17/12/2020
Empieza a leer 'La ternera' de Aurora Freijo Corbeira


Pues muertos están los ángeles [...]
PAUL CELAN, Amapola y memoria​

¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles? 
RAINER MARIA RILKE, Elegías de Duino​


QUIETA

Quieta, piensa, si es que es un pensamiento, que no le importaría morirse. Tampoco no morir. No parece funcionar en su cabeza el silogismo disyuntivo, al menos en este asunto. Le es algo indiferente, pero tal vez muerta dolería menos. Si se la llevase el viento o si no despertara, nada cambiaría demasiado, pero descansaría. Le asoman a la cabeza las hortensias azules de su madre y las flores celestes de su pared. 

Inexplicablemente, desoídos sus lamentos, amanece de nuevo con la rutina brutal. El ancla que es su pantalón bajado hasta las rodillas en esas tardes ya no se separará de sus pies durante años, quizá nunca. 

¿Qué interminable conversación hay entre todos ellos que impide que la vean? Su padre mira a su madre, su madre mira a su hermana, los dos miran a su hermano recién nacido. Allí se paran todos los ojos. Puede quedarse dormida sobre el suelo sin que nadie lo note. No es divertido, aunque la madre crea que el desorden engrandece y aligera. Toda ella es un sinsentido. 

Puede volver a casa con la falda del revés y nadie repara en ello. ¿Cómo no darse cuenta de lo que sucede en una falda de cinco años? No piensa comer. No va a abrir la boca: ni para comer, ni para hablar. Bien cerrada. Toda ella cerrada, en lo que pueda.

Qué sordera de casa. De acuerdo: si se trata de tener secretos, habrá que tenerlos. 

Otra vez huele mal en la escalera. Todos los chicos se ríen del asunto; es repugnante. Es el olor del 3.º B. Ahí vive el zapatero. Se tapa la nariz porque lo hacen todos los demás. Sin embargo no es lo único putrefacto, bien lo sabe ella, y de nada vale taparse la nariz. Ni no respirar. 

Bien lo sabe ella. 

 

LA CUERDA DE PITA

El padre se reía de aquel vecino flaco y desmadejado porque en lugar de un cinturón se ajustaba el pantalón con una cuerda de pita. De pita; a ella le hacía gracia esa expresión de resonancias de gallina. La risa de su padre no era franca sino algo cobarde, enredada, gallega al fin y al cabo. Reía igual cuando hablaba de unos perros de su pueblo de niño, perros emaciados, como galgos sin cuidados, cuya extrema delgadez, decía, les hacía caminar juntos para formar una pobre unidad que permitiese resistir la soledad de su vida miserable. Tenía ese padre una risa hacia dentro censurada siempre por la madre, que lo ignoraba en el mejor de los casos, cuando no despreciaba su mediocridad inamovible. 

Pero a ella su padre le gustaba. Siempre sería su cómplice, pese a la desatención de su madre, o quizá por ello. Esperaba horas cerca de la puerta para oír su llave abrir el cerrojo anunciando su vuelta a casa. 

Papá no sabe nada de su cazador porque tiene que ausentarse para trabajar. No está en casa para vigilar a sus cachorros. Ni sabe que a veces le roban uno un rato para, después de manosearlo, devolverlo al mismo sitio. No puede oler el asqueroso rastro que dejan las manos del raptor. 

 

LA LIEBRE

No fue difícil cazarla. No parecía una trampa ni quizá él tampoco fuese un cazador, pero resultó atrapada. Irrelevante que, al terminar, la puerta de aquel modesto baño del 4.º A volviese a abrirse: el pestillo, aunque retirado después, quedaba atrampado en su boca y sus vísceras de cinco años. 

Él debió intuir lo fácil que le resultaría llevársela a las manos, traerla a su pantalón. No hizo falta demasiada destreza. Todo fue calmo. El 4.º A y el 4.º C eran de buena vecindad. El pantalón para ella hasta entonces era un sustantivo que concernía únicamente al de su padre, del que colgado en el galán, al llegar de trabajar, solían caerse algunas monedas haciendo un ruido de arropo y seguridad. En casa sobraban las monedas. El pantalón guardaba cada noche la forma de su padre y cuidaba la casa. Era el pantalón del bienestar y el resguardo. 

Su madre amorosamente la llamaba liebre. No sabía que su liebre había sido cazada en la pernera de un pantalón. 

Ahora todos tienen que ir a la calle a jugar. No es que le apetezca, pero su madre le encarga a su hermana que la cuide. Pobre madre insensata. Sus ojos verdes no ven nada más que versos. No acierta a saber que está ya descuidada del todo. Y no se puede vivir en verso. A ver si se entera. 

Bien. Baja a jugar.

 

ROSADO

¿Por qué nadie interrumpe en esa sala de baño cuando están? Si lo hicieran encontrarían la sala de daño. Ni rastro de peces, ni flores, ni nubes. Él nunca la tumba. Le basta tenerla quieta y a mano. Mansa como es, puede acercársela al inodoro, donde siempre se sienta para tocarla.

El lavabo es blanco,
la bayeta gris,
la lejía azul,
el suelo negruzco.
Y su sexo rosado. 


Y su sexo rosado. 

 

NO LE VE LA GRACIA

Tendrá que ser amiga de Rosi. Pero la Rosi es tan tonta. No se dice «la» delante de un nombre propio, le insiste su madre, y es que su madre es culta. Ella siempre tiene que contentarse con lo que sobra: con la ropa heredada de su hermana, con el padre despreciado por su madre, con las amigas que nadie quiere, con las palabras que quedan bajo la boca de su madre después de que esta converse con su hermana y arrulle a su hermano. 

Vale. Bajará con Rosi al pretil. Pero que nadie espere grandes cosas: será una amiga casi muda y herbívora. Y seria. Ella no le ve la gracia ni a correr unos tras otros, ni a esconderse, ni a las comiditas. 
 

SE LA VAN A COMER

Iba a parir inminentemente y podrían verlo de muy cerca. Les despertaron para ello muy de madrugada, en las horas insólitas para que los niños estén despiertos, pero la ocasión lo merecía. Si todo iba bien veríamos salir primero la cabeza y las patas delanteras. La misma luz amarilla que en sus sueños de carnicería. Nació con esa rareza de feto que hace que todos parezcamos un pez al nacer, desamparado, extrañado, sin saber si respirar es la mejor opción. Se pegaba a su madre el tiempo que la dejaron hacerlo, con un miedo de cabeza irracional y de cuerpo sin límites. Pronto las separaron: 

– Si no lo hacemos ahora, luego es imposible. No lo sabía, pero se la iban a comer, como dios manda, como se debe hacer con los terneros. Si todo iba bien estaría algunos días más sola y engordando. 

Si todo iba bien vendría el camión a buscarla. Carne de primera. 

La madre vaca no dejaba de llamarla a voces de vaca con el corazón mamífero. Bajo la luz de penuria del establo su respiración humana de vaca la hacía más madre que muchas de las que ella conocía.

 

La ternera

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