02/09/2024
Empieza a leer 'Gritar, arder, sofocar las llamas' de Leslie Jamison

 

Para mi padre, Dean Tecumseh Jamison

 

¿Cuándo conocen los sentidos algo más perfectamente que cuando lo echamos de menos?
MARILYNNE ROBINSON, Vida hogareña

  

1. Anhelar

 

52 Azul

7 de diciembre de 1992. Whidbey Island, estrecho de Puget. Las dos guerras mundiales habían pasado, al igual que las otras guerras: Corea, Vietnam. Hasta la Guerra Fría había pasado, por fin. La base militar aeronaval de Whidbey Island, en cambio, seguía estando ahí, como el océano Pacífico con sus vastas e insondables aguas, que se extendían más allá de un aeródromo bautizado con el nombre de un aviador cuyo cadáver jamás se recuperó: William Ault, caído en la batalla del mar del Coral. Así son las cosas: el océano engulle cuerpos humanos y los vuelve inmortales. William Ault se convirtió en una pista de despegue por la que otros hombres subirían al cielo.

En la base aeronaval, el océano infinito se traducía en una serie de datos finitos, recabados mediante una red de hidrófonos repartidos por el fondo marino. Estos hidrófonos, empleados durante la Guerra Fría para rastrear los submarinos soviéticos, se dedicaban ahora al estudio del propio mar, transformando sus ruidos informes en algo mensurable: páginas de gráficos impresos que un espectrógrafo escupía sin cesar.

Ese día de diciembre de 1992, Velma Ronquille, suboficial de segunda clase de la marina estadounidense, oyó un sonido extraño y decidió ampliarlo en otro espectrograma para poder estudiarlo mejor. Le costaba creer que tuviera una frecuencia de cincuenta y dos hercios. Llamó por señas a uno de los técnicos de sonido y le pidió que volviera, que echara otro vistazo al espectrograma. El hombre así lo hizo. Se llamaba Joe George. «Creo que es una ballena», le dijo Velma. 

«Si no lo veo, no lo creo», pensó Joe. Parecía inconcebible. El patrón sonoro se correspondía con la llamada de una ballena azul, pero este cetáceo suele usar una frecuencia de entre quince y veinte hercios, un murmullo casi imperceptible, al filo de lo que el oído humano alcanza a percibir. Cincuenta y dos hercios era una barbaridad. Pero ahí estaba, negro sobre blanco, la firma sonora de una criatura que surcaba las aguas del Pacífico entonando una melodía excepcionalmente aguda.

Las ballenas emiten llamadas por varios motivos: para orientarse, buscar alimento, comunicarse entre sí. En el caso de ciertos cetáceos, incluidas las ballenas azules y las jorobadas, el canto también desempeña un papel importante en la selección sexual. Los machos de ballena azul poseen una mayor potencia vocal que las hembras, y el volumen de su canto –más de ciento ochenta decibelios– no tiene parangón en todo el mundo animal. Emiten chasquidos, gruñidos, trinos, murmullos y gemidos. Suenan como bocinas de niebla. Sus llamadas pueden recorrer miles de kilómetros a lo largo y ancho del océano.

Dado lo insólito de la frecuencia acústica empleada por esa ballena, los técnicos de Whidbey siguieron rastreándola durante años, cada nueva temporada migratoria, en su desplazamiento al sur desde Alaska hasta la costa de México. Dieron por sentado que se trataba de un macho, puesto que solo ellos cantan durante la temporada de apareamiento. Su trayectoria no era atípica, solo su canto, así como el hecho de que nunca se detectara la presencia de otra ballena en su cercanía. Siempre parecía estar solo. Cantaba a pleno pulmón sin dirigirse a nadie en particular, o por lo menos nadie parecía darle réplica. Los técnicos acústicos lo bautizaron como 52 Azul. Un informe científico acabaría certificando que nunca se habían registrado llamadas de ballena con características similares. «Tal vez sea difícil de aceptar –concedía el informe–, pero puede que estemos ante un espécimen único en esta inmensa masa oceánica.»

 

El viaje en coche desde Seattle a Whidbey Island me llevó a cruzar el paisaje industrial del estado de Washington en todo su elemental esplendor: inmensas pilas de leños cortados, ríos abarrotados de troncos que flotaban como peces atrapados en una red, grandes contenedores metálicos de colorines amontonados junto al puerto de Skagit y un rosario de silos blancuzcos cerca del paso del Engaño, allí donde el puente de acero se elevaba majestuoso sobre el estrecho de Puget, cuyas aguas impetuosas destellaban al sol, como erizadas de esquirlas, unos sesenta metros más abajo. Al otro lado del puente la isla se antojaba bucólica, un paisaje de ensueño, casi un reducto. TIRAR BASURA SALE CARO, advertía un letrero. HAGA UN USO SEGURO DE LOS CALEFACTORES ELÉCTRICOS, rezaba otro. Whidbey Island presume a menudo de ser la isla más larga de América, pero eso no es del todo cierto. «Whidbey es larga –observó con cierto retintín el Seattle Times en el año 2000–, pero no la que más... ni de largo.» En todo caso, es lo bastante larga para acoger una exhibición de cometas de papel, una feria del mejillón, una carrera ciclista anual (conocida como «el tour de Whidbey»), cuatro lagos y un juego de intriga detectivesca que se celebra todos los años y convierte al pueblo de Langley y sus 1.035 habitantes en un inmenso escenario del crimen.

Joe George, el técnico que identificó a 52 Azul, sigue viviendo en su humilde casita en la ladera de un monte situado en el extremo norte de Whidbey Island, a unos diez kilómetros de la base aeronaval. Cuando fui a verlo salió a abrir la puerta con una sonrisa. Es un hombre corpulento, de pelo canoso y aire serio y formal, pero afable. Aunque no trabaja en la base aeronaval desde hace veinte años, pudimos acceder al recinto gracias a su carnet de la armada estadounidense. Me contó que lo usaba para llevar residuos al punto de reciclaje de la base. Delante del club de oficiales, varios hombres con uniforme de aviador tomaban cócteles en una terraza con suelo de tarima, más allá de la cual se adivinaba la hermosa y abrupta línea costera: el oleaje rompiendo en la arena oscura, el viento cargado de salitre agitando el follaje perenne de los árboles.

 

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Traducción de Rita da Costa

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Gritar, arder, sofocar las llamas

 

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