20/05/2020
Empieza a leer 'Intento de escapada' de Miguel Ángel Hernández

 

Hay personas que pueden definirse por aquello de lo que escapan, y otras por el hecho de estar siempre escapando.

ADAM PHILLIPS

El arte es una cosa sucia, y no hay manera de lavarla sin que pierda su color.

JACOBO MONTES

 

Prólogo
(Un ruido secreto)

Entré en la sala tapándome la boca con un pañuelo. Apenas pude avanzar unos metros. El hedor era insoportable. La podredumbre penetraba por cada uno de los poros de mi piel. El estómago se me encogió y un regusto amargo comenzó a subir por mi garganta. Cerré los ojos y apreté los dientes para evitar el vómito. Intenté aguantar la respiración todo lo que pude. Cinco segundos, diez, quince, veinte, treinta..., un poco más, cuarenta, cincuenta..., hasta que la náusea remitió y el cuerpo empezó a acostumbrarse. Sólo entonces fui capaz de abrir los ojos y dirigir la mirada hacia el centro de la sala. Y allí conseguí ver por fin la caja, iluminada de modo teatral en medio de la oscuridad.

La estructura, de aproximadamente un metro de alto por uno y medio de ancho, era de madera y tenía refuerzos de metal en las esquinas. Junto a ella había dos pequeñas pantallas que emitían secuencias de imágenes en movimiento. En la primera, una persona entraba en el interior de la caja. Después, alguien se acercaba y tapaba la parte de arriba. Esa acción se repetía constantemente. La segunda pantalla mostraba la caja cerrada. Nadie entraba o salía de ella. Simplemente estaba la caja de madera. La misma de la que provenía el olor que me revolvía las tripas. La misma que tenía delante de mí, en aquella sala de exposiciones del Centro Georges Pompidou de París. La misma junto a la que había una pequeña cartela en la que se podía leer: Jacobo Montes, Intento de escapada, 2003.

La obra formaba parte de la exposición que abría la temporada del centro de arte. Un ruido secreto: lo que el arte esconde, más de cincuenta obras desde las vanguardias históricas hasta la actualidad que pretendían mostrar que el arte siempre oculta algo más allá de lo que vemos. Obras escondidas, veladas, tachadas, tapadas, forradas, borradas e incluso destruidas. Duchamp, Manzoni, Morris, Christo, Acconci, Beuys, Richter, Salcedo... y al final del recorrido, como no podía ser de otro modo, Jacobo Montes, el gran artista social del presente.

 

Yo había ido a París para intentar acabar un libro. El Ministerio de Educación me había concedido una beca de movilidad y tenía la intención de cerrar por fin la investigación que me había mantenido ocupado durante los últimos diez años de mi vida: la ruptura del placer visual en el arte contemporáneo. Dediqué mi tesis doctoral a esa cuestión. La mayoría de mis textos desde entonces no habían cesado de dar vueltas en torno al mismo problema. Pero lo tenía todo disperso en pequeños artículos y textos para catálogos y no encontraba la manera de dar forma a todo ese material. Tras varios años de trabajo frenético, había llegado el momento de juntarlo todo, reescribirlo y armar el libro definitivo. Aquella exposición era la excusa perfecta para empezar de nuevo. Y aquel periodo de estancia me iba a servir para poder dedicarle a la cuestión el tiempo necesario.

 

Sabía desde tiempo atrás que se iba a inaugurar esa exposición en París. Y pude arreglarlo todo para hacer coincidir mi estancia con el evento. Que un centro como el Pompidou organizase una muestra sobre el escondite y la ocultación certificaba que mi trabajo sobre la antivisión seguía estando de actualidad. La exposición entraba de lleno en mi campo de investigación. Esconder las cosas, quitarlas de la vista, no es sino frustrar la mirada del espectador. Ocultar, tachar, velar, encerrar..., romper el placer de la visión. 

Fui a París para escribir un libro. Eso fue lo que dije en la universidad. Eso también era lo que yo me decía. Pero en el fondo sabía que no era totalmente cierto. Al menos no del todo. Había algo más. Algo que tenía claro que iba a encontrar en aquel lugar. Algo que ahora tenía frente a mí y que me retorcía el estómago. Jacobo Montes, el artista imprescindible, el aclamado, la figura fundamental del arte del presente. Y su obra maestra, Intento de escapada, esa que tantas veces había buscado, esa a la que, diez años antes, no tuve el valor de hacerle frente, esa que, desde entonces, nunca había dejado de perseguirme. 

 

No estaba solo en la exposición. Los visitantes rodeaban la caja. Daban vueltas a su alrededor intentando encontrar un sentido a lo que veían, imaginando lo que había en el interior de aquel objeto misterioso, buscando una conexión entre los vídeos que se mostraban y lo que tenían delante de sus ojos; preguntándose, seguramente, si la figura que entraba en la caja aún permanecía allí, si el olor a descomposición que apenas podían soportar tenía que ver con ese cuerpo que ya nunca más se mostraba. Yo sabía que esa posibilidad se les pasaba por la cabeza, que podían pensar que algo no cuadraba allí, que en el fondo todo era una pura contradicción, un juego..., una obra de arte. Lo intuía, reconocía sus miradas, comprendía sus preguntas. Me las había hecho miles de veces. Una y otra vez. Como ellos. Porque tampoco yo sabía lo que había dentro de aquella estructura. 

Pero había algo que sí sabía. Algo que los demás desconocían. La historia de la caja, su pasado, su origen. Eso lo sabía mejor que todos los que ahora estaban en la sala. Mejor que el director del museo, que el comisario de la exposición, que los críticos de arte de las revistas especializadas. Mejor que todos ellos. Y lo sabía porque yo había estado allí. Porque, tiempo atrás, diez años antes, había sido testigo privilegiado de aquel intento de escapada.

Ahora, al observar a los visitantes especular con lo que tenían delante de sus ojos, comenzaron a regresar las imágenes a mi cabeza. Y en ese momento fui consciente de que allí dentro había algo mío. Aunque yo hubiera estado fuera de la caja, mi historia seguía allí encerrada. Fue entonces cuando recordé el día en que escuché por primera vez el nombre de Montes. Lo recordé como un golpe seco. Montes. Un martillazo. Un fogonazo hiriente que pulverizó mi retina. Montes. Un grito de madera. 
Y todo se desplegó.

Como un abanico, el pasado se abrió frente a mí. El final de curso de 2003, Montes, Helena, la ciudad, las mentiras, los desengaños, las impresiones fugitivas, las sombras, los intentos de escapada... y Omar, el desdichado Omar. Todo estaba allí, borroso, difuminado, aparcado voluntariamente en una esquina de la memoria. Una iconostasis tupida no me había dejado distinguirlo con claridad. Pero la visión de la caja, el hedor, el regusto amargo, el vómito contenido, el estómago encogido... se aliaron esa tarde para traer las cosas al presente. 

Un latigazo abrió la caja de las imágenes. 

Y la historia comenzó a brotar en mi cabeza como un rumor incesante. Un ruido secreto que ya no supe cómo acallar.

 

* * *

 

Intento de escapada

 

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