07/06/2021
Empieza a leer 'El ritmo perdido' de Santiago Auserón


PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN

Las primeras ediciones de este libro alcanzaron un reconocimiento que me permitió difundir y debatir las ideas que contiene en universidades y centros culturales españoles, europeos y americanos. Durante los años transcurridos desde que vio la luz, ha dejado de ser una rareza la referencia al influjo negro en España y en Portugal, donde siglos atrás los dueños del poder económico, religioso y militar habían impuesto una idea falaz de la pureza de sangre. Investigaciones y producciones literarias o audiovisuales acerca de este asunto se suceden hoy con frecuencia creciente. 

Aunque los estudiosos no han hecho más que empezar a desempolvar documentos, sopesar datos e interpretarlos con justeza, el logro de tales iniciativas consiste no tanto en haber desencadenado una nueva ola de interés por la huella musical africana –la cual, directa o indirecta, olvidada y renovada varias veces, resulta a fin de cuentas inapelable–, como en la revelación de la naturaleza profundamente mestiza de lo hispano. A partir de ella estamos en disposición de ensayar una mejor comprensión de la diversidad atávica de los pueblos peninsulares, así como la reconstrucción de nuestro vínculo con Latinoamérica, en un ámbito donde las sonoridades poéticas y musicales germinan con igual fuerza que la codicia y la violencia. Ojalá la reedición de este libro contribuya a aclarar la conexión entre ambas tareas.

He procurado nuevamente corregir imprecisiones, atendiendo al consejo de algunos amigos lectores. Si por un lado me esfuerzo en dar fundamento a la argumentación, cosa poco habitual para un músico popular de oficio, por otro me traiciona la memoria, cuando me permito confiar en ella, nublando ante los ojos el dato justo. Es el inconveniente de un libro que intenta alzarse desde lo vivido hace medio siglo hasta la necesidad de estudio. No es verdad que el intelecto sepa cuidarse del riesgo de la emoción. El saber no es distinto de la vida, una casa que se desmorona mientras se construye por el lado opuesto. Mi limitada experiencia de escritor me advierte que un libro no se termina nunca. Sea, que el lector nuevo siga ayudando a escribirlo.

SANTIAGO AUSERÓN,
febrero de 2020


1. VOCES EN LO OSCURO

Decía Aristóteles, hablando de la amistad: «El querer ser conocido parece ser un sentimiento egoísta motivado por el deseo de recibir algún bien, pero no de hacerlo, mientras que uno quiere conocer para obrar y amar.» Y remataba la frase más interesante de sus libros sobre la ética con una coletilla misteriosa: «Por esta razón, alabamos a los que continúan amando a sus muertos, pues conocen sin ser conocidos.» No resulta evidente la necesidad de empezar un libro sobre música popular citando a los clásicos griegos, pero ruego al lector que confíe en que esa necesidad se ha de ir justificando a lo largo de estas páginas. Las ganas de conocer, más que de ser conocido, me incitan a escribir acerca de las canciones venidas de otro mundo. Me veo forzado sin embargo a hablar de mi experiencia personal por mantenerme atento a lo que hemos oído, cuyo sentido no hemos acabado de interpretar. Voy a enfrascarme en el libro de la amistad con los fantasmas sonoros que, siendo por naturaleza efímeros, quieren que los hagamos durar. Aparentemente no hay tiempo para demorarse en escuchar con atención las voces del pasado. Una parte importante de la historia del siglo XX ha quedado sin escribir –no precisamente por escasez de registros– y ya estamos metidos en una nueva transformación tecnológica que ha dejado obsoletos todos nuestros aparatos. A los más jóvenes les parece innecesario volver la vista atrás para tomar referencias, llevados por la pulsión del consumo que ha adquirido proporciones de descubrimiento sin salir de casa. Todo el planeta –y parte de la estratosfera aledaña– cabe en un útil electrónico de tamaño reducido. Los intelectuales apenas alcanzan a estructurar sus ideas ante el espectáculo de un mundo que por todas partes clama, destella y se desvanece como fuego de artificio. La era electrónica ha multiplicado al infinito la actividad de los fantasmas. Somos desconocidos para una multitud de muertos que nos cantan al oído. Justo sería intentar por nuestra parte conocerlos mejor, una seña de amistad entre iguales, por expresarlo en términos aristotélicos. Algo de reflexión parece indispensable para abordar ciertas cuestiones audiovisuales. Por mucho que necesitemos echar mano de los recuerdos personales, enseguida nos veremos llevados a investigar cada vez más lejos, porque las voces que suenan en nuestro interior hablan otra lengua, aunque a la vez resultan extrañamente familiares. Pronto quedará excusado el comienzo autobiográfico, en cuanto el lector se aperciba de que tiene en sus manos una suerte de alterobiografía –con perdón–, es decir, un género de escritura que no solo nos compromete con la vida de los otros, sino que aspira a desvelar el procedimiento por el cual los otros habitan nuestro ámbito más propio. En adelante, cuando alguien se atreva a solicitar mi torpe firma, le preguntaré si quiere el autógrafo o prefiere el alterógrafo. En este libro nos ocuparemos sobre todo de recobrar la memoria sonora por medio de las canciones, dejando de lado otros grandes asuntos del lenguaje. Rozaremos de paso algunas interrogantes acerca de la memoria visual, privilegiada hasta la fecha por todas las teorías.

Las primeras impresiones sonoras que recuerdo con nitidez están ligadas al cine. El habla y los cantos familiares se abrieron camino antes, como es lógico, pero mi oído consciente despertó bajo el estímulo del sonido eléctrico reproducido en la oscuridad de la sala de cine, un medio favorable para prestar atención fervorosa. Mi abuela materna, viuda de republicano fusilado, era empleada en el cine Dorado de Zaragoza. Gracias a eso yo entraba gratis por la puerta de atrás y con cuatro o cinco años veía películas para mayores. Cuando se apagaban las luces de la sala, mi abuela me sentaba con sigilo en la última fila. Antes de entrar, aguardaba impaciente a su lado, con la película empezada, atento a las voces que salían de la oscuridad entre el ir y venir de los acomodadores, oculto en un patio lleno de plantas, silencioso, umbrío y húmedo, del que emanaba un intenso olor a menta que era como un baño ritual de iniciación a lo prohibido. El sonido amplificado en la oscuridad me causó una impresión más duradera que las imágenes de la pantalla o el argumento de las películas. Supongo que los besos encendidos por el clímax de la orquesta me impresionaron también, igual que los tiroteos a discreción, pero lo que más me fascinaba era el estilo dramático de los diálogos, que luego procuraba imitar en los juegos, lo mismo que las canciones. Haciendo ruido con un «guitarrico», apoyando el pie sobre una silla minúscula, reproducía en casa las rancheras de las películas mexicanas, insistiendo en el mismo alarido hasta que recibía alguna perentoria indicación en contra. 

En Zaragoza se suele hablar en voz alta, mis paisanos expresan deseos y emociones en un tono exaltado que para un niño o un recién llegado puede resultar incierto y amenazador, porque no es fácil detectar cuándo se pasa de la alegría al enfado. Quizá en las voces amplificadas del cine percibiera nuevos matices de expresión. En casa no solo se hablaba alto, sino que se cantaba a menudo a pleno pulmón. Mis padres se conocieron haciendo zarzuela como aficionados (hay recortes de prensa con una foto de mi padre caracterizado de Don Hilarión, en La verbena de la Paloma, con una morena y una rubia del brazo, dando ejemplo de carácter sociable). Cantaban boleros a dúo, mi madre entonaba muy bien y mi padre sabía canciones en inglés. Era topógrafo en el aeródromo de la base americana. Estudió inglés por las noches para quedarse a trabajar en el club de soldados, ocupándose del bingo y de organizar fiestas. Trataba a menudo con músicos, siempre contaba cuando llevó a actuar al Dúo Dinámico.

Las canciones proporcionaron, si no las primeras impresiones sonoras memorables, las que mostraron mayor capacidad de sugestión, las más ricas en consecuencias posteriores. Mi conciencia fue despertando al mundo como envuelta por una especie de medio amniótico secundario hecho de canciones, que parecía querer atenuar con sombras acogedoras la violencia de la luz solar. En mi ciudad natal, el sol cae del cielo como una losa. Por las tardes se abre, inmenso lucernario al infinito. Por eso mis paisanos se consideran, más que ciudadanos de un viejo imperio, paseantes del vasto cosmos. Cuando regreso de vez en cuando a Zaragoza, lo primero que me indica que estoy en mi ciudad natal es la alegría algo excesiva de la luz. Debí de nacer enfadado, al parecer no dejaba de berrear y solo me dormía cuando mi tía abuela paterna, que había sido pianista y sonorizado escenas de cine mudo, me agitaba con movimientos de cámara rápida, entonando una melopea sincopada concebida por ella misma. Recuerdo vagamente algunos fragmentos de folclore campesino cosechados en torno a la mesa camilla: jotas de imágenes palpitantes surgidas a borbotones, cantadas como con ganas de dejar atrás un viejo espanto. Pero toda mi atención se volcó enseguida hacia la intriga de la canción urbana, española e internacional, que delataba la presencia jovial de un elemento extranjero. 

Recientemente he leído, en los estudios sobre la tradición lírica española, que las canciones populares de la Edad Media se pusieron de moda en las cortes del Renacimiento. Los poetas del Siglo de Oro imitaron luego su estilo conciso y vivo, sobre todo en las piezas de teatro ligero. Algunas de sus formas e imágenes se preservaron hasta la mitad del siglo XX. Pero el éxodo continuo hacia las grandes ciudades y los medios electrónicos en plena expansión estaban barriendo aquellas pervivencias antiguas. Conforme he ido asumiendo el oficio de hacer canciones, rescatar una parte de la tradición lírica olvidada se ha vuelto un propósito sostenido en paralelo con el aprendizaje de los cantos de otro mundo. No tengo vocación de folclorista, solo me interesa averiguar qué elementos de mi lengua son compatibles con el ritmo aprendido de los negros, asistir al nacimiento de una lírica española por primera vez del todo apátrida. En el Siglo de Oro la lírica popular campesina de tradición oral fue reelaborada y escrita según los nuevos requerimientos de la escena teatral urbana, para un público mayoritario, ávido de versos y canciones. Aquello fue el comienzo de un proceso imparable hasta hoy, en el que la música desempeñó un papel determinante. El fenómeno acontecía al mismo tiempo en otras cortes europeas, pero en España adquirió mayor dimensión (carácter de poesía nacional), en un momento de expansión del Imperio y de auge de las letras.

Transformación comparable pero mucho más radical –porque culmina la ampliación del espacio público no solo a escala de la metrópoli, sino de todo el planeta– acaece en la primera mitad del siglo XX: ante la invasión de un repertorio de canciones de otros países y de otras lenguas difundidas por medios electrónicos, con marcado predominio de las canciones en inglés gracias al poderoso influjo musical afroamericano, se produce el olvido casi completo de las tradiciones folclóricas locales. Todavía en el Siglo de Oro el principal medio de difusión de la canción popular era la viva voz, con apoyo de la escritura en pliegos sueltos y cancioneros, pero con vistas al momento festivo del baile en compañía de otras voces e instrumentos. En nuestros días la difusión de las canciones por todo el globo depende de una red de soportes y enlaces técnicos que requieren conocimiento especializado, otro lenguaje que no es de dominio público, un código secreto, patentado. Algo ha cambiado cualitativamente. Entre la música y la letra se ha interpuesto un grupo mediático. Los versos no tienen ya la utilidad ni el prestigio de que gozaron hace siglos en España hasta entre analfabetos. ¿Hemos renunciado con ello a un saber propio de nuestra tradición, intercambiable por los dones del extranjero? ¿Serán la poesía y las canciones el índice del valor de la cultura hispana, más que la ingeniería informática o la empresa deportiva? Supongo que este orden mundial tampoco ha de ser definitivo, que la humanidad no se va a dejar retratar para la eternidad como una torre de Babel de canciones ligeras o un mercado de registros electrónicos cada vez más comprimidos. Pero una parte significativa de nuestra historia reciente se ha dignado disfrazarse de tal guisa. Y aunque ya nos estemos moviendo en otras direcciones, todavía mal conocidas, es hora de empezar a entender algo de lo que nos ha ocurrido desde el Siglo de Oro a esta parte.

Las voces del patio trasero o de la taberna competían todavía en mi primera infancia con la radio, por las estrechas calles del Gancho, junto al Mercado Central. Cantaban el beso furtivo de un marino forastero, las bellezas de ensueño de la ciudad andaluza, los peligros de la ronda nocturna, la violencia de los amoríos fronterizos, el retorno al puerto de origen, tras veinte años de exilio pasados como un parpadeo de luces. Mis oídos al acecho percibían en aquellas canciones cantadas en español algún trasfondo común. Pero el enigma más percusivo e inminente vino de los discos americanos que se ponían en las fiestas que se empezaron a hacer en casa cuando nos mudamos a un barrio más moderno. Las voces de los negros traspasaban los tabiques, se aclimataban a la oscuridad del cuarto como fantasmas risueños o melancólicos, según se desatase la sonoridad loca de la orquesta de swing o se derramase la balada irrespirable que me hacía sufrir una pasión completamente ajena a mi pequeño círculo de amistades. Sin poder conciliar el sueño, trataba de acercarme de vez en cuando a la puerta del salón, cristal opaco tras el que se adivinaban extraños movimientos. Algunas voces blancas venían a competir con los negros en su propia jerga, y aun los superaban, según oía decir, en derecho a la fama internacional. También había negros que cantaban en castellano, con una perfección que hasta hoy me parece insuperada. Ciertas piezas bailables eran designadas con números en castellano, e incluían expresiones vocales inarticuladas de naturaleza particularmente salvaje. Todo ello fortaleció la sospecha de que mi lengua, recién aprendida, tramaba algo con el extranjero. Podría dejar los nombres propios a un lado, con la absoluta certeza de que mi biografía musical es compartida, pero me permitiré recordar que los soldados americanos de la base traían a casa los discos de Louis Armstrong, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Nat «King» Cole, Dave Brubeck, Frank Sinatra, Mel Tormé, Louis Prima, Nina Simone, Johnny Mathis, Los Platters, Harry Belafonte, Fats Domino, Elvis Presley, Paul Anka, La Lupe y Pérez Prado. Algunos de esos exóticos nombres iban a esperar medio siglo para acabar de hacerme entender su verdadero alcance. Quizá uno no acaba de entender las cosas hasta el día en que a nadie –o a pocos más– interesan.

Esta es la segunda impresión sonora vivida desde la oscuridad, en el cuarto de los niños, causada por las voces predominantemente negras de los discos. En realidad todas las voces me parecían negras, bien porque salieran de aquellos hipnóticos surcos giratorios, bien porque su escenario natural fuera para mí la oscuridad, hasta el punto de que para escucharlas durante el día sentía la necesidad de cerrar los ojos. Recordemos que la «negritud» es, por otro lado, una cualidad esencial del sonido, ya que se trata de una realidad invisible. Es necesario no obstante precisar que entre las voces negras y sus imitadoras blancas hay algunas diferencias que se tornan significativas con el tiempo. El cantor blanco, proclive a devenir además artista de cine, rara vez se despega de una especie de individualismo dramático, tanto más acentuado cuanto más depurada sea su técnica vocal, mientras que las voces negras combinan naturalmente la lucidez musical y la habilidad técnica con el desenfado y una actitud generalmente comunicativa. Si salen en las películas, comparten la secuencia desde un escenario lateral, se ganan quizá algún plano sudoroso, dejan que se siente en el piano el protagonista blanco para hacer gala de su buena educación. Solo cuando el jazz se intelectualiza en los años cuarenta, por influencia de los críticos blancos que le proporcionan conciencia de su valor artístico, surgen figuras negras que responden al prototipo del genio solitario que reclama un aura de silencio a su alrededor. Cuesta años entender que se trata de otra ética musical, que no es en propiedad negra ni blanca, pero que a los blancos les resulta difícil poner en práctica, por al-gunas razones que están por definir. 

Junto a esas voces que se movían a sus anchas en lo oscuro, proporcionando al oído texturas novedosas, sorprendentes, hoscas y a la vez dulces, que adquirían relieve palpable en el ámbito doméstico y casi se dejaban abrazar con los ojos de la imaginación, podría sacar de entre mis recuerdos también algunas imágenes parecidas a las de las películas, una especie de «banda visual» que habrá de contentarse con desempeñar un papel secundario en este libro. A aquellas fiestas, que duraban hasta altas horas de la madrugada, además de los yankees acudían futbolistas famosos y algunas zaragozanas muy dispuestas que lucían vestidos descotados, faldas de amplio vuelo ondulante. Algo de la época dorada del rock & roll nos llegaba así de primera mano. Mi padre conducía los coches de sus amigos soldados, mientras estaban de servicio: un Mercury verde y blanco, un Chevrolet negro. Él tenía una Lambretta roja y negra, con la que a veces me llevaba al fútbol y a los toros. Zaragoza era en aquellos años una mezcla muy particular de religión vernácula y vida à l’américaine –como decía el cartero de Jacques Tati–, juerga trasnochadora y ordenanza militar. Bronca casi segura, por uno u otro motivo. Había un contraste muy marcado entre lo que veíamos en casa o en los bares y lo que nos contaban los padres escolapios de la calle Sevilla. 

Basta con tirar del hilo de los recuerdos sonoros para que despierte un sinnúmero de imágenes medio olvidadas reclamando sitio en la página. Pero seamos cautos, en razón de nuestro objetivo primordial. La memoria visual de aquellos años se podría reducir en realidad a un juego de luces y sombras, naturales o artificiales, en casa y en la calle, en la ribera del Ebro, destellos pasajeros, atmósferas surcadas por rostros conocidos y desconocidos confundidos en muchedumbre, neones intermitentes al llegar la noche, farolas y escaparates, luces de color indirecto en las coctelerías de moda, donde los grupos de ruidosos bebedores y sus parejas sentadas al otro lado de la barra fumaban y alternaban dramáticas miradas. Todavía el amarillo enfermizo del pasaje Palafox parece querer transmitir un antiguo secreto de familia, casi escucho un sonido de tacones con prisa por llegar a alguna parte cuando todavía era un pasaje moderno. Por alguna razón las impresiones sonoras se quedan en mí con mayor estabilidad que las formas visuales, vagas y evanescentes. ¿Es una particularidad mía o un hecho general que contradice la pretensión a la eternidad de los iconos? ¿De dónde proviene el supuesto de que la representación interior (la fantasía) es de naturaleza principalmente visual?


El ritmo perdido

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