13/03/2024
Empieza a leer 'La democracia expansiva' de Nicolás Sartorius

 

1. DE LAS GUERRAS CALIENTES Y FRÍAS

La IIª Guerra Mundial la ganaron, desde un punto de vista social, los trabajadores europeos, con la ayuda tardía de los norteamericanos. En términos políticos, fue una alianza entre la URSS – primer país en el que se intentaba un sistema no capitalista–, la Norteamérica del New Deal de Roosevelt y una Europa ocupada, en la que solo quedaban Gran Bretaña y múltiples focos de resistencia en el continente. En realidad, después de la batalla de Inglaterra, durante muchos meses fue un combate entre la Alemania nazi y la Unión Soviética.

Las causas de aquel conflicto espantoso hay que buscarlas en la Gran Guerra y su nefasto Tratado de Versalles, pero sobre todo en el nacionalismo belicista de los nazis y en las secuelas tóxicas de la gran crisis del capitalismo de los años treinta del siglo pasado. Esta quiebra del sistema comenzó en Estados Unidos con el famoso crac de Wall Street en octubre de 1929 y, como sucediera años después, saltó del sector financiero a la economía productiva, y del país norteamericano a la vieja Europa. Una vez más, las cíclicas convulsiones del capitalismo provocaron efectos catastróficos en las mentes atemorizadas de los individuos, arrastrándolos a posturas defensivas y reaccionarias de naturaleza xenófoba y nacionalpopulista.

Las fuerzas políticas que consiguieron dar expresión a estos estados de ánimo colectivos y lograron, a la postre, conquistar el poder tenían, con ligeras variantes, parecidas características: un nacionalismo radical y belicista, un manifiesto racismo, y una agresividad enfermiza contra todo lo que oliera a democracia liberal o a partidos y sindicatos de izquierda. Un factor que alimentó a estas fuerzas de ultraderecha fue, sin duda, el pánico que suscitaron entre las clases propietarias el triunfo de la Revolución en Rusia, los movimientos de los consejos (sóviets en Rusia) que se extendieron por diversos países de Europa como Alemania, Italia, Austria o Hungría, y, más tarde, los frentes populares que triunfaron en Francia y España. De ahí que en el surgimiento, la financiación y el apoyo a los partidos fascistas, nazis y de ultraderecha tuvieran un papel esencial los sectores dominantes del gran capital y de las burguesías nacionales, sin cuyo concurso esas formaciones no habrían alcanzado el poder y arrastrado a Europa a una guerra devastadora.

El Partido Nacionalsocialista alemán de Hitler, el Partido Fascista italiano de Mussolini, el petainismo francés o el franquismo español son hijos de las grandes burguesías y de los poderosos financieros, industriales y terratenientes de sus respectivos países. Lo anterior no es contradictorio, sino que se compadece, con el hecho de que la masa movilizada por esos partidos estuviese formada, en su mayoría, por la pequeña y mediana burguesía e incluso por numerosos sectores de trabajadores. Pero las fuerzas dominantes que estaban detrás, financiando esos partidos y aprovechándose de sus políticas belicistas y antiizquierda, eran los grandes propietarios. Está acreditado que las mayores empresas alemanas financiaron y apoyaron a Hitler en la liquidación de la República de Weimar y en sus aventuras guerreras. Entre otras muchas cabría destacar Bayer, BMW – de la familia Quandt–, Daimler, IG Farben, Agfa, Telefunken, Schneider, Siemens, Mannesmann, Flick, Deutsche y Dresdner Bank, además de a los grandes personajes que se sentaban en sus consejos de administración, como Gustav Krupp von Bohlen – presidente de la Industria Alemana del Reich–; el cuarto hijo del káiser, Augusto Guillermo; Fritz Thyssen; el conde von der Solz; el magnate del carbón Emil Kirdorf; Hjalmar Schacht, expresidente del Reichsbank; Kurt Schmitt – de Allianz–; los von Finck; los Porsche-Piëch; Walther Funk, magnate de la prensa, y Albert Vögler, de la industria siderúrgica, así como a los grandes terratenientes, con el presidente de la Liga Agraria del Reich a la cabeza.

Otro tanto ocurrió en el caso del fascio italiano. No debe resultar extraño si tenemos en cuenta que lo primero que hizo Mussolini cuando tomó el poder en 1922 fue «reordenar» el sistema tributario y destruir las organizaciones sindicales, industriales y agrarias. Contó con el apoyo directo del terrateniente Colonna di Cesarò; de Rossi di Montelera, copropietario de Martini Rossi y presidente de la Cámara de Comercio de Turín, y del conde Zappi Recordati, terrateniente y presidente de la Confederación Nacional de la Agricultura. De igual condición latifundista eran el conde Filippo Cavazza, el marqués Carlo Malvezzi y los líderes de empresas como Fiat, Perrone, Pirelli, Orlando y Montecatini, entre otros muchos. Lo que no empece para que algunos de ellos evolucionaran con el tiempo y se fueran distanciando al compás del devenir de la guerra.

Por otra parte, la colaboración del gran capital francés con la Alemania hitleriana está igualmente documentada. Las habituales comidas en la llamada Table Ronde del Hotel Ritz eran conocidas como los «almuerzos de la traición». En ellos, una buena parte de los más importantes industriales franceses aceptaron colaborar con las demandas de los ocupantes, incluyendo el esfuerzo bélico. Empresas como Renault, Peugeot, Pechiney, Rhône-Poulenc, Saint-Gobain, Ugine, Champagne Pommery, Ford (Francia), Grands Hotels, Société Générale, Banque Nationale y Paribas, entre otras, aparecen en esta lista de la vergüenza. Personajes como Louis Renault, François Albert-Buisson, el barón Pierre d’Oissel, Jean Parain, Maurice Dollfus, el marqués Charles de Polignac, el príncipe de Beauvau-Craon, André Laurent o Marcel Boussac eran de los que pensaban que el bolchevismo era mucho más terrible que el nazismo. Desde el punto de vista de sus intereses crematísticos y de clase no les faltaba razón. Una colaboración que fue cambiando, como en otros países, entre 1943 y 1944, en especial tras la derrota nazi en la batalla de Stalingrado. Hubo, como en todas partes, excepciones: fue el caso de Raoul de Vitry, director general de Pechiney y uno de los pocos que se sumaron a la Resistencia.

Pero incluso en los países que, a la postre, acabaron enfrentándose a Hitler y Mussolini, estos gozaron de simpatías y apoyos entre las clases altas, como fueron los casos de Henry Ford en Estados Unidos o de Eduardo VIII, más conocido como el duque de Windsor, en Gran Bretaña. Por no hablar del caso español, cuyo golpe cívico-militar de julio de 1936 fue financiado, apoyado y sostenido, en todo momento, por los grandes financieros, industriales y terratenientes, pertenecientes a la llamada aristocracia en su mayoría: queda reflejado en investigaciones como las de Ángel Viñas o Sánchez Asiaín. De este panorama se deduce que es bastante evidente la responsabilidad de esos sectores del gran capital en la conquista del poder por dictadores fascistas y en la subsiguiente guerra Mundial. Lo notable del asunto es que, salvo rarísimas excepciones, ninguno de los que pertenecieron a países como Alemania, Italia o Francia tuvo que rendir cuentas ante la justicia y siguieron disfrutando de sus empresas y riquezas una vez finalizada la contienda. No sé qué hubiera sucedido si tamaña hecatombe la hubiese provocado el «socialismo» y no el «capitalismo», como en este caso.

Los que murieron, tanto militares como civiles, pertenecieron, como es lógico, a todas las clases sociales, pero en su inmensa mayoría fueron obreros y campesinos, aunque solo sea porque lo eran la práctica totalidad de los 25 millones de ciudadanos soviéticos que perecieron en la contienda. Por eso me he permitido decir que la IIª Guerra Mundial la ganaron los trabajadores de todas clases. El más alto precio lo pagó con diferencia la URSS, con los citados 25 millones de muertos, 1.710 ciudades y poblaciones destruidas y 70.000 pueblos arrasados. Estados Unidos perdió 405.000 ciudadanos-soldados, pero tuvo la fortuna de que ni una sola bomba cayera en su territorio continental. De los 36,5 millones de muertos europeos, Alemania acumuló 4,5 millones; Polonia, 3,5, y Yugoslavia, 1,8. Las muertes italianas se cifraron en 427.000; las de Francia en 400.000 y las del Reino Unido en 350.000. Por su parte Japón tuvo 1,7 millones de bajas y se estima que perecieron 14 millones de chinos. Todo ello sin contar los miles de fallecimientos violentos que se produjeron en multitud de países de Europa y Asia durante la ocupación de las tropas alemanas y japonesas.

 

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