29/08/2022
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Libro primero

 

Primera parte

La tela de la Araña Madre

 

 

27 de agosto de 2018

 

De un escritor y de su obra, como mínimo, podemos saber lo siguiente: uno y otra caminan juntos por el laberinto más perfecto imaginable, un largo camino circular donde el destino se confunde con el origen: la soledad.

Dejo Ámsterdam. A pesar de lo que he averiguado, aún no sé si conozco mejor a Elimane o si su misterio se ha vuelto más intenso. Podría traer aquí a colación la paradoja de toda tentativa de conocimiento: cuanto más destapamos un fragmento del mundo, más conscientes somos de la inmensidad de lo desconocido y de nuestra ignorancia; pero esta ecuación solo traduciría incompletamente cómo me siento ante este hombre. Su caso exige una fórmula más radical, es decir: más pesimista en lo que a la posibilidad misma de conocer un alma humana se refiere. La suya se parece a una estrella eclipsada; magnetiza y engulle todo lo que se le acerca. Analizamos durante un tiempo su vida y, mientras nos levantamos, serios, resignados y viejos, tal vez incluso desesperados, murmuramos: sobre el alma humana no se puede saber nada, no hay nada que saber.

Elimane se hundió en su Noche. La sencillez de su adiós al sol me fascina. La asunción de su sombra me fascina. El misterio de su destino me obsesiona. No sé por qué se calló cuando tenía aún tanto que decir. Sufro, principalmente, por no poder imitarlo. Toparse con un silencioso, un silencioso auténtico, pone siempre en entredicho el sentido –la necesidad– de la propia palabra, de la que a menudo nos preguntamos si no es más que un fastidioso balbuceo, barro idiomático.

Me voy a callar la boca y a dejarlo aquí, Diario. Los relatos de la Araña Madre me han extenuado. Ámsterdam me ha dejado seco. El camino de soledad me espera.

 

I

                                      

Gracias a T. C. Elimane, los autores africanos de mi generación, que no calificaríamos ya de joven, pueden destriparse en justas literarias piadosas y sangrientas. Su libro tenía algo de catedral y de anfiteatro; nosotros entrábamos como a la tumba de un dios y acabábamos arrodillados sobre nuestra sangre derramada en libación a la obra maestra. Una sola de sus páginas bastaba para transmitirnos la certeza de que leíamos a un escritor, un hápax, uno de esos astros que no aparecen más que una vez en el cielo de una literatura.

Me acuerdo de una de las tantísimas cenas que pasamos en compañía de su libro. En pleno debate, Béatrice, la sensual y enérgica Béatrice Nanga que yo esperaba que un día me asfixiase entre sus pechos, había sacado las uñas y había dicho que solo las obras de los escritores de verdad merecían que discutiésemos a muerte, que solo estas calentaban la sangre como un licor de raza y que si, por transigir con la flema de un consenso invertebrado, evitábamos el enfrentamiento apasionado al que dichas obras apelaban, estábamos deshonrando la literatura. Un escritor de verdad, había añadido, suscita debates mortales entre los lectores auténticos, que siempre andan en pie de guerra; si no estáis dispuestos a palmarla en la arena por llevaros a rastras el despojo como en el juego del buzkashi, largaos de aquí y moríos en vuestros propios meados tibios que confundís con una cerveza de calidad superior: sois cualquier cosa menos lectores, y menos aún escritores.

Yo había apoyado a Béatrice Nanga en su impresionante soflama. T. C. Elimane no era clásico sino de culto. El mito literario es un tablero de juego. Elimane se había sentado y había plantado en la mesa las tres mejores bazas que se pueden sacar: para empezar, había escogido un nombre con iniciales misteriosas; luego, solo había escrito un libro; finalmente, había desaparecido sin dejar rastro. Valía la pena arriesgarnos a que nos partieran la cara para apoderarnos de su despojo.

Si bien se podía dudar de que realmente hubiera existido, en una época, un hombre llamado T. C. Elimane, o preguntarse si no sería el pseudónimo que un autor había inventado para burlarse o librarse del mundillo literario, nadie, en cambio, podía poner en duda la potente verdad de su libro: una vez cerrado, la vida refluía a tu alma con violencia y pureza.

Saber si Homero tuvo una existencia biográfica sigue siendo una cuestión apasionante. En últiEn última instancia, sin embargo, no afecta gran cosa a la fascinación de su lector; porque es a Homero, quienquiera que fuese, a quien ese lector agradece que escribiera La Ilíada o La Odisea. De la misma manera, poco importaba la persona, la mistificación o la leyenda tras T. C. Elimane; era a este nombre al que debíamos la obra que había cambiado nuestro punto de vista acerca de la literatura. Quizá de la vida. El laberinto de lo inhumano: así se titulaba, y nosotros acudíamos a sus páginas como los manatíes acuden a beber a la fuente.

En el origen había una profecía y había un rey; y la profecía le dijo al rey que la tierra le daría el poder absoluto pero exigiría a cambio las cenizas de los viejos, cosa que el rey aceptó; acto seguido se puso a quemar a los ancianos de su reino, para después dispersar sus restos alrededor de su palacio, donde, pronto, creció un bosque, un bosque macabro, al que llamaron el laberinto de lo inhumano.

 

II

 

¿Cómo nos encontramos, este libro y yo? Por azar, como todo el mundo. Pero no me olvido de lo que me dijo la Araña Madre: un azar no es más que un destino que ignoramos. Mi primera lectura de El laberinto de lo inhumano se remonta a una fecha muy reciente, algo más de un mes. Aunque mentiría si dijera que desconocía por completo a Elimane antes de esta lectura: en el instituto ya había oído su nombre. Figuraba en el Compendio de las literaturas negras, una de esas antologías indestructibles que, desde la era colonial, servían de libro de referencia a los estudiantes del África francófona.

Era 2008, primero de bachillerato en un internado militar al norte de Senegal. Empezaba a atraerme la literatura y abrigaba el sueño adolescente de convertirme en poeta; ambición decididamente banal cuando descubríamos a los más grandes y el hecho de que vivíamos en un país asediado por el engorroso espectro de Senghor; un país donde el poema seguía siendo uno de los valores más fiables en la camarilla de las seducciones. Era la época en que te ligabas a las chicas con cuartetos, memorizados o compuestos.

En consecuencia, empecé a perderme en las antologías poéticas, los diccionarios de sinónimos, de palabras raras, de rimas. Perpetré algunos poemas espantosos, que salpimentaba con endecasílabos flojísimos llenos de «pálidas lágrimas», «cielos dehiscentes» y «auroras hialinas». Hacía pastiches, parodias y plagios. Hojeaba con frenesí mi Compendio de las literaturas negras. Y fue ahí donde, por primera vez, junto a clásicos de las letras negras, entre Tchichellé Tchivéla y Tchicaya U Tam’si, me topé con el nombre, desconocido, de T. C. Elimane. El comentario que le habían dedicado era tan singular en la antología que le presté especial atención. Decía (he conservado el manual):

T. C. Elimane nació en Senegal. Obtuvo una beca de estudios, fue a París y publicó, en 1938, un libro cuyo destino fue marcado por la singularidad trágica: El laberinto de lo inhumano.

¡Y qué libro! ¡La obra maestra de un joven negro de África! ¡Lo nunca visto en Francia! Surgió una de esas disputas literarias de las cuales este país posee el secreto y el gusto en exclusiva. El laberinto de lo inhumano tuvo tantos defensores como detractores. Pero cuando los rumores auguraban prestigiosos premios al autor y a su libro, un tenebroso asunto literario echó a perder su despegue. La obra fue puesta en la picota; en cuanto al joven autor, desapareció de la escena literaria.

A continuación, estalló la guerra. Nadie ha vuelto a tener noticias del tal T. C. Elimane desde finales del año 1938. Su suerte sigue siendo un misterio a pesar de algunas hipótesis interesantes (sobre esta cuestión, puede ser valioso leer, por ejemplo, el reportaje de la periodista B. Bollème, ¿Quién fue realmente el Rimbaud negro? Odisea de un fantasma, Éditions de la Sonde, 1948). Salpicada por la polémica, la editorial retiró el libro del mercado y destruyó todo el stock. El laberinto de lo inhumano no se ha reeditado jamás. Hoy, la obra es inencontrable.

Lo repetiremos: este autor precoz tenía talento. Genio, tal vez. Es una lástima que lo dedicase a pintar la desesperación: su libro, demasiado pesimista, alimentaba la visión colonial de un África de tinieblas, violenta y bárbara. Un continente que ya había sufrido tanto, que sufría y seguiría sufriendo, tenía derecho a esperar que sus escritores diesen de él una imagen más positiva.

Estas líneas me pusieron sobre la pista polvorienta de Elimane, o más bien sobre la pista de su fantasma. Me pasé las semanas siguientes tratando de averiguar más sobre su destino, pero Internet no me aportó nada que no me hubiese dicho ya el manual. No existía ninguna foto de Elimane. Las escasas páginas web que lo mencionaban lo hacían de manera tan puramente alusiva que enseguida comprendí que no sabían mucho más que yo. Todos o casi todos hablaban de un «vergonzoso autor africano de entreguerras» sin decir en qué consistía su vergüenza, exactamente. No logré obtener más información sobre la obra. No encontré ningún testimonio que la abordase a fondo; ni estudios ni tesis.

Le hablé de Elimane a un amigo de mi padre que enseñaba literatura africana en la universidad. Me dijo que su vida efímera en las letras francesas (insistió mucho en «francesas») no había permitido que su obra fuese descubierta en Senegal. «Es la obra de un dios eunuco. A veces se ha hablado de El laberinto de lo inhumano como de un libro sagrado. La verdad es que no engendró ninguna religión. Nadie más cree en ese libro. Quizá nadie ha creído nunca en él.»

Mi situación en aquel internado militar perdido en medio de la nada limitaba mis investigaciones. Las detuve y me resigné a aquella verdad simple y cruel: Elimane había sido borrado de la memoria literaria, pero también, por lo visto, de todas las memorias humanas, incluidas las de sus compatriotas (pero ya se sabe que los compatriotas siempre son los primeros en olvidarte). El laberinto de lo inhumano pertenecía a la otra historia de la literatura (que quizá sea la verdadera historia de la literatura): la de los libros perdidos en un pasadizo del tiempo, ni siquiera malditos sino simplemente olvidados, y cuyos cadáveres, osamentas y soledades se desparraman por el suelo de cárceles sin carceleros y balizan infinitas y silenciosas pistas heladas.

Me desentendí de esta triste historia y volví a escribir mis poemas de amor con versos patituertos.

En resumidas cuentas, mi único descubrimiento importante fue, en el ignoto foro de una web, la larga primera frase de El laberinto de lo inhumano, como si solo eso se hubiese librado de la aniquilación setenta años antes: En el origen había una profecía y había un rey; y la profecía le dijo al rey que la tierra le daría el poder absoluto pero exigiría, a cambio, las cenizas de los viejos, etcétera.

 

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Traducción de Rubén Martín Giráldez.

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La más recóndita historia de los hombres

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