01/03/2025
Empieza a leer 'El mejor de los mundos imposibles' de Gabriel Ventura

 

A Rosa Tharrats

 

Yo no quiero realismo. ¡Quiero magia!
BLANCHE DUBOIS

Anywhere Out
of the World

When I’m afraid, I lose my mind
YUNG LEAN

Un adolescente de cabello rizado llora ante la pantalla mientras suena el coro angelical de «O Children», de Nick Cave and The Bad Seeds. Encima de su cabellera pelirroja, flotando, aparecen las siguientes palabras: «It’s currently 9 AM and I just woke up from a full 5 months at Hogwarts... Take me back home, I hate it here». Mientras la voz de Nick Cave, envuelta por el plácido candor del coro, asciende en una ola de épica e intensidad, el chico, en un estado casi extático, canta y echa la cabeza hacia atrás melodramáticamente. «I’m hanging in there, don’t you see?», sigue la canción, y la cámara tiembla un instante antes de que se acabe el vídeo, de tan solo trece segundos. Silencio, fondo negro y el nombre del usuario: @mister.malfoy.
Estamos en la cúspide de la pandemia y TikTok ha empezado a llenarse de vídeos que siguen un patrón similar: adolescentes que aseguran haber viajado durante días, semanas y a veces incluso meses a una realidad paralela. En estos universos alternativos beben cerveza de mantequilla en la posada de Las Tres Escobas con Hermione Granger, tienen poderes telequinéticos como Eleven de Stranger Things o acompañan a los personajes de Los juegos del hambre en sus aventuras por la inhóspita civilización de Panem. Mientras el planeta entero contempla el avance imparable del covid entre el terror y la estupefacción, miles de adolescentes, en sus hogares, se evaden a un mundo de fantasía.
Los seguidores de esta nueva tendencia, bautizada con el nombre de reality shifting, consideran que estos universos a los que se transportan con técnicas cercanas a la meditación o la autosugestión son tan reales como la existencia de los gatos o de la Vía Láctea. Rápidamente, en cuestión de meses, lo que empezó como una práctica localizada en Estados Unidos y otros países de habla inglesa se convierte en un fenómeno global, con centenares de miles de búsquedas en Google y millones de visualizaciones en TikTok, Instragam y YouTube. En estas plataformas, los shifters –como se denominan a ellos mismos– se dedican a colgar vídeos en primera persona donde cuentan sus vivencias, comparten dudas y métodos y teatralizan las conversaciones que han mantenido con personajes de ficción como Draco Malfoy o los hermanos Weasley. Según la mayoría de estos cosmonautas dimensionales, la posibilidad de desplazar tu conciencia a un universo alternativo es totalmente factible, y no son pocos los que dicen haberlo experimentado. «Puedes trasladarte a la realidad que quieras, tanto en 2D como en 3D», asegura una shifter en uno de los foros de Reddit dedicado al tema, que cuenta con más de cuarenta mil usuarios. «Esto pasa por varias razones, ya sea debido a la teoría del multiverso o a causa de la transliminalidad. Da igual en cuál de las dos opciones creas: viajar a otro mundo es posible.»
Que el confinamiento y las limitaciones espaciales disparan la imaginación ya lo demostró Xavier de Maistre en Viaje alrededor de mi habitación, un delicioso experimento literario que este caballero de talante juguetón escribió a finales del siglo XVIII, y que la pandemia nos llevó a leer de nuevo como una obra de súbita actualidad. En 1790, en Turín, Maistre se enzarzó en un duelo con un oficial del ejército y fue condenado a cuarenta y dos días de arresto en una fortaleza militar. Su origen aristocrático –era hijo del presidente del parlamento del Reino de Cerdeña y hermano de uno de los críticos más inclementes de la Revolución francesa, el conservador Joseph de Maistre– le permitió disfrutar de una reclusión en unas condiciones de insólita comodidad, hasta el punto de que se le concedió un sirviente a tiempo parcial y la compañía de su perrita Rosine.
Encerrado en una modesta habitación, aburrido y sin saber qué hacer, Maistre decide emprender un viaje al «encantador país de la imaginación». De repente, elementos tan banales como el escritorio, la butaca o el espejo, a los que nunca había prestado ni la más mínima atención, toman una nueva dimensión y se transforman en territorios inexplorados, en viaductos hacia un excitante y desconocido paisaje espiritual. «¿Existe un escenario más propicio a la imaginación, que despierte ideas más enternecedoras, que el mueble en el que me abandono algunas veces?», reflexiona desde la cama en la que pasa horas y horas fantaseando. Como apunta el profesor Martí Monterde en una breve pero lúcida introducción sobre el Viaje, Maistre, con esta actitud de concentración material y ensueño metafísico, «no solo consigue dejar sin efecto el cautiverio como tal sino modificar las relaciones con la realidad gracias a la fuerza de la subjetividad».
Desde el primer instante de la condena, el narrador del Viaje se da cuenta de que la única manera de ampliar su libertad es agrandar el espacio de la alcoba mediante la escritura y la imaginación. Como dejó escrito Marcel Proust, otro recluso ilustre –en este caso, por propia voluntad o por la voluntad de una historia inextinguible que lo había poseído–, «allí donde la vida levanta muros, la inteligencia abre una salida». En el calor de su aislamiento –a pesar de todo, no deseado–, Maistre opta por ampliar la vida a través de lo ínfimo y lo diminuto, de lo ridículamente cotidiano y, a la vez, paradójicamente distante. ¿Quién no recuerda, durante la cuarentena, el descubrimiento de una mancha insospechada en la pared de su habitación o darse cuenta, de pronto, de que el bloque de pisos de delante no era de color verde sino de un amarillo furibundo?
Abocados, de la noche al día, a una clausura doméstica que, semana tras semana, parecía no terminarse nunca, todos combatimos el encierro como pudimos. Unos se convirtieron en pasteleros amateurs, otros se sumergieron en el yoga o se aficionaron a los pódcast de autoayuda. En la situación de caos y pánico en la que nos encontrábamos, el ansia de huir era imperiosa, casi asfixiante. Como Xavier de Maistre, cada uno intentó cavar un túnel en su celda con aquello que tenía más a mano. En el contexto de angustia e inmovilidad de la pandemia, entregarse a las derivas del fantaseo parecía una táctica bastante eficiente para llegar a un pacto con la realidad o, cuando menos, para aplazar unas consecuencias que se divisaban catastróficas. Además, ¿qué lugar mejor que la intimidad de nuestro cuarto para abandonarnos sin límites –y, sobre todo, sin miedo a ser distraídos– a las fantasías más delirantes? «La casa resguarda el ensueño, protege al soñador, nos permite soñar en paz», dice Gaston Bachelard en aquella obra de sutileza vibrante que es La poética del espacio.
Durante la adolescencia, la habitación se convierte en un templo, en un espacio de culto misterioso y vedado con sus propias deidades y sus rituales secretos. Una de las cosas más importantes que aprendemos a hacer en la adolescencia es cerrar la puerta de la habitación, proteger este lugar sagrado de la presencia de profanos. En el interior de este templo que defendemos a capa y espada, las divinidades de nuestra religión privada se despliegan en todo su esplendor sobre las paredes y las estanterías, en forma de pósteres o de tótems aparentemente pueriles como skates, bambas o colecciones de cromos. Dejar entrar a un nuevo amigo o a nuestra primera pareja en la habitación es un momento de gran vulnerabilidad. Como apunta Bachelard, los estamos introduciendo en el espacio del sueño, en el único lugar del mundo donde podemos ser felices sin que nadie nos juzgue, ni siquiera nuestros padres –la puerta está cerrada con llave y pestillo–. Aquí el mundo aparece como querríamos que fuera.
También es en la adolescencia cuando descubrimos que para saber cómo somos y qué queremos necesitamos estar solos, recluirnos en la habitación, tumbarnos en la cama y divagar. Empezamos a percibir que tenemos una identidad, que hasta ese momento hemos sido de una manera pero que, como nuestros ídolos, podemos crear una imagen diferente de nosotros. Podemos exaltarnos como Rimbaud, el poeta teenager por excelencia, y decir: «Yo es otro». De repente, la identidad no es un coágulo impenetrable, una masa sólida y constante –una fatalidad heredada–, sino una sustancia que se puede alterar a través de elementos como la indumentaria, el lenguaje o las drogas. Por primera vez, la identidad se abre como una región ignota, llena de peligros y posibilidades.

 

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El mejor de los mundos imposibles

 

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