20/09/2022
Empieza a leer 'La arquitectriz' de Melania G. Mazzucco
La gloria de una mujer reside en que no se hable de ella.
ORTENSIA MANCINI,
duquesa de Mazzarino
LA BALLENA
Aquella cosa tenía un color gris polvoriento y se curvaba como una retorta de alquimista: panzuda en la base, se iba estrechando hacia la parte superior. No medía más de medio palmo. Apareció de repente encima del escritorio de mi padre, colocada sobre el rimero de papeles garabateados con su agitada caligrafía. La confundí con un pisapapeles, un fragmento de alguna escultura antigua. De hecho, pese a las escandalosas protestas de mi madre, mi padre había empezado a coleccionar todo tipo de hallazgos, fabricados por los hombres, por la naturaleza o por el azar: los exhumaba, los intercambiaba con otros cazadores de tesoros, a veces los compraba, y a esas alturas su gabinete parecía más la tienda de un chamarilero que el taller de un pintor.
En el interior de cajitas de madera de peral, guardaba fragmentos de huesos de mártires, pulgares de divinidades muertas y cálculos renales recuperados por su cuñado en los orinales de sus pacientes: los amontonaba en los estantes entre libros desencuadernados en hebreo y latín, tablas anatómicas de varios cadáveres diseccionados e incluso, cuidadosamente sellados en un frasco de cristal, pelos de ytzquinteporzotli y xoloitzcuintli, es decir, de lobo y de perro mexicano. Ese espacio siempre en penumbra, que olía a cola, madera quemada y papel viejo, el mundo de mi padre cuando no era mi padre, ejercía sobre mí la fuerza de atracción irresistible de un imán sobre una esquirla de metal.
Mi padre no quería que lo molestaran, pero nunca se encerraba echando el pestillo, porque en el fondo quizá le divertía verme curiosear entre sus maravillas. Mi hermana Albina no sentía ningún interés por sus dibujos ni por las flores secas. Él apenas levantaba la cabeza del papel y, llevándose el dedo a los labios, me conminaba a que guardara silencio. Luego mojaba la pluma en el tintero y se olvidaba de mí. Encaramada en el taburete con los pies remolinando en el aire, lo veía escribir, escribir, escribir. Quién sabe qué. Por aquel entonces yo apenas sabía deletrear. Y no entendía por qué un pintor tenía que utilizar la pluma tan a menudo.
Aquello, sin embargo, no era un trozo de escultura ni una piedra. Desprendía un penetrante olor a mar y a putrefacción, como si hubiera sido, y en parte aún lo fuera, algo con vida. Era febrero, el frío obligaba a mantener cerrados los postigos, y el hedor rápidamente se volvió tan penetrante que provocaba náusea. El primer día, mi madre, molesta, le exigió que hiciera desaparecer inmediatamente aquella fetidez. Mi padre la fulminó con una mirada de lástima. Cállate, necia mujer, masculló, no sabes de qué hablas. La «fetidez» es más valiosa que todo lo que hay aquí dentro, le advirtió. ¿Cuánto vale?, se animó de nuevo mi madre, tendiéndole la mano. Mi padre se la palmeó en broma. Hay cosas demasiado raras, que no tienen precio, no las vendería ni siquiera por mil escudos, dijo. Por mil escudos vendería con mucho gusto a mi marido, se rió mi madre, guiñándome un ojo, pero desgraciadamente mi hombre no vale tanto. De todos modos, añadió luego, con sorprendente ternura, Giovanni, hazlo desaparecer porque apesta el aire, no quisiera que contagiara ninguna enfermedad a los niños.
Aquello no desapareció. Se limitó a extender por todos los rincones de nuestra casa un olor a mar y descomposición, hasta que, con el paso de los días, se secó y acabó marchita e inerte como un mineral.
Aun así, aquello no era un mineral. No era piedra ni toba. Se parecía al marfil y al cuerno. La superficie, esponjosa, estaba repleta de minúsculos poros. En un costado, erizada de cerdas blancuzcas que parecían las de un cerdo salvaje. Mi padre me pidió encarecidamente que la manejara con cuidado, porque era un trozo del cuerpo de un animal que nunca se ve en nuestros mares. Una criatura de otro mundo. Un pez ballena.
En las tardes de invierno, cuando la lluvia o el aguanieve lo atrapaba en casa, mi padre organizaba representaciones del Orlando furioso, seleccionando las historias más audaces de Angelica, Astolfo y Ruggiero, o de comedias improvisadas, parloteando en veneciano, bergamasco y napolitano en los papeles de Pantalone, Zanni o el Capitán. Ensayaba las escenas delante de nosotros, su primer público. Albina y yo nunca pudimos acompañarlo a las representaciones de comedias, ni siquiera cuando tenían lugar en casas particulares, porque solo podían ir las mujeres casadas. Actuaba de buena gana para nosotras, sus hijas. En nuestra absoluta inocencia, éramos sus críticas más imparciales. Si una ocurrencia no lograba hacernos reír, la eliminaba. La verdadera comicidad, sostenía, debe funcionar incluso ante memos.
Pero sus pequeños espectáculos domésticos tenían también otro propósito. Quería divertirme, estimularme, curarme de mi defecto de fabricación. Se había impuesto esta responsabilidad, que nadie le había pedido, casi como una penitencia por alguna culpa suya. Sin causa aparente, desde hacía algún tiempo había empezado a dormirme de golpe: me resbalaba de la silla o me caía con la cara sobre el plato en un estado de sopor e inconsciencia. Mi madre sospechaba que algún hechizo me había vuelto idiota.
Me reía, pero mi alegría duraba como una tormenta de verano. El descubrimiento de ese defecto mío me cambió. Temerosa de todo, y sobre todo de mí, ya no me atrevía a alejarme de los espacios familiares: aquello podía volver a sucederme y gente desconocida me llevaría al hospital o me abandonaría quién sabe dónde. Prefería quedarme en casa, cuidar de mi hermanita Antonia. La bañaba en la tina, inventaba canciones y cuentos para ella. Me entraron unas ganas inmensas de crecer y de ser madre. Yo ya era una mujercita callada y obediente. Y así habría seguido siendo si aquella cosa no hubiera aparecido en el escritorio de mi padre.
Ninguna de todas las historias que me contó, de hecho, me apasionó tanto como la de esa ballena que una tarde de febrero de 1624 encalló en los guijarros de la costa, un poco más allá de Santa Severa.
Ya estaba oscureciendo cuando un centinela, de guardia en el fortín, vislumbró en el mar, a una milla de distancia, hacia Civitavecchia, una silueta oscura. Tal vez una isla flotante de pecios de algún naufragio, quizá fuera un barco enemigo. ¿Piratas berberiscos que acechaban para lanzar una razia? Inmediatamente dio la voz de alarma. Los soldados corrieron hacia la playa. Pero aquello no era ni una isla ni un barco. Ni siquiera parecía un pez. Era tan grande que pensaron que se trataba de una aparición demoniaca. A la luz de las antorchas, se percataron de que aquel monstruo marino yacía a unas brazas de la orilla. El agua estaba helada, pero no fue eso lo que hizo que los soldados dudaran si dirigirse hacia él: temían que el leviatán aún siguiera con vida. Con las primeras luces del alba, un pescador decidido se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se aventuró hacia aquella mole grisácea, para entonces ya inerte.
Los soldados llamaron a los oficiales y los oficiales llamaron a sus superiores al mando del fortín de Santa Severa. Dependía, como todas las tierras aledañas, del hospital del Santo Spirito. A la luz del nuevo día, el monstruo resultó ser una inofensiva ballena. Nadie recordaba que jamás ballena alguna se hubiera acercado a nadar hasta las aguas de nuestro mar.
Los eruditos recordaban que hacía cuatro años había aparecido una ballena muerta en una playa de Córcega, pero nunca en Italia. Esta debía de venir del océano. Quizá, perseguida por una orca, se había internado en el Mediterráneo y, en su huida, se había alejado tanto que había perdido el camino de regreso. Era una hembra, y estaba sola. No se encontró ni rastro de ningún ballenato.
Según algunos científicos, era muy vieja y por eso no iba acompañada. Según otros, había sido abandonada por su dux. La ballena, en efecto, vive en comunión con un pez largo y blanco, que se aferra a su hocico y siempre se queda con ella. Empuja en su boca los peces diminutos de los que se alimenta, aleja los peligros y, con el toque de su cola espinosa, la pilota en los mares y a través de las corrientes, como si fuera un timón. Por eso lo llaman dux. A cambio, obtiene alimento y protección: durante las tempestades, la ballena lo mantiene a salvo en el interior de su boca. No pueden vivir el uno sin la otra. Si pierde su dux, la ballena no puede avanzar ni retroceder: solo puede morir.
El cadáver se había incrustado entre los escollos que salpicaban la costa, donde, a menudo, empujados por las olas, encallaban navíos y faluchos. Medía más de noventa y un palmos de largo y cincuenta de ancho y pesaba tanto que ni siquiera treinta hombres pudieron arrastrarla hasta la arena. Decidieron despedazarla allí donde había encallado, trepando sobre su lomo brillante como por una colina. La piel, gris claro, era fina y delicada como el tafetán.
Al cabo de unas pocas horas, a esa playa siempre desierta acudió tanta gente que faltó espacio para dar cabida a aquella multitud. Desde Roma, caravanas de carruajes conducían hasta allí a científicos, zoólogos, aficionados, sacerdotes, poetas, pintores. Algunos querían estudiarla, otros simplemente verla, otros dibujarla, para que quedara recuerdo de ella. Aquello era una maravilla.
Pero con igual avidez, muchos querían poseerla. A los campesinos y los pescadores locales les pagaron para que desgajaran la cola, las aletas, la carne, las vértebras. Los más ingeniosos soñaban ya con fabricar con todo ello tronos y taburetes. Le abrieron la boca con postes y vigas. Era tan grande que un jinete habría podido entrar a caballo. También intentaron vaciar los intestinos, pero el cordón de las vísceras era más grueso que un hombre. La carne era roja, como la del buey. La capa de sebo bajo el lomo, tan pesada que se necesitaron tres carros para transportarla, y el aceite que se extrajo de la misma llenó nueve barriles y ardió en las lámparas durante todo un año. Los dientes tenían la altura de una persona, pero se estrechaban en la encía como los tubos de un órgano. El más pequeño era un poco más grande que la retorta de un alquimista. Y era aquello lo que mi padre había colocado sobre su escritorio.
Se lo había regalado fray Luigi Bagutti, el arquitecto de Santo Spirito. Vivía bastante cerca de nuestra casa y se había convertido en el mejor amigo de mi padre: se veían todos los días para comentar las nuevas obras de la Urbe. Fray Leone, su superior, le había procurado huesos, carne y grasa y, sabiendo que mi padre era el hombre más curioso de Roma, siempre hambriento de novedades y de conocimientos, fray Luigi se los enseñó a su amigo. El objeto que tanto me fascinaba era el diente más pequeño de aquella ballena extranjera.
Esa noche soñé con ella. Vagaba perdida entre las olas, atraída por las luces de la fortaleza, pero, al acercarse, los afilados escollos del fondo le desgarraban el vientre. Lanzaba chorros de agua de la altura de un edificio por el orificio de ventilación, pero su dux la había abandonado y nadie acudía a liberarla. Me desperté llorando. Está muerta, Plautilla, dijo mi padre. No podemos hacer nada por ella. Quiero verla, le supliqué. Llevadme a verla, señor padre. No va a volver nunca más, nunca habrá otra.
Yo también quería ir, Plautilla, y te habría llevado conmigo, me aseguró, pero ya es demasiado tarde, no se puede. El hedor de la putrefacción corrompe el aire hasta Civitavecchia. Hay que esperar a que la naturaleza siga su curso.
Para consolarme, cogió una hoja de papel, agarró la pluma, la mojó en la tinta de sepia y dibujó la ballena para mí. Con la boca abierta en una especie de sonrisa, feliz en el agua poco profunda del Tirreno. Era una ballena inventada, de cuento fantástico, porque mi padre solo conoció a la verdadera cuando Bernardino Radi, que supervisaba las obras de Civitavecchia y fue a verla inmediatamente después de la varada, grabó el dibujo que había hecho para venderlo por todas las librerías de Roma.
Pero cuando ya no apeste, ¿me llevaréis allí, señor padre?, le rogaba. Mi padre asintió, distraídamente. Cuatro días después del avistamiento, con una velocidad endemoniada, había escrito la Relación de la ballena; en pocas horas la mandó a la imprenta, y al día siguiente ya estaba a la venta en el librero de Bolonia, en Borgo Vecchio, frente al Cavalletto. La edición se agotó, los ejemplares circularon por toda Roma, pasando de mano en mano en las tabernas, y muchos le felicitaron por la vivacidad de la descripción. La ballena ya no le interesaba. Mi padre prefería lo que aún no ha sucedido.
La ballena de Santa Severa me tuvo obsesionada durante años. No sé por qué esa criatura perdida, fantástica y solitaria me inquietó tanto. Acariciaba el diente para entonces ya seco en el escritorio y lloraba pensando en la reina del mar deshecha en los escollos. Mi madre me tomaba el pelo. Corazón, se reía, guárdate esas lágrimas, que las necesitarás.
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Traducción de Xavier González Rovira.
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