30/10/2024
Empieza a leer 'El libro de todos los libros' de Roberto Calasso
Así, libro tras libro, el libro de todos los
libros podría mostrarnos lo que se nos ha
dado para que intentemos entrar en él como
en un segundo mundo y ahí nos perdamos,
nos iluminemos y nos perfeccionemos.
GOETHE
1. LA TORÁ EN EL CIELO
Novecientas setenta y cuatro generaciones antes de que el mundo fuera creado, fue escrita la Torá. ¿Cómo? Con fuego negro sobre fuego blanco. Era la hija única de Yahvé. El padre quiso que viviera en tierra extranjera. Los ángeles oficiantes le dijeron: «¿Por qué no se queda en el cielo?». Yahvé respondió: «¿Qué os importa a vosotros?». Se acercó a un rey que tomó a su hija como esposa. Yahvé le dijo: «Te he dado a mi única hija. No puedo separarme de ella. Pero ni siquiera puedo decirte que no la tomes, porque es tu esposa. Concédeme tan solo esto, que dondequiera que vayáis haya una habitación para mí».
En la soledad que precede a la Creación, Yahvé fue asistido solo por su hija. Era la Torá, la Ley, y era la Jojmá, la Sabiduría. Ella era la consejera, pero también trabajaba como artífice: calculaba las medidas, se encargaba de sellar las aguas, trazaba límites de arena, soldaba las junturas de los cielos. Y a veces era el plan desplegado de la Creación. Entonces Yahvé la contemplaba en silencio.
La Sabiduría fue artífice, fue el plan, fue el instrumento. Pero más a menudo fue la asistente, al lado de Yahvé. Cuando nació, «no existían todavía los abismos». Las aguas todavía no brotaban impetuosas. Y todavía había que colgar y asentar los cielos. Siempre que algo aparecía y se transformaba, «estaba con él, disponiendo todas las cosas», «cum eo eram, cuncta componens», dijo la Sabiduría. Nadie conocería jamás mayor orgullo ni mayor asombro. Mientras el ciclo de las maravillas se acercaba a su fin, la Sabiduría jugaba todo el tiempo en el suelo, siempre delante de Yahvé. Se produjo entonces el momento más feliz de la Creación, un placer ininterrumpido («delectabar per singulos dies»), cuya emanación se transmitió, debilitada y adulterada, a los hijos de los hombres.
Junto a la Expiación, al Edén, a la Gehena, al trono de la majestad, al Templo, al nombre del Mesías, la Torá fue una de las siete cosas que se crearon antes de que el mundo fuera creado. El Edén, que era un jardín, flotaba en un lugar que precedía al espacio. Y también la Gehena, que era un valle. Su presencia era indispensable, pero no se entendía cómo y dónde podrían situarse antes de que el mundo existiera. A la Torá, en cambio, le era indiferente que el mundo existiera o no. Estaba en el regazo del padre y cantaba con los ángeles oficiantes. Después de cientos de generaciones, algunos de ellos, mirando hacia abajo, vieron a un hombre que escalaba un monte con gran esfuerzo. Sintieron entonces una punzada de nostalgia que anticipaba la pérdida y dijeron al Padre: «¿Por qué quieres entregar esta joya bien guardada a un ser de carne y hueso?». Pero ya era demasiado tarde.
Que la Torá fuese escrita con fuego negro sobre fuego blanco hacía, según Najmánides, un cabalista de Gerona, que pudiera leerse de dos formas antitéticas: o como una escritura continua, no dividida en palabras –así lo exige la naturaleza del fuego–, o del modo tradicional, es decir, compuesta de preceptos y relatos. En el primer caso, la escritura continua se convertía en una secuencia de nombres. Preceptos y relatos se desvanecían. Pero otros cabalistas de Gerona fueron más lejos. ¿Por qué mantener tal pluralidad de nombres? La Torá completa debía leerse como un solo nombre, el Nombre del Santo. Azriel se apresuró a decir que la descendencia de Esaú, enumerada en Génesis, 36, y que en general se tenía por un paso superfluo, no debía considerarse fundamentalmente distinta del Decálogo. Eran partes individuales de un mismo edificio, igual de indispensables.
La Sabiduría salió de la boca del Padre en forma de nube. «Como una nube cubrí la tierra.» Antes de que el mundo fuese creado, había levantado su tienda en los cielos y allí esperaba. Llegaba hasta el Padre en la «columna de nube», donde estaba su trono. Tienda y columna de nube: juntas reaparecerían un día, cuando Moisés, ante los estupefactos judíos, se retiró a la «Tienda del Encuentro» e inmediatamente después una columna de nube cubrió la entrada. Así quiso Yahvé hablar con Moisés, «cara a cara, como habla un hombre con su vecino». La Sabiduría, en cambio, pasaba del interior de la tienda al interior de la columna de nube. Fue el primer paso, el comienzo de un viaje incesante. A partir de entonces, la Sabiduría visitó todos los rincones del cosmos. «He recorrido sola el círculo del cielo, / he caminado por las profundidades de los abismos. / En las olas del mar, por toda la tierra, / en cada pueblo, en cada nación me he enriquecido.» La Sabiduría encontraba por todas partes sustancia de la que alimentarse. Pero pensaba siempre en su tienda. Quería encontrar otro lugar donde levantarla. Un día el Padre le hizo una señal. «Y así me establecí en Sion», dijo la Sabiduría concluyendo su relato. En esa misma tierra, un día, el Hijo, que era su hermano, no encontraría «donde reclinar la cabeza».
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Traducción de Pilar González Rodríguez
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