30/05/2024
Empieza a leer 'La novela olvidada en la casa del ingeniero' de Soledad Puértolas

 

Gracias, ingeniero

 

1. MAURICIO BALLART DA CUENTA DE LA APARICIÓN DE LA NOVELA OLVIDADA EN LA CASA DEL INGENIERO

Mi amigo Tomás Hidalgo, que me considera un escritor en toda regla –a pesar de que me muevo en el campo de la literatura juvenil–, me entregó hace meses un manuscrito que, según me explicó, había sido encontrado por pura casualidad en el fayado de una casa de campo. «La casa del ingeniero», así era como la llamaban.

–Creo que es interesante –dijo–. Échale una ojeada.

Me contó cómo había sido encontrado, lo que en sí es otra historia. Pero como es la causa inmediata –o eficiente– de lo que se relata a continuación, ha de incluirse de forma obligatoria en el libro que ahora ofrecemos a los lectores.

El descubridor de la novela es un hombre de unos setenta años. Se encuentra en plena forma, aunque, en su opinión, está hecho una ruina. Desde hace un par de años, el matrimonio –se trata de un hombre venturosamente casado y es por ahí, por parte de su esposa, por donde se establece el vínculo con mi amigo Tomás, ya que la esposa y él son primos– vive en el campo. Pensando en los nietos, que pasan parte del verano con ellos, una mañana subió al fayado porque, cuando le habían comprado la casa al ingeniero, que había vivido allí más de cuarenta años, recordaba haber visto unos viejos ordenadores y se dijo que, si aún funcionaban, podían servirles de entretenimiento alguna tarde de lluvia.

Había tres ordenadores. Empezó por el más antiguo, un artefacto bien diseñado que, al ser conectado a la red eléctrica, demostró que sus virtudes no se limitaban al diseño. Era uno de esos primeros ordenadores que se servían de pequeños discos, los disquetes, donde se quedaba grabado el documento. En el fayado había varias cajas de estos disquetes. El hombre –que, por cierto, también era ingeniero– cargó, una por una, con todas las cajas, se las llevó a su despacho y comprobó, con satisfacción, que los documentos podían abrirse y leerse en la pantalla sin dificultad.

El siguiente paso era saber si se podían imprimir. Revolviendo entre los objetos de todas clases que se habían ido acumulando en el desván, encontró varias impresoras. Las examinó, en busca de la que pudiera corresponderse con el viejo ordenador. Los cables y enchufes funcionaban. Las pequeñas luces –una verde, otra roja– se encendían. Lo que no encontró fue papel para la impresora. No había ninguna clase de papel en el desván. Por lo demás, aquella impresora requería un tipo de papel especial. No se trataba de hojas sueltas, sino de rollos, con la particularidad de que los márgenes debían estar agujerados como los blocs de notas de espiral para poder ajustarse al cilindro rotatorio de la máquina.

En el campo, con más razón que en la ciudad, uno se acostumbra a comprar cosas a través de internet. Nuestro hombre indagó, dio con la clase de papel que se precisaba, y lo encargó. Se equivocó en un detalle –eso le ocurría con frecuencia–: no se fijó bien en la cantidad que estaba encargando. Recibió una gran caja que contenía cientos de folios plegados en zigzag, separados entre sí por una línea quebradiza de puntos y con los márgenes agujereados. Pues a imprimir, se dijo.

Fue así como apareció la novela. Estaba escondida –y puede que olvidada– en uno de los disquetes. El documento no llevaba título. El resto de los disquetes contenían toda clase de informes, mapas, cálculos. Trabajos profesionales, en suma. Puestos a escoger algo para imprimir, nuestro hombre se decidió por la novela. Aún no se atrevía a llamar «novela» a aquel conjunto de folios impresos, pero, en todo caso, cuanto allí estaba escrito se entendía. Se contaban cosas, aparecían nombres y apellidos de personas, si bien algo inducía a pensar que todo eso era una invención y que, más que a personas, aquellos nombres correspondían a personajes. ¿Qué era aquel escrito?, ¿una crónica de un suceso real?, ¿una fantasía?

Nuestro hombre lo leyó con creciente interés. Se relataban hechos curiosos, fueran reales o no. Como su esposa, la prima de mi amigo Tomás, era aficionada a la lectura de novelas –siempre andaba con una bajo el brazo y en su mesilla de noche se acumulaban los libros, unos leídos y otros por leer–, el descubridor del hallazgo le pidió que lo leyera, con la esperanza de aclarar algo el enigma. Él no era un lector entendido. Quizá se tratara de un hallazgo valioso.

 

* * *

 

La novela olvidada en la casa del ingeniero

 

Descubre más sobre La novela olvidada en la casa del ingeniero de Soledad Puértolas aquí.


COMPARTE EN:

Suscríbete

¿Te gustaría recibir nuestro boletín de novedades y estar al día con los eventos que realizamos? Suscríbete a nuestra Newsletter.