de almendra, calabazas, cacahuetes o boniatos. La infancia como una cocina de Andersen o de los hermanos Grimm, todo cálido, apacible, el humo huele a tarta recién sacada del horno, y, de repente, el presentimiento de que algo terrible se esconde en algún sitio. Toc, toc, ¿quién eres? Enseña la patita. Soy tu fisura. Como en los cuentistas sádicos que escribieron para niños.

 

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