26/05/2023
Empieza a leer 'Inglaterra, Inglaterra' de Julian Barnes
1. INGLATERRA
Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»
Y ella respondía: «No me acuerdo.»
Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.
–Sé lo que quieres decir –decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar–. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.
Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso. No era una cosa sólida, tangible, que el tiempo, a su manera despaciosa y cómica, pudiese decorar con detalles fantasiosos a lo largo de los años –un remolino vaporoso de niebla, un nubarrón, una diadema–, pero nunca eliminar. Un recuerdo, por definición, no era una cosa, sino... un recuerdo. Un recuerdo ahora de un recuerdo un poquito anterior a un recuerdo previo a aquel recuerdo de cuando. Así, la gente estaba segura de que recordaba una cara, un rodillazo que les habían propinado, un prado en primavera; un perro, una abuelita, un animal de algodón cuya oreja se desintegraba, ensalivada, de tanto mordisquearla; la gente rememoraba un cochecito de niño, la vista desde ese coche, la caída desde el coche y el golpe con la cabeza contra el tiesto que su hermanito había volcado para subirse encima y examinar al recién llegado (aunque muchos años después empezarían a preguntarse si aquel hermano no les habría arrancado del sueño y golpeado la cabeza contra el tiesto en un arranque primario de cólera fraterna...). La gente recordaba estas escenas con la mayor certeza, de forma incontrovertible, pero ella recelaba, dudaba de que no fuese un relato ajeno –fuera cual fuese su fuente y su intención–, un fantaseo ilusorio o el intento sigilosamente calculado de apresar el corazón del oyente entre el pulgar y el índice y pellizcarlo de suerte que la moradura creciese hasta el brote del amor. Martha Cochrane habría de vivir un largo tiempo, y en todos los años de su vida no encontraría nunca un primer recuerdo que, a su entender, no fuese falaz.
Así que ella también mentía.
Su primer recuerdo, dijo, era el de que estaba sentada en el suelo de la cocina, cubierto con esteras de rafia mal hilada, de las que tienen agujeros en los que ella podía meter una cuchara para hacerlos más grandes y ganarse una bofetada por ello –pero se sentía a salvo porque su madre estaba cantando a solas en segundo plano (siempre cantaba canciones antiguas cuando cocinaba, no las que le gustaba escuchar en otros momentos; e incluso hoy día, cuando Martha encendía la radio y oía algo como «You’re the Top» o «We’ll All Ga ther at the River» o «Night and Day», de repente olía a sopa de ortigas o a fritura de cebollas, ¿no era una cosa rarísima?, y había aquella otra, la de «Love Is the Strangest Thing», que siempre le evocaba el corte súbito y la succión de una naranja)–, y allí, extendidas sobre la estera, estaban las piezas de su rompecabezas de los condados de Inglaterra, y mami había decidido ayudarla formando, para empezar, toda la periferia y el mar, lo cual dejaba perfilado el contorno del país en aquel suelo de rafia de formas curiosas, un poco como una anciana voluminosa sentada en la playa con las piernas estiradas, y las piernas eran Cornualles, aunque por supuesto a ella no se le había ocurrido pensarlo entonces, ni siquiera conocía la palabra Cornualles, ni de qué color era la pieza, y ya se sabe cómo son los niños con los rompecabezas, cogen cualquier pieza y tratan de encajarla por la fuerza en el hueco, así que seguramente ella escogió Lancashire y le obligó a comportarse como si fuera Cornualles.
Sí, aquello era su primer recuerdo, su primera mentira, astuta y cándidamente tejida. Y a menudo había alguna otra persona que había tenido el mismo rompecabezas en la infancia, y surgía un episodio de tenue rivalidad acerca de la tesela que pondrían primero: normalmente era Cornualles, pero a veces era Hampshire, porque Hampshire tenía pegada la isla de Wight y se adentraba en el mar y era fácil rellenar el hueco, y después de Cornualles o Hampshire podía ser East Anglia, porque Norfolk y Suffolk estaban asentados uno encima de otro como hermano y hermana, o se aferraban como marido y mujer, acoplados en posición horizontal, o formaban las dos mitades de una nuez. Luego estaba Kent apuntando con el dedo o la nariz al continente, como advirtiendo: ojo, que allí hay extranjeros; Oxfordshire besuqueándose con Buckinghamshire y aplastando a Berkshire; Nottinghamshire y Derbyshire uno al lado del otro, como zanahorias o piñas; la tersa curva de un león marino, Cardigan. Recordaban que casi todos los condados grandes y claros estaban alrededor del borde, y cuando los colocabas dejaban en el medio un confuso revoltijo de condados más pequeños y de forma rara, y nunca te acordabas de dónde encajaba Staffordshire. Y luego intentaban rememorar los colores de las piezas, lo que en su día había parecido tan importante, tanto como los nombres, pero ahora, tanto tiempo después, ¿Cornualles había sido malva y Yorkshire amarillo y Nottinghamshire marrón, o era Norfolk el amarillo, o si no su hermana, Suffolk? Y ésos eran los recuerdos que, aunque fueran inexactos, eran los menos falsos.
* * *
Traducción de Maria Rosich
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