01/08/2024
Empieza a leer 'El tiempo que nos queda' de Patrick Boucheron

 

Horizonte:
La parte de la superficie terrestre hasta donde puede extenderse la vista; la parte de cielo colindante. El horizonte estaba encapotado. Un horizonte despejado. Un horizonte limitado.
ÉMILE LITTRÉ,
Diccionario de la lengua francesa (1873-1877) 

 

Quiero hablar aquí de una catástrofe que tarda en llegar y señalar que el miedo a la debacle definitiva no nos ayudará a prevenirla. Quiero hacerlo desde mi experiencia como historiador, dejando hablar a la parte de mí que ha sido moldeada por la historia. ¿No les sacan de quicio esas personas que, escudándose en su conocimiento o su experiencia, tratan siempre de distanciarse, con la expresión seria y el aire superior de quien está mucho mejor informado, para entonar luego la cantinela del «es más complicado de lo que parece» o, peor aún, del «eso es algo que ya ha ocurrido»? Nos aconsejan también «dar un paso atrás, para ver las cosas en perspectiva». Y luego hay que esperar a que lleguen los historiadores de oficio para apagar el fuego del acontecimiento y descubrir, en el brasero de la inminencia, ese rescoldo que llevaba tiempo humeando bajo las cenizas.

Pero ya no hay tiempo para este tipo de repliegues, ni siquiera a fin de obtener una presunta «visión de conjunto». A estas alturas, deberíamos tener el valor y la modestia suficientes para dejar de retroceder ante el obstáculo y aguantar a pie firme, cara al viento, en mitad de la refriega. ¿Y ahora qué? «Primero arremetemos y luego ya veremos», que habría respondido el general Bonaparte el día de una gran batalla. Admito sin reparos que ese ardor marcial me es completamente ajeno. Pero es cierto que existe una forma superior de lucidez que solo puede adquirirse en el fragor de la batalla, y que cuando uno arremete y hace el esfuerzo de mirar, ve más y mejor. Y como el tiempo apremia, porque es evidente que apremia, estoy dispuesto a forzar un poco mi naturaleza para decir las cosas con la mayor claridad posible.

¿Qué cosas? Precisamente, las que dan razón de esa parálisis que nos agarra al pensar en el tiempo que nos queda. Si nos dejamos convencer de que el desastre es inexorable –y hablaremos aquí del carácter político de todas las catástrofes que corremos el riesgo de precipitar a fuerza de temerlas, desde que el colapso climático revolucionó la idea misma de inminencia–, acabaremos por rendirnos. Mermadas como están, las defensas democráticas van cediendo una tras otra bajo los golpes incesantes de las certidumbres resignadas. Por eso, al dejarnos llevar de esta manera corremos el riesgo de caer rodando por esa cuesta presuntamente fatal, que lo será a buen seguro si no le ponemos remedio. Es tarde, sí, es muy tarde, pero tal vez no sea demasiado tarde. Por ahí habría que empezar: por identificar esa retahíla de artimañas, ardides y renuncias que, en nombre del supuesto conocimiento de un futuro inmutable, nos impiden enderezar el curso del tiempo. Porque aún es posible, siempre y cuando dejemos de esquivar el presente y lo afrontemos, lo que implica también reconocer el retraso con que lo hacemos.

 

No teman, que solo soy yo

Abordar el tema sin evasivas, desde luego; posicionarse, sin duda: para ello es preciso encontrar el ángulo adecuado. Pero, como bien saben los pintores y los francotiradores, el ángulo más eficaz no es siempre el más frontal. Y aunque el sesgo de la palabra tiña inevitablemente de sospecha el discurso público, no hay ningún motivo, ni moral ni político, para ceder al mandato de las adhesiones transparentes, que no debe confundirse con la sinceridad. En otro tiempo, ciertas personalidades públicas se sentían impelidas a escribir su Lo que yo creo, título que tiene al menos el mérito de confesar con suficiente candor la dimensión religiosa de toda «profesión de fe política», como puede leerse aún en los programas electorales. Para consentir en ello se necesita una confianza en la inocencia y la solidez de las propias convicciones que yo no poseo. Por eso nunca dejaré de repetir que la historia, como disciplina, no se debilita en absoluto al exponer sus incertidumbres. Y por eso el historiador que trato de ser buscará siempre la manera de exponerse sin exhibirse, de no caer en la indignidad de quien pretende sacar provecho de lo que escribe, reafirmándose de paso en la convicción de que su bando es el de los buenos. 

 

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Traducción de Álex Gibert

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El tiempo que nos queda

 

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