01/03/2025
Empieza a leer 'El volumen del tiempo II' de Solvej Balle

   

# 368

¿Qué me había creído? ¿Que el tiempo era un tiovivo y podía subir y bajar a mi antojo? ¿Que el año corría bajo mi dieciocho de noviembre como una corriente subterránea?

Estoy sentada junto a la ventana de la habitación 16 del Hôtel du Lison. He ido coleccionando días. Trescientos sesenta y cinco días de noviembre. ¿Y para qué? Como si un montón de días otoñales idénticos pudieran conformar un año. ¿Y de qué serviría dar vueltas al final del año, preparada para saltar... o zambullirme? ¿Que, tras un año de espera, volvería a ser dieciocho de noviembre y por fin podría escapar de la repetición por el mismo lugar por el que había entrado? ¿Era eso lo que me había creído, un dieciocho de noviembre con las puertas abiertas y vía libre a un tiempo reconocible? Tal vez. Pero la cosa no funciona así.

Recorro las calles durante mi dieciocho de noviembre. Me he mantenido alerta, en busca de una salida que, sin embargo, no existe. He intentado encontrar alguna variación, pero no la hay. Se trata del mismo día, y ahora no me explico cómo pude creer que debajo de todos mis días había un año normal, con un nuevo dieciocho de noviembre aproximándose poco a poco. Como si una cronología más genuina se hallara en las profundidades, y todas mis repeticiones constituyeran únicamente la superficie; como si el año verdadero permaneciera refugiado bajo una sucesión de dieciochos de noviembre. Confiaba en que, al concluir ese año, un nuevo dieciocho de noviembre emergería para llevarme de vuelta, o que pasaría por mi lado y podría subirme a él en marcha y salir de mi vorágine de repeticiones. Como si fuera a llegar flotando una tabla de salvación, un nuevo dieciocho de noviembre que me rescataría de mi mar de repeticiones, un trozo de madera a la deriva al que me aferraría hasta alcanzar suelo firme, arrojada a tierra en un diecinueve de noviembre, en un día con un periódico reciente para leer con el café, una recepcionista distinta tras el mostrador, una mañana sin lluvia. O con lluvia torrencial, inundaciones, truenos, nieve, cualquier cosa, siempre y cuando fuera diferente. Imaginé que mi día 365 sería una conclusión mágica y no simplemente un número más en una serie infinita. Y mi día 366, un nuevo comienzo, un nuevo dieciocho de noviembre. Que permitiría el paso al diecinueve. Y al veinte. Como si fuese una salida, y no un mero día que desaparece para dar paso a un dieciocho de noviembre más, y después al siguiente, al día 367, y al 368, y al otro al 369.

Si nada ocurría, la serie sería infinita. No ocurrió nada, luego la serie es infinita. No pasó por aquí un nuevo dieciocho de noviembre diferente ni se coló una cronología más genuina ascendiendo desde las profundidades; tampoco flotó hacia mí ninguna tabla de salvación que me arrojase a tierra en el diecinueve de noviembre ni ha llegado el día veinte. Se trata del mismo dieciocho de noviembre, y no hay ningún cambio a la vista.

Ayer me desperté temprano. Había caído profundamente dormida nada más volver al hotel, agotada por tantos días de tensa espera, deseando un dieciocho de noviembre nuevo, diferente. Me desperté sobresaltada y enseguida vi la caja con el sestercio romano que Philip Maurel me había regalado. Estaba en su bolsa, junto a la almohada, y entonces me acordé de lo que había sucedido: de cómo me encontré con Philip y lo acompañé hasta su tienda. De que Philip y Marie me enseñaron su nuevo apartamento. Recordé nuestro paseo entre los objetos de la antigua propietaria y cómo se lo conté todo: que el tiempo se había roto, que yo albergaba la esperanza de regresar a un tiempo reconocible. Ellos me despacharon con un sestercio romano en una bolsa.

Me levanté enseguida, me vestí y bajé a la recepción. No sabía qué hora era, pero ya habían llegado los periódicos y eran los mismos. Los del día dieciocho. Nuevos e intactos. En el comedor, la cafetera ya estaba en marcha, las mesas preparadas, y el personal andaba repartiendo el pan y los cruasanes en fuentes y cestas. Me senté, esperando que hubiera alguna variación respecto a los demás días de noviembre, pero no sucedió nada distinto y pronto asistí a la repetición de la mañana. Vi rostros y gestos de sobra conocidos. Vi caer una rebanada de pan al suelo, con tal ligereza que pareció flotar un instante. Era dieciocho otra vez, no cabía duda.

Todo el día, desde que me desperté hasta que me acosté por la noche, transcurrió de manera idéntica al resto de los días, una jornada totalmente reconocible. Y esta mañana he amanecido de nuevo en el dieciocho de noviembre. No hay variación alguna. He pasado de forma directa al año 2 o, mejor dicho, he llegado al dieciocho de noviembre # 368 en un tiempo sin años ni estaciones, un tiempo sin semanas ni meses, que consta de un solo día que se repite, e imagino que así seguirá siendo. No consigo imaginar algo distinto. Es un error que no hay modo de corregir. Se ha vuelto crónico. Lo único que retorna es mi día. Llega la mañana, llega la tarde, llega la noche, para después amanecer de nuevo el mismo día.

Estoy sentada en la habitación 16 del Hôtel du Lison. Hoy no he desayunado. En la recepción, he echado un vistazo a los periódicos y acto seguido me he dado media vuelta para subir a mi cuarto. No me apetece ver rebanadas de pan caer planeando al suelo.

 

# 369

Hoy me he despertado mucho antes de que amaneciera, porque he notado que se me clavaba en la mejilla la esquina de la caja del sestercio. Seguía dentro de su bolsa, junto a la almohada, y he debido de recostarme sobre ella mientras dormía. Pero ya me he espabilado, estoy levantada, he salido a la oscuridad de la madrugada y aún es dieciocho. No ha llegado el día diecinueve, ni el veinte ni tampoco el veintiuno: ¿por qué razón iban a llegar?

Era demasiado temprano para levantarse, pero me he vestido de todos modos. Me he calzado las botas, me he abrochado el abrigo, he recogido el bolso del suelo y, antes de marcharme, he sacado la caja con el sestercio de su bolsa, he cogido la moneda, me la he guardado en el bolsillo y he dejado la caja y la bolsa encima de la mesa. Me he llevado la llave, porque no había nadie en la recepción, y he caminado por las calles, prácticamente desiertas, en la oscuridad.

Cuando he vuelto al hotel un par de horas después, ya había amanecido y pasaban unos minutos de las siete. He ido al bufé a servirme una taza de café, que he subido a mi habitación, y en este momento estoy sentada a la mesita. Sé que sigue siendo dieciocho de noviembre, no sé lo que voy a hacer con el día, pero sé lo que puedo esperar. Un enésimo dieciocho de noviembre: eso es lo que puedo esperar.

 

# 374

Todos los días recorro mis calles. Cruzo el boulevard Chaminade y subo por el passage du Cirque. Atravieso la placita en la que desemboca la rue Renart para continuar por la rue Almageste. Me siento en un café o en un banco de algún parque.

No hay ningún cambio y no tengo nada que hacer. No tengo ningún libro que comprar, ni subastas a las que asistir, ni amigos a los que visitar. No he de seguir pauta alguna ni organizar mi jornada conforme a un patrón de sonidos y silencio, carezco de planes o de agenda. El tiempo pasa, pero solo añade un día tras otro a mi mundo, no va a ningún sitio, no tiene paradas ni estaciones, solo esta cadena infinita de días.

Paso por las librerías de viejo del barrio, pero sin entrar. Miro los libros del escaparate, dudo un momento, y sigo mi camino. Voy ampliando el círculo en el que me muevo y descubro nuevas calles. En la rue d’Ésope me paro frente a una librería anticuaria que no conocía. Siento el impulso de entrar para echarles un vistazo a un par de obras expuestas en el escaparate y, aun así, me quedo fuera. No tengo nada que hacer ahí dentro, son establecimientos que pertenecen a un tiempo pasado y yo ya no soy T. & T. Selter.

Paso por la tienda de Philip Maurel. En alguna ocasión me he acercado al cristal para echar un vistazo al interior del local. Solo lo hago cuando Marie está sola, pues no me quiero arriesgar a que me reconozcan; sé en qué momento llega Philip y cuándo se va, no quiero encontrarme con él.

Aún conservo el sestercio. Está en el bolsillo de mi abrigo, y Marie tiene expuesta otra moneda en el mostrador. Anoche, al acostarme, olvidé sacar la moneda y ponerla bajo la almohada, pero, al despertarme esta mañana, seguía en el bolsillo. La noto mientras recorro las calles. Si me hubieran dado un perro en lugar de una moneda, podría decir que salgo a pasear con el perro. Así las cosas, salgo a pasear con un sestercio. Un curioso acompañante.

 

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Traducción de Victoria Alonso

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El volumen del tiempo II

 

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