19/10/2023
Empieza a leer 'La puerta del viaje sin retorno' de David Diop
A mi mujer: toda palabra tejida es para ti
y tus risas de seda
A mis queridos hijos, a sus sueños
A mis padres, mensajeros de sabiduría
EURYDICE: Mais par ta main ma main
n’est plus pressée ! Quoi, tu fui ces regards que tu chérissais tant !
EURÍDICE: Pero ¡tu mano ya no sostiene la
mía! ¡Y rehúyes la mirada que tanto amabas!
GLUCK, Orfeo y Eurídice (Libreto traducido del alemán al francés por
Pierre-Louis Moline para el estreno del 2 de agosto de 1774
en el Teatro del Palais-Royal de París)
I
Michel Adanson se veía morir en los ojos de su hija. Se resecaba, tenía sed. Sus articulaciones calcificadas, huesos de concha marina fosilizada, ya no se desanudaban. Lo martirizaban en silencio retorcidas como sarmientos. Creía oír sus órganos sucumbiendo unos detrás de otros. Unos crujidos íntimos que le anunciaban su final chisporrotearon levemente en su cabeza como el inicio del incendio que había prendido al caer la noche, más de cincuenta años atrás, en una de las márgenes del río Senegal. Había tenido que refugiarse a toda velocidad en una piragua desde la que, en compañía de sus laptots, los guías de las aguas fluviales, había contemplado un bosque entero en llamas.
El fuego resquebrajaba las sump, las datileras del desierto, envueltas en chispas amarillas, rojas, azul irisado, que revoloteaban alrededor como moscas infernales. Coronadas de pavesas humeantes, las palmeras se desplomaban sobre sí mismas, sin ruido, con su enorme pie aprisionado en el suelo. Cerca del río, unos mangles hinchados de agua hervían antes de estallar en sibilantes jirones de pulpa. Más allá, bajo un cielo escarlata, el incendio ululaba sorbiendo la savia de acacias, anacardos, ébanos y eucaliptos mientras sus habitantes salían huyendo del bosque entre gemidos aterrorizados. Ratas almizcleras, liebres, gacelas, lagartos, fieras, serpientes de todos los tamaños se lanzaban a las aguas oscuras del río, prefiriendo morir ahogados antes que quemarse vivos. Sus zambullidas desordenadas desbarataban los reflejos del fuego sobre la superficie del agua. Chapoteo, olas, sumersión.
Michel Adanson no recordaba haber oído quejarse al bosque aquella noche, pero, mientras lo consumía un incendio interior tan violento como el que había iluminado su piragua sobre el río, sospechaba que los árboles quemados debieron de aullar imprecaciones en una lengua vegetal, inaudible para los hombres. Le habría gustado gritar, pero ningún sonido logró atravesar su mandíbula paralizada.
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Traducción de Rubén Martín Giráldez
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