26/11/2021
Empieza a leer 'En verano' de Karl Ove Knausgård
JUNIO
ASPERSORES DE AGUA
Jamás he llegado a entender que tenga mi propio aspersor de agua, solo es una de las muchas cosas que adquirí cuando compramos esta casa, al igual que el cortacésped, las tijeras de podar, los rastrillos y el resto del equipamiento de jardín. Aunque innumerables veces haya conectado la manguera al grifo de la entrada de la casa de verano, haya oído el agua primero chispear, luego silbar, y después haya visto los finos chorros elevarse por el jardín, tal vez unos cinco metros, a menudo brillando con la luz del sol, y a continuación ondear lentamente y caer hacia un lado, volver a elevarse y caer hacia el otro lado, en ese movimiento que siempre me ha recordado a una mano saludando, nunca lo he asociado conmigo o con algo mío, como si lo que representa no me representara a mí, o, en otras palabras, como si la vida que vivo aquí en realidad no fuera mía, sino solo algo en lo que me encuentro accidentalmente en este momento. Sacar una conclusión tan profunda de algo tan pequeño como un arco de metal lleno de agujeros por los que brota el agua puede parecer un poco demasiado forzado, pero de todos los objetos que recuerdo de los veranos de mi infancia, el aspersor de agua es el más emblemático, el que más emociones y sucesos concentra en mi memoria, y el que más asociaciones despierta. Todas las familias de la urbanización tenían un aspersor, y todos eran del mismo tipo, de modo que ese arco reluciente de finos rayos de agua se veía por todas partes en soleados días de verano. Los céspedes en los que se encontraban solían estaban desiertos, como si viviesen su propia vida independiente, como una especie de grandes y amables criaturas sustentadas por el agua. Cuando el agua aterrizaba en el césped, el sonido era casi inaudible, una fina y ligera irrigación que podía ser encubierta por el zumbido de la manguera o del grifo, si no estaba bien cerrado, y podía convertirse en chasquidos o a veces incluso en un repiqueteo si el aspersor estaba colocado de tal manera que el agua daba en hojas de arbustos o árboles. Esos sonidos, que subían y bajaban de un modo metódico y paciente, como un trabajo de precisión, y que también contribuían a la sensación de que el arco de agua era una criatura independiente, podían durar todo el día, hasta por la noche, al margen del resto de los quehaceres de los vecinos, e incluso prolongarse durante toda la noche, aunque eso no sucedía a menudo, por alguna razón no se consideraba apropiado regar en la oscuridad. En nuestra casa, era mi padre el que manejaba el aspersor, no recuerdo haber visto nunca a mi madre moverlo o abrir o cerrar el grifo, aunque no sé por qué era así. El grifo estaba en el sótano de lavar la ropa, y la manguera salía al jardín por la estrecha ventana rectangular que por dentro se encontraba en lo alto de la pared, justo debajo del techo, y por fuera muy abajo, justo encima del suelo. El que la ventana no se pudiera cerrar durante el rato en que mi padre regaba me producía una leve sensación de dolor, mientras que la diferencia de altura de la ventana por fuera y por dentro me resultaba mágica y atractiva. El arco de agua y todos sus aspectos, tanto el visual como el auditivo, y la utilidad que tenía en el jardín, representaba algo incondicionalmente bueno. El que yo ahora maneje un aspersor de agua, cerrándolo, abriéndolo y moviéndolo en mi propio jardín, debería significar algo para mí, si bien no mucho, al menos un poco, ya que aquella vida que entonces solo observaba – la vida de los adultos– se ha convertido en mía, en algo que ya no observo desde fuera, sino que lleno desde dentro. No es así, no encuentro ningún placer especial en poner en marcha el aspersor, no más que el que encuentro en prepararme una rebanada de pan con algo o quitarme los zapatos al entrar en casa. Ahora lo que observo desde fuera es el mundo de los niños, y ¿qué imagen de la asimetría de la vida es más apta que la ventana del sótano, que se encuentra a la vez muy arriba, justo debajo del techo y muy abajo, justo al lado del suelo?
CASTAÑOS
Tenemos un castaño en el jardín, está en el rincón entre las dos casas y se eleva más de veinte metros del suelo, tal vez incluso veinticinco. Las ramas más largas miden más de diez metros, y una de las primeras cosas que hice al llegar aquí fue serrar las de más abajo, ya que algunas cerraban el paso entre las casas, y otras habían empezado a crecer por el tejado y a reposar sobre él. Pero, aunque es un castaño muy grande – desde lejos es lo que se ve de la finca, no los tejados de las casas–, y aunque he trepado por su tronco y lo he serrado, nunca me he fijado en él, nunca he pensado en él. Ha sido como si no existiera. Ahora me resulta inconcebible haber vivido junto a una criatura tan grande durante cinco años sin haberla visto. ¿Qué clase de fenómeno es ese, ver sin ver? Seguramente se trata de que lo que se ve no se queda grabado. Pero ¿en qué se queda grabado lo que realmente vemos? Decimos que algo da sentido, como si el sentido fuera algo que recibimos de regalo, pero yo creo que en realidad ocurre lo contrario, que somos nosotros los que damos sentido a lo que vemos. Y yo no daba ningún sentido a ese castaño que estoy viendo mientras escribo esto. Estaba ahí, y yo sabía que estaba ahí, no es que me chocara con él cuando iba de una casa a otra, pero para mí no tenía ninguna importancia, y, con ello, ninguna existencia real.
Lo que ocurrió fue que esa primavera y ese verano estuve trabajando con cuadros del pintor Edvard Munch. He visto todas sus pinturas una y otra vez, y me he familiarizado con la mayoría de ellas. Munch pintó varios castaños, y me fijé sobre todo en uno de esos cuadros. Muestra un castaño en una calle de una ciudad, y está pintado en un estilo casi impresionista, en el sentido de que todas las superficies aparecen más como colores que como objetos sólidos, son más para el ojo que para la mano, más para el momento que para la duración. El castaño está en flor, y las flores blancas están pintadas como pequeños postes entre todo lo verde, donde brillan como farolas. Cuando ahora miro el castaño de fuera, no hay nada en esas flores que se parezca a las flores que pintaba Munch, no parecen rayas verticales, sino pequeños pufs ordenados en cuatro o cinco niveles, y no son blancas como la cal, sino que tienen una tonalidad entre beige y marrón. Y, sin embargo, fue el cuadro de Munch el que por primera vez, cuando el árbol empezó a florecer a finales de mayo, hizo que reparara en que era un castaño lo que había allí. Lo mismo pasó con los árboles que crecen en la acera de la calle que va al centro de Ystad, la que discurre a lo largo de la vía férrea de la dársena, donde destacan los grandes ferris que van a Polonia y a Bornholm. Pero si son castaños, pensé cuando empezaron a florecer. Y no era el nombre lo que marcaba la diferencia, el que ahora pudiera ver que eran castaños, lo que antes no podía – porque siempre había sabido de qué clase de árbol se trataba–, sino otra cosa, que los castaños ocuparan ya un lugar íntimo en mi conciencia. Y creo que se trata de esa intimidad a lo que nos referimos cuando hablamos de lo auténtico. Porque la intimidad anula radicalmente la distancia, lo que es la esencia de todas las teorías del siglo pasado sobre la enajenación, y sigue actuando en nuestra añoranza por lo concreto, que vivimos como algo más cercano a la realidad. Los polos no son modernismo y antimodernismo, progreso y retroceso, son solo las consecuencias del equilibrio entre la intimidad y la no intimidad, a lo que se le dé peso, lo que a su vez depende de lo que necesitemos y queramos obtener de la vida. ¿Queremos acoger al castaño, queremos verlo y dejarle espacio dentro de nosotros, queremos sentir su presencia cada vez que pasamos por delante de él, otorgarle su propio lugar en la realidad? Lo que el castaño articula, lo que expresa, no es nada más que él mismo. Y quizá ocurra lo mismo con nosotros, es decir, que lo que articulamos, lo que expresamos, no sea más que nosotros mismos. ¿Una determinada presencia en un determinado lugar a una determinada hora? Eso pienso cada vez más, que los pensamientos son solo algo que me recorre, y que yo igualmente podría haber sido otro, que lo esencial no es quién soy yo, sino qué soy, y que lo mismo rige para el castaño de fuera justo en este momento, en medio de su remolino de hojas verdes y flores blancas.
PANTALONES CORTOS
Hoy llevo pantalones cortos, son de color verde musgo y me llegan justo por encima de las rodillas, y aunque con el calor son más cómodos que los pantalones largos, también hay en ellos algo ligeramente incómodo, es como si me hicieran más pequeño, como si yo fuera demasiado viejo para ellos. El propio concepto, pantalones cortos, es infantil en su sencilla descripción, una palabra que podría haber inventado un niño, emparentada con fútbol, trepar a los árboles y chupete. En cambio, si escribo que hoy llevo shorts, lo siento como algo un poco menos infantil, y si añado que son de color verde caqui, ya no suena como si llevara la prenda de un chico de diez años, sino más bien la de un joven a principios de la veintena, camino de un festival de música. A mediados de la década de los noventa, leí una novela que me causó una profunda impresión, y que dio forma a algunas corrientes y campos dentro de mí que hasta entonces eran indefinidos. Era Niños en el tiempo, del autor británico Ian McEwan. La historia principal trata de la mayor angustia pensable, un niño que desaparece, pero lo que se grabó en mí fue uno de los temas paralelos del libro, que trata de regresión y puerilidad, un hombre que, si mal no recuerdo, era miembro del Parlamento, retrocede a la infancia, se pone unos pantalones cortos y empieza a trepar a los árboles, a construir cabañas en ellos, a jugar como jugaba cuando era pequeño. Yo lo viví como algo grotesco, porque la caída estaba totalmente despojada de dignidad, algo completamente diferente a caer en el alcoholismo o la narcomanía. Al mismo tiempo, me sentía ligeramente atraído hacia aquello, porque no solo me llenaba de una fuerte nostalgia por todo lo que tenía que ver con mi infancia – el olor a nieve derritiéndose y la visión de los bordes blancos de hielo de los que caía agua a la carretera, bajo un cielo nublado, por ejemplo, podía provocar en mí un deseo de volver a cuando viví lo mismo de niño, un deseo tan intenso que dolía–, también añoraba que se me cuidara como entonces. No directamente, ni siquiera de un modo insinuado, hasta que leí la novela de McEwan y todos esos sentimientos vagos y no reconocidos se metieron en la forma del libro, de modo que podía verlos desde fuera como algo objetivo en el mundo. También veía claramente su rasgo grotesco. El adulto que quiere ser niño es aún más grotesco que el viejo que quiere ser joven, y yo utilicé ese enfoque para escribir mi primera novela, en la que la añoranza de convertirse en niño se transforma en la añoranza de ser niño, recuerdo los intensos sentimientos con los que me llenaron los primeros enamoramientos cuando aún estaba en primaria, dejando que el protagonista entrara allí dentro, dentro de aquello, y se enamorara de una niña. Ahora todas esas añoranzas y sensaciones me resultan extrañas, y cuando esta mañana parecía que iba a ser un día caluroso y me puse unos pantalones cortos, noté una suave sacudida de disgusto hacia esa forma, la negación de lo vital en lo retrospectivo, y tuve que decirme a mí mismo que no es más que un trozo de tela que deja las piernas al aire. Pero aunque la nostalgia ha desaparecido o cedido hasta lo irreconocible, sé que existen otras corrientes y patrones inconscientes dentro de mí – durante toda mi vida de adulto, por ejemplo, he entablado relaciones que recuerdan a las que tuve en mi infancia, de modo que la persona a la que amaba ocupaba la misma posición que había ocupado mi padre, una persona a la que yo quería apaciguar, satisfacer, a quien al mismo tiempo temía y por quien podía sentirme hechizado– y lo de hacerse mayor tal vez trata sobre todo de librarse de esos modelos, de descubrirlos y reconocerlos, para poder vivir de acuerdo con quien uno es o quiere ser, no con quien uno era o quería ser. La ventaja de conservar patrones antiguos es que dan la sensación de seguridad, no importa lo dolorosos o destructivos que puedan ser. Lo libre es inseguro, en lo libre puede ocurrir cualquier cosa, y una de las paradojas de la vida, o al menos una de las paradojas de mi vida, es que ahora, al salir a lo abierto y a lo libre, ya no lo necesito, eso era en la primera parte de mi vida, hasta que cumplí los cuarenta, cuando tenía todas las posibilidades por delante, cuando podría haberlo necesitado y podría haberme alegrado de ello. ¿Para qué necesita libertad un hombre de mediana edad con pantalones cortos?
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Traducción de Asunción Lorenzo y Kirsti Baggethun.
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