05/09/2023
Empieza a leer 'Kairós' de Jenny Erpenbeck
PRÓLOGO
¿Vendrás a mi entierro?
Baja la vista hasta la taza de café que tiene delante y no dice nada.
¿Vendrás a mi entierro?, pregunta otra vez él.
Pero si todavía estás muy vivo, dice ella.
Pero él pregunta una tercera vez: ¿Vendrás a mi entierro?
Sí, dice ella, claro que iré a tu entierro.
Junto al lugar que elegí hay un abedul.
Qué bien, dice ella.
Cuatro meses más tarde está en Pittsburgh cuando le llega la noticia de que ha muerto.
Es su cumpleaños, pero antes incluso de recibir la primera felicitación desde Europa, la llama Ludwig, el hijo de él, y dice: Padre ha muerto hoy.
El día de su cumpleaños.
En el momento del entierro, ella todavía está en Pittsburgh.
A las cinco de la mañana, las diez hora berlinesa, se levanta puntualmente para el comienzo de la ceremonia, coloca una vela sobre la mesa de la habitación del hotel, la enciende y pone música para él a través de internet.
La segunda estrofa del Concierto en re menor de Mozart.
El «Aria» de las Variaciones Goldberg de Bach.
La Mazurca en la bemol mayor de Chopin.
Cada una de estas piezas musicales se ve interrumpida por anuncios.
El nuevo Hyundai. Un banco que concede hipotecas. Un medicamento contra el catarro.
Cuando, seis semanas más tarde, se marcha de Pittsburgh y regresa a Berlín, ve el montículo de arena fresca y, al lado, el abedul. Ya habían retirado las rosas que le había pedido a un amigo que colocara sobre la lápida. Este amigo le cuenta cómo fue el entierro. Hubo música.
¿Qué música?, pregunta ella.
Mozart, Bach y Chopin, dice el amigo.
Asiente.
Medio año más tarde su marido está en casa cuando una señora entrega dos grandes cajas de cartón.
Lloraba, dice él, y le di un pañuelo.
Hasta bien entrado el otoño las cajas están en el despacho de Katharina.
Cuando viene la señora de la limpieza, Katharina las coloca sobre el sofá, y cuando el cuarto está limpio, de vuelta en el suelo. Cuando tiene que levantar la escalerilla de la biblioteca, las empuja a un lado. En sus estanterías no hay sitio para dos grandes cajas de cartón. El sótano acaba de inundarse. ¿Y si las llevara así tal cual a la basura? Abre la caja de arriba y mira.
Luego la vuelve a cerrar.
Cuentan que Kairós, el dios del instante feliz, tenía un rizo en la frente y solo así podía uno sujetarlo. Ahora bien, en cuanto alzaba el vuelo con sus pies alados, mostraba la parte posterior del cráneo, pelada, reluciente y sin nada en ella a lo que las manos pudieran agarrarse. ¿Hubo un instante más feliz que aquel en que, siendo una chica de diecinueve años, conoció a Hans? Un día a comienzos de noviembre se sienta en el suelo y empieza a revisar, hoja por hoja, carpeta por carpeta, el contenido de la primera y de la segunda caja. Es, básicamente, un campo de escombros. Las notas más antiguas son del año 86, las más recientes, del 92. Encuentra cartas y copias de cartas, notas, listas de la compra, calendarios, fotos y negativos de fotos, postales, collages, algún que otro artículo de periódico. Un terrón de azúcar del Café Kranzler se le desmenuza en las manos. De entre las páginas caen hojas prensadas, en algunas páginas hay fotos de carné fijadas con clips, en una caja de cerillas hay un mechón de pelo.
También ella tiene una maleta con cartas, copias de cartas y recuerdos, la mayor parte objetos bidimensionales, como se conocen en jerga archivística. Tiene sus propios diarios y agendas. Al día siguiente, se sube a la escalera de la biblioteca y saca la maleta del estante superior, cubierta de polvo, por dentro y por fuera. Mucho tiempo atrás, los papeles de las cajas de él y los de la maleta de ella dialogaron. Ahora dialogan con el tiempo. En una maleta así, en una caja así, están principio, mitad y fin unidos con indiferencia en el polvo de las décadas, está lo que se escribió como un engaño y lo que se creyó cierto, lo callado y lo descrito, está todo eso, lo quiera o no, plegado y apretujado, está lo contradictorio, está la furia enmudecida igual que está el amor enmudecido, juntos, en un sobre, en una única y misma carpeta, y lo que uno ha olvidado está tan amarilleado y arrugado como lo que, oscura o claramente, uno aún recuerda. Mientras las manos se le van llenando también de polvo conforme revisa la vieja carpeta, Katharina no puede evitar pensar en cómo su padre hacía siempre de mago en sus cumpleaños de infancia. Lanzaba al aire una pila entera de cartas y luego, según caían, sacaba aquella que ella o algún otro niño habían memorizado.
* * *
Traducción de Neila García Salgado
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