24/05/2022
Empieza a leer 'La muerte de Belle' de Georges Simenon
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Hay ocasiones en que, en la intimidad de su casa, un hombre va y viene, hace los gestos habituales, los gestos de todos los días, con expresión despreocupada, pero de pronto levanta la vista y se da cuenta de que las cortinas no están corridas, de que hay personas fuera observándolo.
Eso fue en cierto modo lo que le pasó a Spencer Ashby. No exactamente, pues en realidad aquella noche nadie le prestó atención. Disfrutó de la soledad que tanto le gustaba, una soledad espesa, sin ningún ruido exterior; incluso la nieve que había empezado a caer con grandes copos materializaba de alguna manera el silencio.
¿Acaso podía prever, acaso alguien en el mundo podía prever, que más tarde aquella noche sería estudiada con lupa, que casi literalmente se la harían revivir bajo la lupa como un insecto?
¿En qué había consistido la cena? Ni sopa, ni huevos, tampoco hamburguesas, sino uno de esos platos que Christine preparaba con sobras y cuya receta, para complacerla, le pedían sus amigas. Esta vez se podían reconocer diferentes tipos de carne, incluido el jamón, así como algunos guisantes debajo de una capa de macarrones gratinados.
—¿Estás seguro de que no quieres acompañarme a casa de los Mitchell?
Hacía mucho calor en el comedor. Les gustaba calentar mucho la casa. Recordaba que su mujer, durante la cena, tenía las mejillas encendidas. Le ocurría con frecuencia. Por otra parte, no le sentaba mal. Aunque apenas pasaba de los cuarenta, le había oído hablar de la menopausia con una de sus amigas.
¿Por qué recordaba ese detalle del rubor en las mejillas, mientras que el resto de la cena quedaba bañado de una luz almibarada de la que no emergía nada? Belle estaba allí, sin duda alguna. Sabía que estaba, pero no recordaba de qué color era su vestido, ni de qué habían hablado, si es que la chica había hablado. Como él había permanecido callado, lo más probable es que las dos mujeres hubieran hablado entre ellas; de todas formas, cuando sirvieron las manzanas, alguien pronunció la palabra cine y Belle desapareció de inmediato.
¿Había ido al cine andando? Posiblemente. Estaba a menos de ochocientos metros de distancia.
A él siempre le había gustado andar por la nieve, sobre todo por la primera nieve del año, y daba gusto pensar que desde ahora y durante meses las botas de goma estarían alineadas a la derecha de la puerta de entrada, debajo del porche, junto a la pala para quitar la nieve.
Había oído a Christine meter los platos y los cubiertos en el lavaplatos. Era el momento que él aprovechaba para llenar la pipa, de pie delante de la chimenea. A causa de la nieve y pese a la calefacción central, Christine había encendido dos troncos, no para él, que no se quedaba en el living, sino porque habían venido unas amigas a tomar el té.
—Si no he vuelto antes de que te acuestes, cierra la puerta. Tengo llave.
—¿Y Belle?
—Ha ido a la primera sesión y estará de vuelta a las nueve y media como muy tarde.
Todo esto era tan familiar que por así decir perdía toda consistencia. La voz de Christine venía del dormitorio, y cuando él llegó a la puerta la vio sentada en el borde de la cama, enfundándose las medias de punto rojo que acababa de recuperar y que aún olían un poco a naftalina, pues sólo se las ponía en invierno para salir. ¿Por qué volvía la cabeza, como si lo incomodase verla con el vestido remangado? ¿Y por qué ella, por su parte, hizo un movimiento como para bajárselo?
Christine se había marchado. Él había oído cómo se alejaba el coche. Vivían a dos pasos del pueblo, casi dentro de éste, pero para ir a cualquier sitio se necesitaba el coche.
Antes que nada, él se había quitado la americana y la corbata, y se había desabrochado el cuello de la camisa. Luego se había sentado en el borde de la cama, justo en el lugar donde había estado sentada su mujer y que aún estaba tibio, para ponerse las zapatillas.
¿No es curioso que resulte difícil recordar esos gestos? Hasta el punto de verse obligado a decirse: «Vamos a ver. Yo estaba en tal sitio, ¿y qué hice después? ¿Qué hago todos los días en ese momento concreto?».
Habría podido olvidar que había ido a la cocina y había abierto la nevera para coger su botella de soda. Y también que, al cruzar el living con la botella en la mano, se había inclinado para coger primero el New York Times, que estaba encima de una mesita, y después su cartera en la repisa del perchero. Siempre entraba así en su cubil, con las manos ocupadas, y cada vez se le planteaba el problema de abrir y cerrar la puerta sin que se le cayera nada.
Sabe Dios qué habría sido esa habitación antes de que modernizaran la casa. ¿Un lavadero? ¿Un trastero? ¿Un cuarto para guardar las herramientas? Lo que le gustaba, precisamente, era que no se parecía a una habitación normal: primero porque, debajo de la escalera, el techo era inclinado; después, porque se accedía a ella bajando tres peldaños y el suelo era de baldosas de piedra irregulares; y finalmente, porque la única ventana estaba tan alta que se abría con un cordel y una polea.
Lo había hecho todo con sus propias manos: la pintura, las estanterías de la pared, el sistema complicado de iluminación, y en un mercadillo había encontrado la estera que cubría las baldosas al pie de los escalones.
Christine jugaba al bridge en casa de los Mitchell. ¿Por qué, al evocarla, a veces pensaba: «mamá», cuando tenía dos años más que él? ¿Por algunos amigos que tenían hijos y que, delante de los niños, llamaban a veces mamá a sus mujeres? Sin embargo, cuando al hablarle le venía esa palabra a los labios, se sentía incómodo y experimentaba cierta sensación de culpabilidad.
Cuando no jugaba al bridge, Christine hablaba de política, o mejor dicho de las necesidades y la mejora de la comunidad.
En el fondo, también él se ocupaba de la comunidad cuando, solo en su cubil, corregía los deberes de historia de sus alumnos. Es verdad que la Crestview School no era una escuela local. Más bien todo lo contrario, pues la institución recibía sobre todo a alumnos de Nueva York, de Chicago, del sur y hasta de San Francisco. Una buena escuela preparatoria para la Universidad. No una de esas tres o cuatro que los esnobs citan continuamente, pero una escuela seria.
¿Acaso estaba tan equivocada Christine, con su sentido de la comunidad? Equivocada, sin duda, al hablar tanto de ella, de una forma categórica, imponiendo a todo el mundo el deber de tenerla siempre presente. Tenía muy claro que los dos mil y pico habitantes de la localidad constituían un todo; los unos estaban unidos a los otros, no por un vago sentimiento de solidaridad o de deber, sino por lazos tan estrechos y complicados como los que cimientan las grandes familias.
¿No formaba parte de la comunidad también él? No era de Connecticut, sino de más arriba, de Vermont, en Nueva Inglaterra, y no llegó aquí hasta los veinticuatro años para ocupar su puesto de profesor.
Desde entonces, se había hecho un sitio. Si hubiera acompañado a su mujer esa noche, todos le habrían tendido la mano exclamando:
—Hello Spencer!
Lo querían. Él también los quería. Le gustaba corregir los deberes de historia; más que los de ciencias naturales. Antes de ponerse a trabajar, había sacado del armario la botella de whisky y un vaso, y el abrebotellas del cajón. Todos esos pequeños gestos los había realizado sin darse cuenta, sin saber qué podía estar pensando al hacerlos. ¿Qué expresión habría tenido en una fotografía que hubiesen tomado de improviso esa noche?
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Traducción de Núria Petit.
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