27/07/2020
Empieza a leer 'Doggerland' de Élisabeth Filhol
Margaret
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La vieron nacer, emerger de la nada en el mar de Islandia. Asistieron embelesados a su eclosión, anidada en el hueco de su lecho depresionario, engendrada por un aire húmedo subtropical extraviado en las fronteras del océano Ártico. Y ahora estalla, una bomba. Como a cámara rápida, no había nada y ahí está. Con una pronunciación más parecida a Xavère que a Xavier, antes de ser una catástrofe, Xaver es un objeto hermoso. Lo que justifica, por iniciativa de los meteorólogos europeos, distinguirla con un nombre de pila. Suficientemente repentina, imprevisible y espectacular por su parte.
La vieron surgir al sureste de Groenlandia, desgajarse de su coraza en tiempo récord, ante las narices de los modelos digitales de predicción superados por la rapidez y la magnitud del fenómeno. La vieron enrollarse, enroscarse en un movimiento ascendente de convección y aumentar su diámetro a una velocidad potenciada por una caída vertiginosa de las presiones en ese lugar; no había nada y ahí está brutalmente, absolutamente ella misma de entrada y fuera de lo común, recién echada al mundo y ya activa, en plena posesión de todas sus capacidades, cobra vida por encima del Atlántico Norte y revienta la pantalla, se divisa de golpe despuntando como una Atenea que surge pertrechada con su casco y sus botas del cráneo de su padre; se ensancha, crece y se desarrolla a una velocidad exponencial, emprende su curso de oeste a este, se alarga con el paso de las horas, en líneas isobáricas cada vez más numerosas y prietas, y ellos sentados tras sus pantallas procesan, analizan, evalúan en su justa medida la acumulación extraordinaria de parámetros favorables que ha sido necesaria, y se preparan para lo peor.
Llegados a ese estadio no se ha difundido ningún anuncio oficial. Pero los funcionarios de las agencias meteorológicas de la Met Office, de la Deutscher Wetterdienst, de la Météo-France y del Meteorologisk Institutt ya están en guardia. Porque lo que los modelos de los superordenadores alimentados en tiempo real predicen en este momento en que nadie los necesita para anticiparlo, dado que el alcance de la situación se evalúa a simple vista, no tiene parangón según muchos de los especialistas en previsión meteorológica, hace veinte o treinta años que nadie ha observado un fenómeno semejante. Con la mirada fija en las imágenes de los satélites, no dan crédito a lo que sucede, lo que tiene lugar al margen de las proyecciones a tres días, para los más jóvenes, de lo nunca visto. Aumenta y se despliega como una fuerza mitológica, a medio camino entre lo concreto y lo abstracto, por sensores, balizas, transmisiones vía satélite y simuladores interpuestos, ni del todo real en el lapso intermedio en el que sopla sobre las aguas del Atlántico sin ningún testigo, ni del todo teórica. La admiran por lo que es, excepcional dentro de sus parámetros, por su conjunción como una alineación de planetas que solo una o dos veces en la vida puede presenciarse, maravillados por la rapidez de su evolución y de su potencial de crecimiento, mientras los datos desfilan, reactualizados sin cesar, y esto no es más que un principio. Se anticipan a la segunda fase cuando se acerca la corriente en chorro, una corriente de gran altitud que da vueltas a la Tierra a una velocidad de crucero de 320 kilómetros por hora; entre todas las hipótesis coincidentes con un leve margen de variación entre un servicio y otro, es la versión en alta definición la que aparecerá en las tiradas en menos de una hora, la más impresionante por una transferencia máxima de energía al circular la corriente de chorro por encima de Xaver, intensificando la convección, decuplicando su velocidad de rotación, transformando instantáneamente la depresión en bomba meteorológica; en todas las agencias del norte al oeste de Europa se movilizan ingenieros y técnicos, en estrecha colaboración, en contacto directo con las autoridades y los centros de gestión de crisis, ya que lo que se avecina es enorme, son conscientes, dará a la tempestad su verdadera dimensión y su categoría, momento a partir del cual se lanzarán conjuntamente y en todos los idiomas los boletines de alerta.
En la sede de la Met Office de Exeter, Ted Hamilton se pasea por los pasillos de la enorme oficina diáfana, comenta, se para, reanuda el paso, observa las caras tras el puesto de trabajo más exaltadas que inquietas, sopesa la reacción más conveniente. Acaba de reunirse con sus equipos y se dispone a pasar la noche ahí. Considera necesarios estos preparativos bajo presión siempre que no se trate de nerviosismo estéril ni de desbordamiento por estrés en el peor de los casos, sino un estado de alerta y agudeza, de atención indefinidamente productiva, ante las dimensiones del fenómeno. Sus trabajadores están formados, capacitados para ello. Al igual que los oficiales, los cirujanos o los pilotos de líneas aéreas, entrenados para lidiar con lo excepcional aunque no sea propiamente el meollo de su profesión, sino una barrera de exigencia ante la cuestión de las competencias requeridas, así es como ve las cosas Ted Hamilton, como escocés aguerrido que es, exiliado aquí, en el condado de Devon, después de que un último empujoncito a su carrera lo alejara del centro de predicciones de Aberdeen que estuvo dirigiendo durante siete años; considera que la rutina de tres boletines diarios que marcan normalmente la jornada laboral no debe ocultar lo esencial, la misión que les es propia, hacer frente a las situaciones de emergencia, saber movilizar esas funciones que la rutina adormece y gestionar lo inesperado. Esta tarde, lo inesperado tiene el rostro de Xaver, que incluso a ojos de Ted Hamilton es una redundancia de lo extraordinario, la deriva hacia lo excepcional de una situación que ya lo es de por sí, una anomalía climática surgida para ocuparlos a tiempo completo durante como mínimo cinco días, desde su llegada a la costa oeste del país la noche anterior hasta su culminación por encima de Europa Central el domingo o el lunes.
La ciudad de Exeter fue escogida para albergar la sede de la Met Office en 2003. Cuando abrimos un mapa del sur de Inglaterra, la ubicamos al fondo de un estuario, a unos sesenta kilómetros al noroeste de Plymouth. El estuario es el del Exe, que se adentra en la bahía de Lyme en Exmouth, una pequeña localidad turística donde Ted Hamilton tiene alquilada una casa. Nos podemos imaginar lo que supone para él una migración profesional de Aberdeen a Exeter, que es poco menos que el equivalente a un traslado de Lille a Marsella. Consciente de que su anclaje, todas sus raíces y lazos están en Escocia, no le pareció bien que lo siguiera nadie. A los que podrían haber pretendido hacerlo, a los inclinados a semejante desplazamiento, los disuadió, o como mínimo se abstuvo de animarlos, para no imponerles esto, emigrar a mil kilómetros al sur. Por su parte, aprovecha sus vacaciones y días libres y efectúa con regularidad el trayecto en sentido inverso, del sur hacia el norte. En el intervalo, se sumerge en su trabajo. Los períodos como el de hoy, en el que todo se acelera, son un paréntesis, según su punto de vista, un tiempo caído del cielo. La tormenta fuera y él encerrado en la pecera; cuando saque la cabeza, cuando salga y vuelva a su casa a descansar, el viento habrá disminuido, pero la violencia del mar ante su casa en primera línea de playa atestiguará que no fue un sueño, que no emerge de un espacio-tiempo paralelo, que en su ausencia ha sucedido alguna cosa. De aquí a unas horas sucederá. Lo experimenta siempre dentro de una burbuja, a través de pantallas interpuestas, analiza, prevé, supervisa la respuesta con los botones de un ratón, a falta de un mando como en las guerras modernas. Pero sucede. Y las costas occidentales son siempre las primeras perjudicadas, mientras la onda de tormenta rodea las islas británicas, se abre paso hasta el mar del Norte, a uno y otro lado de las Shetland, y se propaga por toda la cuenca. El viento corre en línea recta por encima de las tierras de Irlanda y el Reino Unido. Al desencadenarse, lleva ventaja al estado del mar. Al principio las olas pugnan todavía por formarse, como tumbadas por una mano invisible, socavadas en la base o aplastadas las crestas antes de llegar a adquirir una anchura, longitud y altura suficientes para ser susceptibles de medición en la escala de Beaufort y ofrecer el espectáculo esperado; en la mañana del jueves 5 de diciembre, para las zonas Forties, Dogger y Fisher, predecir fuerza de entre 11 y 12 y huecos que sobrepasan los trece metros cuando la onda de tormenta llegue de improviso del Atlántico empujando hacia delante, con la acumulación y la precipitación, las aguas de la superficie, lo que llamamos mar de fondo, un mar convertido en algo más espantoso aún que la tormenta, relegada casi a un segundo plano. Al principio el viento no le deja ningún margen, ningún espacio al mar encerrado en su cuenca para alzarse y liberar su potencia, responder a la violencia de la depresión con su propia violencia, como pillado por sorpresa, sin impulso ni posibilidad de confrontación, bajo su yugo, pero por debajo de las aguas de la superficie se dilata y se ensancha. Limitada por tres fronteras de tierra al oeste, el este y el sur, el mar del Norte se hincha por el efecto de las bajas presiones. Y la fuerza del viento que lo contiene en la superficie, que le impide levantar un oleaje como quien levanta un ejército, que la rompe, la mantiene durante unas cuantas horas en un estado contra natura, con olas breves, de crestas blancas, el agua y la espuma que preceden a cada una, esa potencia del viento no puede impedir su dilatación, su deformación, nada puede hacer contra un mar en crecida, a punto de abandonar su lecho; en el instante en que reúne la energía para levantar la cabeza, mucho más inquietante al sur de la cuenca donde se sitúan las costas bajas y los pólderes que al norte de la zona, la onda por encima de la cota se propaga y amenaza el litoral. Algunos cargos electos ya han asimilado la amenaza, han tenido en cuenta el riesgo a la hora de desplazarse, mientras que otros ni se imaginan que pueda alcanzarlos una catástrofe venida del mar.
Son las ocho de la tarde, este miércoles 4 de diciembre de 2013, en el cuartel general de la Met Office, todos alzan la cabeza y se giran hacia la pantalla gigante, al fondo de la sala, en la que acaba de anunciarse la trayectoria de Xaver. Ted Hamilton no niega lo evidente, la imagen es impresionante. Pero en su gestión de la crisis, a la luz de las diversas hipótesis que plantea, no es la velocidad de los vientos lo que más le preocupa. Se pasea entre los puestos de trabajo alineados o agrupados en islotes, establece a su manera concisa, a veces brusca en sus formulaciones para quienes no lo conocen bien, sus propias síntesis y proyecciones. La tensión debería ir in crescendo, la presión sobre los equipos debería ser palpable, pero no lo es. Se observa menos nerviosismo que emoción. En el encadenamiento de tormentas invernales de este año, no obstante excepcional en cuanto a frecuencia e intensidad, Xaver es una especie de prodigio antes de convertirse en la catástrofe anunciada, una maravilla meteorológica que sorprende al personal de guardia y al reclutamiento de refuerzo, impresionados y seducidos, menos angustiados que cautivados a medida que van descubriendo las fotografías de la bestia y su análisis de sangre; y que haya sido capaz de hacerse su nido en la zona de incertidumbre de los modelos de predicción todavía los fascina más. Proclives a respetar a la Naturaleza cuando excede así sus límites, desborda, toma por sorpresa, sirviéndose de lo que permanece incalculable en ella, incontrolable, su parte imprevisible incluso para los modelos más sofisticados, más competentes; su margen de error y su libertad, que hacen a cada actualización de los mapas gráficos, a cada recarga de las imágenes, por su naturaleza excesiva, por la magnitud que alcanza de hora en hora, la belleza de Xaver indisociable de su poder, de su potencial futuro y de la amenaza que representa.
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Traducción de Rubén Martín Giráldez.
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