05/09/2023
Empieza a leer 'La naturaleza secreta de las cosas de este mundo' de Patricio Pron

 

Vivimos en casas, en ciudades quemadas de arriba abajo como si aún estuvieran en pie, la gente finge vivir allí y sale a las calles en­mascarada entre las ruinas como si aún fue­ran los barrios familiares de antaño.

Cuando la casa se quema, GIORGIO AGAMBEN

 

Si alguna vez la búsqueda de una creencia [tranquila acabara,

el futuro podría dejar de surgir del interior [del pasado,

del interior de aquello que es profuso en [nosotros. Pero la búsqueda

y el futuro que surge del interior de nosotros [parecen ser una y la misma cosa.

Ideas de orden, WALLACE STEVENS

 

Tengo la sensación de que jamás podría vol­ver a abrir la boca si no me ocupara antes de esto.

El hundimiento, HANS ERICH NOSSACK

 

 

 

OLIVIA BYRNE

Va a chocar, va a perder el control del automóvil y va a em­bestir las vallas que separan la carretera del bosque y de los secretos que éste oculta, pero Olivia aún no lo sabe; no tiene idea de lo que va a sucederle en un momento, cuan­do un recuerdo de una intensidad desusada la asalte, rom­pa sobre ella como una ola y la arrastre consigo. Un ins­tante atrás se preguntaba si el parche de sombra a su derecha era el del Lowes Park o el del parque junto al lago que se encuentra algo más al sur y que ella tiende a con­fundir con el primero cuando baja a la ciudad desde Ramsbottom, el pueblo donde vive desde hace algo más de un año; si lo hace por la mañana, como en este caso, cuando la niebla no se ha disipado todavía y las casas de los subur­bios y los automóviles son luces abisales, envueltas en una oscuridad pegajosa, tiene la impresión de que todos ellos son pequeños escenarios en los que se dirimen pleitos no del todo intrascendentes y expresados en la música nunca banal de un lenguaje compartido, y se dice que, movida por la curiosidad, ella podría acercarse a sus actores hasta casi tocarlos sin que ellos notaran su presencia porque la luz que los recorta de la negrura, exponiéndolos más de lo que podrían imaginar, ha sido concebida para que sean vistos y no vean, para que el papel que interpretan, y sus demandas, los distraigan de la existencia de otros actores y de otros papeles y de quienes, como Olivia, habitan en la oscuridad que los rodea y piensan en este momento en os­curidades semejantes, preguntándose si son las de un par­que u otro.

Ramsbottom no supera los veinte mil habitantes y solía ser la cabeza del distrito en el que se encuentra antes de incorporarse al área metropolitana de la ciudad hacia la que Olivia se dirige; sus habitantes tienen por costumbre arrojar huevos duros colina abajo, cazar aves neognatas y participar de competiciones de lanzamiento de productos cárnicos. Olivia, por su parte, tiene treinta y tres años de edad y ya ha vivido en más de una docena de sitios: en Swinton, con dos amigas; en Reddish, sobre una tienda del Ejército de Salvación, con un novio; en Withington, no muy lejos del hospital donde nació; en casas ocupadas ilegalmente en Eccles, en Princess Street, en Levenshulme, en Longsight, en Moss Side; en el taller de su madre, en una callejuela llamada Back Piccadilly, durante algunos meses; en los bajos de una tienda de alfombras con dos ja­maiquinos, en Broughton; en el apartamento minúsculo cerca del teatro de Chorlton-cum-Hardy en el que actua­ba cuando una pandemia condujo al cierre de la sala; en Bury. Unos meses después del comienzo de su relación, su novia le rogó que se mudase con ella a este último lugar porque estaba harta de tener que atravesar la ciudad para verla; pero las cosas entre ellas no funcionaron del todo, tal vez porque la novia también era actriz, quizá por pro­venir del sur – y sentirse personalmente atacada por las ca­racterísticas de la pronunciación local, todos esos sonidos que los habitantes de la región tienden a tragarse a mitad de una palabra para escupirlos al final de ella, que Olivia exageraba en ocasiones para provocarla– o, más probable­mente, piensa, porque las necesidades profundísimas que ésta tenía, y que Olivia no podía satisfacer, excepto, tal vez, de manera provisoria, se parecían mucho a las suyas y eran producto de sus propias pérdidas, que la novia ha­bía tratado de compensar sin entender del todo después de que Olivia consiguiese hablarle de ellas, como si tam­bién aquí el desconocimiento de las motivaciones de su personaje fuera la garantía última de la actuación excelen­te, la que es tan sólo superficie. «¿Qué vas a hacer hoy?», le había preguntado Olivia cuando se conocieron, y la otra ha­bía respondido: «Algo de lo que pueda acabar arrepintién­dome»; desde entonces, la frase era habitual en sus conver­saciones y, quizá, el momento de mayor sinceridad del día. Una noche en que la novia insistía en que Olivia la acompañase a una de esas fiestas ilegales que surgieron du­rante algunos meses como flores pestíferas en cada peque­ño solar vacío, y Olivia se negaba, se produjo una pelea algo más dura de lo habitual, hubo gritos, una confesión, varios empujones, un portazo. La novia regresó dos días más tarde, cuando la policía se las arregló para desbaratar la fiesta, pero, para entonces, el temor a una nueva priva­ción y la confesión de la novia habían activado en Olivia el viejo mecanismo de la huida – que no evita la pérdida del otro pero invierte los términos entre quien abandona y quien es abandonado, entre quien se va y quien permane­ce– y ella ya había tomado la decisión de marcharse, en lo posible, a algún sitio donde no hubiera vivido antes. Ramsbottom está a sólo unos minutos de Bury y lo rodean pá­ramos y marismas. Como todas las personas, Olivia tenía la impresión de que había perdido algo, pero ya no recorda­ba qué: como muchas, sentía una profunda añoranza de los cielos despejados. No era naturaleza lo que deseaba, ya que sabía – a más tardar, desde que su madre comenzara a interesarse por esos asuntos– que no hay nada que poda­mos seguir llamando así excepto una ficción restitutoria, una ideología; lo que añoraba era un paisaje que no hubie­ra sido radicalmente modificado aún. En una ocasión ha­bía escuchado que los austríacos llaman al horizonte «la televisión de los idiotas»; pero, como a otros, la imposibi­lidad de contemplarlo en la ciudad, de dejar caer la vista sobre una especie de espacio no interrumpido por los edi­ficios – o, peor aún, abortado por los muros de las casas vecinas, por las trazas de las autovías y de las calles, por los carteles luminosos de las tiendas y por el humo–, había creado en ella una enorme nostalgia del paisaje. Y Ramsbottom, pensó, era sólo paisaje, posibilidad, la liberación de las fuerzas y de los impulsos tras un largo período de parálisis.

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La naturaleza secreta de las cosas de este mundo

 

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