01/09/2021
Empieza a leer 'La caída de Bagdad' de Jon Lee Anderson
PREFACIO A LA EDICIÓN DE 2017
Viajé por primera vez a Irak en el año 2000, movido por la persistente fascinación que me inspiraba su dictador, Sadam Husein. Allí teníamos, a principios del siglo XXI, a un jefe de Estado que indiscutiblemente era un criminal de guerra, que llevaba una vida clandestina en su propio país y que se mantenía en el poder no a pesar del terror que despertaba en su pueblo sino gracias a él. En cierto sentido, Sadam habitaba en un reino mitológico, como en una regresión a la época de Herodes, cuando los reyes guerreros reinaban como semidioses, malévolos y a la vez magnificentes, capaces tanto de las mayores crueldades como de los más dispendiosos mecenazgos. Por orden de Sadam, cientos de miles de personas habían muerto violentamente en Irak y países vecinos, especialmente en Irán, que él había invadido. Había enviado a sus hombres hasta la lejana Europa para asesinar a enemigos exiliados, y utilizado gas venenoso para matar en sus ciudades a miles de civiles kurdos. Un número incalculable de iraquíes habían muerto fusilados o ahorcados en sus infames cárceles. Como consecuencia de esto, todo lo que se dijese de Sadam se había vuelto en cierta forma verosímil. Quise presenciar in situ la tiranía de su régimen y averiguar por qué duraba tanto.
Sadam había dominado la política del país desde finales de los años sesenta y ostentado el poder absoluto desde 1979. Había prevalecido incluso después de su desastrosa decisión de invadir Kuwait en 1990, y más tarde había desafiado a la masiva coalición militar que Estados Unidos lanzó contra él en la Guerra del Golfo de 1991. Aunque su ejército fue desalojado de Kuwait y exterminado en el campo de batalla, inexplicablemente la coalición victoriosa permitió que Sadam continuara en el poder y reprimiera más adelante una insurrección generalizada de la mayoría nacional chiita.
Hacia el final de la presidencia de Bill Clinton, era evidente que las sanciones decretadas por la ONU para frenar a Sadam ya no surtían efecto y que sería necesario buscar nuevas maneras de controlarlo. Por entonces se hablaba poco en Occidente de una nueva guerra encaminada a destronarle. Pero luego llegó la cuestionada victoria electoral de George W. Bush, seguida por los imprevisibles ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, y no mucho después Estados Unidos estaba en guerra no solo en Afganistán sino también en Irak. No obstante la falta de pruebas de la participación de Irak en el 11 de Septiembre, supimos que Bush había decidido invadir Irak y deshacerse definitivamente de Sadam.
Este libro es mi crónica de aquella invasión, de lo que condujo a ella y de lo que sucedió en Irak durante el año siguiente. El régimen de Sadam quedó destruido, pero más adelante se vio que la invasión no fue sino el comienzo de una contienda mucho más larga, más amplia y más sangrienta, un choque en el que primero los norteamericanos se enfrentaron con los insurgentes iraquíes y luego los iraquíes entre sí, en un brutal conflicto sectario entre chiitas y sunitas, al que siguieron el horroroso crecimiento del grupo terrorista supremacista sunita conocido como el Estado Islámico, y una nueva campaña militar estadounidense para aplastarlo.
En el verano de 2017, tropas de miles de norteamericanos y otros soldados occidentales permanecían sobre el terreno en Irak, intensamente concentrados en una ofensiva para arrebatar la ciudad de Mosul al Estado Islámico. En otro escenario bélico iraquí actuaban asimismo soldados y guerrilleros iraníes. Al cabo de tres años encarnizados, el control del Estado Islámico sobre territorio iraquí parecía acercarse a su fin, pero poco más acerca de Irak o su futuro parecía claro.
La historia iraquí sigue su curso y se ha convertido también en una historia norteamericana. No ha terminado aún el desarrollo de los sucesos desencadenados por la invasión de Estados Unidos. Pero este libro trata del comienzo de la era en que el destino de los dos países se fusionó tóxicamente. Trata, sobre todo, de un puñado de personas que llegué a conocer en Bagdad durante uno de los momentos más cruciales y turbulentos de la historia de la antigua ciudad. Cuando las conocí eran habitantes del Irak de Sadam y habían sobrevivido colaborando de una forma u otra con el régimen. La maligna cualidad de la específica tiranía de Sadam era su capacidad de obligar a los iraquíes a participar en su propia opresión. Muchos de ellos apaciguaban su conciencia diciéndose que no les quedaba alternativa porque tenían familia que mantener y proteger, y porque las demás opciones eran la cárcel, el exilio o la muerte. Unos pocos habían optado por la vía de la resistencia y habían sufrido las graves consecuencias.
Para todos ellos la caída de Bagdad en 2003 representó un brusco cambio en la vida que habían conocido. Para algunos significó un nuevo comienzo, pero para otros fue el final del camino. Aquí se relatan sus historias.
PREFACIO
Viajé a Irak por primera vez para estudiar el fenómeno de Sadam Husein. En cierto sentido, Sadam habitaba en un ámbito mitológico, como un personaje de la época de Herodes, cuando los reyes guerreros gobernaban como seres semidivinos, malignos y muníficos a un tiempo, capaces de las mayores crueldades y de los más dispendiosos arrebatos de favoritismo. Y allí estaba Sadam, en los albores del siglo XXI, un jefe de Estado que era a todas luces un criminal de guerra, un prófugo de la justicia internacional que vivía una existencia clandestina en su propio país y que se mantenía en el poder no a pesar de sino gracias al terror que inspiraba entre su pueblo. En cierto modo, todo lo que se dijera de Sadam resultaba creíble.
Yo quería ser testigo directo de su tiranía y comprender qué era lo que la hacía posible. También me movía la intuición de que era inevitable el estallido de una nueva guerra entre Estados Unidos e Irak. Era algo que estaba en el aire, o eso pensaba yo, desde la Guerra del Golfo, cuando el ejército de Irak fue derrotado, y sin embargo, a Sadam se le permitió seguir en el poder. Cuando George W. Bush asumió la presidencia, en enero de 2001, estaba claro que la política de sanciones promulgada por la ONU, que había servido para mantener a raya a Sadam durante el decenio anterior, había dejado de ser eficaz y que había que descubrir una nueva forma de tratar con él. Como ahora sabemos, Bush ya había decidido que la mejor solución consistía en ir a la guerra y deshacerse de Sadam Husein.
Este libro es mi crónica de esa guerra, de los acontecimientos que llevaron a ella y de lo que ha sucedido en Irak desde entonces. La historia de Irak sigue desarrollándose, por supuesto, y hoy se ha convertido también en una historia norteamericana. La invasión y la ocupación han provocado que Estados Unidos haya unido su destino al de Irak en el futuro inmediato. La naturaleza que adoptará la relación entre ambos países es tan imprevisible como su propia duración, aunque hasta la fecha haya sido un encuentro desdichado.
Por encima de todo, este libro trata de un puñado de personas a las que conocí en la antigua ciudad de Bagdad durante uno de los períodos más tumultuosos y decisivos de su larga historia. Cuando les conocí vivían en el Irak de Sadam, y la mayoría de ellos debían su supervivencia a la colaboración con el régimen de una forma u otra. El avieso atractivo de la peculiar tiranía de Sadam radicaba en que los iraquíes estaban obligados a participar en el mismo sistema que los oprimía. Casi todos tranquilizaban su conciencia diciéndose que no les quedaba alternativa, porque tenían una familia que mantener y proteger, y que la otra opción posible era la cárcel, el exilio o quizá la muerte. Algunos de los iraquíes a quienes conocí se decantaron por esta última vía. Para todos ellos, las drásticas transformaciones provocadas por la guerra y la caída de Sadam pusieron un brusco punto final a la vida que hasta entonces habían llevado. Para unos representó un nuevo comienzo; otros descubrieron que habían llegado al final del camino. Aquí refiero sus historias. En la traumática realidad del Irak posterior a Sadam, un nuevo país está naciendo, y cada día trae consigo epílogos y comienzos no solo para los iraquíes, sino también para los norteamericanos.
1
Nasser al Sadún vivía en un chalet apartado, de piedra caliza, en las afueras de Ammán, la capital de Jordania, con su mujer, Tamara, sus dos pastores alemanes y una criada cingalesa llamada Daphne. Desde su casa disfrutaban de una espléndida vista, hacia el oeste, de las onduladas colinas rocosas punteadas de olivos y pinos achaparrados. Más allá de la última colina el terreno desciende hacia la profunda hondonada del gran valle del Jordán, allí donde el río Jordán y el Mar Muerto marcan la actual frontera con Israel. La primera vez que le visité, pocos meses antes del inicio de la guerra de Irak, a principios de noviembre de 2002, Nasser me mostró con orgullo el salón de la vivienda, que estaba decorado con viejos mosquetes, espadas, hachas de guerra y otras reliquias de familia. Me enseñó también dos de sus pertenencias más preciadas: dos yelmos de bronce rematados con púas que databan de las guerras islámicas del siglo VII, acaecidas después de que el profeta Mahoma proclamara el nacimiento del islam en 610 d. C. En un aparador había una fotografía personal del último monarca iraquí, el malhadado Faisal II, descamisado y sonriente mientras practicaba el esquí acuático, tomada poco antes de su asesinato, junto con la mayoría de sus familiares, durante la revolución de 1958. De las paredes colgaban retratos enmarcados de otros antepasados ilustres –jeques, pachás y comandantes de la guardia real, todos barbudos y todos luciendo túnicas gallardas y armados con dagas– de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando Irak todavía era conocido como Mesopotamia.
Hombre apuesto y de cabellos plateados, Nasser desciende de un legendario clan suní cuyos jeques poseían reinos propios, el clan Muntafiq, que habían gobernado casi todo el Irak meridional durante cuatro siglos. Un tío abuelo suyo fue cuatro veces primer ministro de Irak a principios del siglo XX, mientras que su abuelo, nacido en Daguestán, había sido comandante del ejército real. Nasser también es descendiente directo –el trigésimo sexto, por línea directa– del profeta Mahoma. Comentó jocosamente que el fallecido rey Husein de Jordania, pariente lejano suyo, «era solo el cuadragésimo tercero». Nasser se tomaba con un buen humor compungido la decadencia y caída de su familia, que atribuía a cierta lamentable tendencia a tomar siempre decisiones erróneas:
– Nuestros dominios en el sur de Irak eran más grandes que Inglaterra y Gales juntos. Pero cometimos el error de aliarnos con los turcos en contra de los británicos, lo que nos costó las tierras y el poder, y nuestro territorio fue repartido entre otras tribus... Uno de mis abuelos conquistó Kuwait, estuvo allí unos días y se marchó diciendo: «No vale la pena quedarse.» Eso fue pocos años antes de que en Kuwait descubrieran petróleo.
Nasser soltó una risita y levantó las manos en señal de fatalismo, sin que su expresión mostrara el menor rastro de amargura.
Durante la ascensión al poder de Sadam Husein, a principios de los años setenta, Nasser y su esposa, Tamara Daghestani, que también es su prima hermana, se trasladaron a Jordania por invitación del príncipe heredero Hassan, y no volvieron a Irak. Tamara se quedó embarazada y tuvo un hijo, mientras que Nasser, ingeniero de profesión, que en Bagdad había sido uno de los responsables de la central eléctrica Al Dura, encontró empleo en la compañía eléctrica de Jordania y, más tarde, como asesor de la Arab Potash Company, en la que trabajó hasta jubilarse, pocos años antes de que yo le conociese. Sin embargo, seguía en activo como miembro del consejo directivo de la empresa y continuaba conduciendo un Mercedes de la Potash Company. Aunque no era rico, gozaba de una posición desahogada y parecía bastante contento con su suerte. Una vez al año, Tamara y él viajaban a Londres para visitar a amigos y familiares, y Nasser aprovechaba la ocasión para comprar libros agotados sobre Irak en las librerías de viejo de la ciudad.
Recién llegado de una visita a Irak, le hablé a Nasser de lo que allí había visto. Yo había estado cubriendo el denominado referéndum de lealtad organizado por Sadam, en el que millones de iraquíes habían sido transportados en masa a los colegios electorales de todo el país con la orden de marcar la casilla del sí o del no en las papeletas que aprobaban la ampliación del mandato de Sadam durante otros siete años más. El día de la votación lo pasé en Tikrit, la ciudad natal de Sadam, y allí vi a grupos de hombres que bailaban y gritaban «¡Sí, sí, sí a Sadam!», y luego se hacían un corte en el dedo pulgar con una hoja de afeitar a fin de marcar las casillas del sí con su propia sangre. Pregunté a uno de los funcionarios a cargo del colegio electoral cuál creía que sería el porcentaje de votos a favor.
– Todos –respondió, sin dudarlo.
– ¿Por qué? –le pregunté.
– Porque el pueblo ama a Sadam Husein –explicó–. Porque Sadam Husein es nuestro espíritu, nuestro corazón y el aire que respiramos. Sin ese aire, todos moriremos.
El resultado del referéndum fue entusiásticamente proclamado esa misma noche por el ministro de Información de Sadam: el dictador había obtenido un contundente cien por cien de los votos. Uno o dos días después, Sadam expresó su gratitud por la lealtad del pueblo iraquí ordenando la inmediata puesta en libertad de todos los presos del país, excepto los condenados por espionaje para Estados Unidos o la «entidad sionista», Israel. Fui corriendo a Abu Ghraib, la prisión más grande y conocida de Irak, cerca de la ciudad de Faluya, y presencié cómo miles de reclusos atónitos, algunos de los cuales llevaban muchos años en la cárcel, salían tambaleándose de aquel agujero infernal hacia el tumulto de personas que gritaban y lloraban buscando frenéticamente a sus familiares.
Cuando llegué, las puertas de la cárcel todavía no habían sido abiertas y había unos pocos funcionarios en el exterior, que al parecer no sabían muy bien lo que tenían que hacer. Un retrato gigantesco de un Sadam ceñudo, tocado con una fedora y disparando un fusil con una sola mano adornaba una gran valla publicitaria de cemento situada junto a la entrada. Con todo, al cabo de unos minutos, gran cantidad de civiles iraquíes, familiares de los presos, empezó a congregarse en la carretera delante de la entrada. Al cabo de una hora eran centenares. Casi todos gritaban emocionados, daban saltos de alegría y coreaban alabanzas a Sadam Husein. Una mujer de pelo blanco me explicó en correcto inglés que su marido estaba allí dentro. Dijo que había cumplido seis meses de una condena de treinta años, pero se negó a revelarme de qué le habían acusado. ¿Qué pensaba ella de Sadam?
– Todos le queremos, porque sabe perdonar los errores de su pueblo –respondió, y se alejó con aire preocupado.
Detrás de ella, la multitud entonaba, alzando los puños en el aire: «¡Sadam, Sadam, damos la vida y la sangre por ti!» Otros tocaban tambores. Mientras yo les observaba, un gran camión de plataforma se abrió paso despacio entre el gentío agolpado en la carretera. El camión transportaba en la plataforma un tubo largo y cilíndrico, pintado de un color verde militar, del tamaño aproximado de un misil Scud. Nadie pareció advertirlo. Un hombre salió de un edificio administrativo y se presentó a los periodistas como un juez, el presidente del «Comité de Liberación de los Presos». Alguien le preguntó sobre la amenaza para la sociedad que suponía la puesta en libertad de tan gran número de delincuentes y él respondió:
– El Estado es como un padre para todos y resolverá este problema.
Cerca de él, un hombre vestido con una chilaba empezó a disparar al aire con un Kaláshnikov. La turba de familiares se impuso finalmente a los carceleros que trataban de mantener el orden en la puerta y entró en Abu Ghraib como un vendaval. Me vi arrollado por el ímpetu de la multitud. Una vez dentro, vi a lo lejos los bloques de celdas, unos cientos de metros más allá del vasto espacio vacío de un basural cubierto de montículos de tierra y agujeros excavados en el suelo. Los parientes cruzaron corriendo este espacio y se desperdigaron en distintas direcciones, sin dejar de chillar y salmodiar. En el cielo revoloteaban las gaviotas. Un hedor repulsivo gravitaba en el aire. Me uní a un grupo que se dirigía a un edificio situado justo enfrente de la entrada principal de la cárcel. A medida que me acercaba, la pestilencia se iba haciendo más intensa. Aquí y allí, presos demacrados, vestidos con chilabas, trastabillaban hacia las puertas, cargados con bultos de ropas. A algunos les acompañaban personas de aspecto saludable, sin duda sus familiares, muchos de ellos llorando, besándolos y abrazándolos. Por delante de mí pasó un hombre llevando en brazos a un joven de aspecto consumido, quizá su hermano, que parecía al borde de la muerte. Un par de ancianos pasaron de largo, con un aire de extravío y desorientación completos, arrastrando por el suelo sus pertenencias con ayuda de cuerdas.
Al fondo de la gran explanada de tierra, la muchedumbre de la que yo formaba parte llegó ante un muro grande, con una entrada en forma de túnel debajo de un arco. Lo cruzamos y salimos al otro lado. Me encontré en un rectángulo desértico y maloliente, circundado por muros y entradas enrejadas que conducían por todas partes a bloques de celdas. Miré a un lado y descubrí el origen de aquella pestilencia: un gigantesco montón de basura. Calculé que tendría el tamaño de una vivienda muy espaciosa y parecía haberse ido apilando a lo largo de años. La fetidez que despedía te revolvía el estómago.
En el interior reinaba una anarquía absoluta. Hombres y chicos jóvenes corrían por el patio, trepaban a los tejados de los pabellones, arrancaban hileras de alambre de espino para acceder a ellos, gritando sin cesar a voz en cuello. Grupos confusos de hombres y mujeres corrían en tropel de un lado a otro, y los escasos carceleros les perseguían gesticulando y chillando en árabe. No era fácil saber si los que estaban de pie en los tejados eran reclusos o familiares. Advertí que numerosos presos estaban contemplando la escena desde los pisos superiores de los pabellones. El alambre de espino enrollado hacia dentro sobre las ventanas enrejadas de las celdas estaba cubierto de excrementos humanos que recordaban al barro reseco. Mientras yo contemplaba aquella imagen, se me acercó Giovanna Botteri, una atractiva reportera rubia del canal de televisión RAI 3. Giovanna vestía unos vaqueros de Armani muy ceñidos y blancos y una camisa blanca. Me dijo que el cámara que la acompañaba estaba atrapado entre el gentío y que los hombres la estaban manoseando. Me pidió que la ayudara. Un agente de algún tipo, vestido de paisano, vino hacia nosotros; a todas luces alterado por la presencia de Giovanna, me ordenó que la sacara de allí. A nuestro alrededor se habían formado enseguida corros de jóvenes que, como lobos, empezaron a comentar, a reírse y a señalar a Giovanna con aire excitado. Ella se aferró a la parte trasera de mi cinturón y empezamos a abrirnos paso entre la turba, precedidos por el agente protector, que indicaba los huecos abiertos entre la gente y gritaba a los hombres de alrededor. De vez en cuando se acercaba alguno y yo notaba que Giovanna se estremecía o chillaba cuando la agarraban. «Me parece que no es un buen día para ponerse un Armani», bromeó en un momento dado.
Nos aproximamos otra vez a la especie de túnel que había en el muro y que estaba bloqueado por una masa de hombres. El providencial agente de paisano se había esfumado. Algunos carceleros que había por allí empezaron a despejar el acceso a golpes, y el grupo comenzó a dispersarse. Cuando nos acercamos, uno de los guardias empezó a darme empujones. Yo le empujé a mi vez y le grité, y él volvió a empujarme. Apareció una camioneta con un par de soldados en la parte trasera y me abrí paso para subirme a ella, con Giovanna aferrada a mi cinturón. La camioneta aceleró y se precipitó hacia el túnel. En el otro lado del muro, uno de los soldados nos obligó a bajar. Uno o dos minutos más tarde, al cabo de más refriegas, huyendo de la turba salimos a la gran explanada que centenares de presos estaban cruzando hacia las verjas abiertas de la entrada. Nos sumamos a ellos.
En Bagdad, dos días más tarde, un grupo de iraquíes que decían ser familiares de presos desaparecidos se congregó ante la sede del Ministerio de Información, donde también estaba la oficina de prensa para los corresponsales extranjeros. Los hombres habían recorrido las calles de Bagdad lanzando gritos en favor de Sadam, pero cuando estuvieron en presencia de periodistas dejaron claro que estaban inquietos porque sus familiares no habían aparecido cuando los otros habían sido liberados. Una protesta así no tenía precedentes en el Irak de Sadam. No obstante, antes de que los periodistas tuvieran tiempo de entrevistar a alguien, los funcionarios del ministerio hicieron salir a guardias armados para disolver la concentración. Al día siguiente, el ministerio estaba rodeado de guardias y los altos funcionarios estaban de un humor de perros. Estaban particularmente indignados con la CNN, que había emitido imágenes en directo de la protesta. Pocos días después, Jane Arraf, la directora de la CNN en Irak, fue expulsada del país.
Un par de noches más tarde, en el curso de una entrevista con Tarek Aziz, el viceprimer ministro de Sadam, expresé mis reservas sobre la conveniencia de dejar sueltos por las calles de Irak a tan gran número de presos, entre ellos a miles de delincuentes comunes. Aziz dio una chupada a su puro cubano y respondió con soltura:
– Las familias de los presos han demostrado su lealtad al presidente, y usted comprenderá que tenemos que recompensarlos. El presidente ha pedido a sus familias que corrijan a esos hombres, y no dudo de que muchos de ellos le apoyarán y lucharán por él. Un presidente como Sadam Husein no habría puesto en libertad a decenas de miles de prisioneros si se creyera amenazado por ellos. Si les tuviéramos miedo, habríamos rodeado la cárcel con tanques y los habríamos matado a todos. Pero no lo hemos hecho. Nosotros creemos en Dios. Somos como Jesucristo, que perdonó a quienes le crucificaron.
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Traducción de Jaime Zulaika.
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