17/09/2020
Empieza a leer 'Las cosas como son y otras fantasías'
El día 5 de mayo de 2020, el jurado compuesto por Jordi Gracia, Chus Martínez, Joan Riambau, Daniel Rico y la editora Silvia Sesé concedió el 48.º Premio Anagrama de Ensayo a Las cosas como son y otras fantasías, de Pau Luque.
We are all so sick and tired of seeing things as they are.
NICK CAVE
«Bright Horses», Ghosteen
INTRODUCCIÓN: MÁS ALLÁ DE LAS FAVOLETTE
Dos mil trece años después del instante en que el tiempo dejara de contarse en reversa, el azar me puso a vivir a los pies del Vesubio. En Nápoles compartí piso una temporada con un decibélico director local de cine. Carlo Luglio «como el mes», decía al teléfono cuando le daba pereza deletrear su apellido, me hizo ver un día de septiembre una de sus películas: Cardilli addolorati (2003). Era un documental que exploraba el siniestro y a la vez extrañamente tierno mundo del tráfico y venta de pajaritos en las afueras de Nápoles. La película me gustó, así que me dejé guiar por él y un domingo que me invitó al cine acepté. Vimos La prima neve (2013), de Andrea Segre. Es una historia de bondad y amistad entre un inmigrante en Italia y un niño local. Una película afectada, por no decir empalagosa.
Al salir del cine, Carlo Luglio «como el mes», sin que yo le solicitara su opinión pero con vehemente indiferencia –combinación de actitudes que constituye un oxímoron en todo el mundo salvo en Nápoles–, se refirió a lo que acabábamos de ver en ese vetusto cine del centro con las siguientes palabras: «Mah, una favoletta.» O sea: «Bah, una fabulita, un cuentito de hadas.»
El primer latido de este ensayo tuvo lugar con ese episodio de vehemente indiferencia de Carlo Luglio «como el mes». Pero el ensayo es un género arrítmico, así que el segundo latido se produjo hacia finales de 2016, y el tercero, causante de que empezara a aporrear de forma sostenida el teclado, ocurrió a principios de 2018.
La prima neve solo suscitó en mí una ligera simpatía hacia el protagonista adulto de la película, simpatía que las personas que ese personaje buscaba representar (los desheredados que intentan labrarse una vida en Europa tras huir de la miseria en África) tenían ya ganada de antemano. Me di cuenta de que, a pesar de que las favolette tienen una obvia pretensión moral, carecen de interés moral. Se trataba de una conclusión en la que no solo parecía reverberar una paradoja, sino que sonaba cruda e inapelable.
Pero esa rotundidad, naturalmente, era precipitada. Y un tiempo después, esa conclusión empezó a pulular en mi cabeza transformada en pregunta: ¿cómo puede ser que una película con obvios propósitos morales no suscite interés moral? ¿Cómo puede ser que de una película de indisimulada aspiración didáctica no se aprenda nada?
Fui amasando algunas ideas con mucha lentitud –que es la única velocidad a la que cuajan las ideas que vale la pena perseguir, a pesar de que casi siempre terminemos corriendo tras las que no valen nada–. La prima neve, como muchas otras favolette, no era una forma de arte que tensara ninguna de mis creencias morales. Era una película que no nacía de la duda ni del desorden moral, sino de la certeza farisaica y de una anhelada armonía de los valores y los principios. La prima neve quería que el espectador masticara el material moral de la historia que contaba, pero al espectador esa historia se le escurría entre los dientes porque el director le entregaba el material ya licuado.
Pensé que tal vez las favolette no sean nada más que un epifenómeno de la creciente externalización del pensamiento moral respecto del individuo o de la comunidad. La prima neve, como las favolette en general, ejemplificaría una forma de arte que piensa moralmente por nosotros para que nosotros solo tengamos que sentir (en el más visceral de los sentidos de «sentir»). Así, quienes urden favolette interesantes imaginarían, razonarían, contrastarían, sopesarían y en general llevarían a cabo el trabajo cognitivo moral pesado, el que resulta desagradable e incómodo, tal vez el más arriesgado. Quienes perpetran favolette azucaradas también imaginarían, razonarían, etc., pero, a diferencia de sus parientes interesantes, lo harían con más ligereza y prisa. Azucarada o no, al espectador solo le quedaría decidir si cae rendido a los estados de ánimo más viscerales que la favoletta de turno quiere disparar de inmediato: el llanto, el odio, la rabia, la repugnancia o el consuelo precipitado y urgente. El pensamiento moral sería de este modo y por obra de las favolette un tipo de pensamiento heterónomo. Y la autonomía moral de las personas o de los grupos quedaría reducida, si acaso, a «sentir» en su más elemental interpretación.
Son muchas las preguntas que asoman tras las ideas que acabo de bosquejar brevemente: ¿son realmente las favolette un epifenómeno de la externalización del pensamiento moral o es tal el poder cultural de estas que más bien es la externalización lo que habría que entender como el epifenómeno? ¿Es esa externalización una forma camuflada de privatización del pensamiento moral, o lo que es lo mismo, ofrecen las favolette un servicio público o uno privado? ¿Por qué debería ser positivo –tal y como yo parezco estar insinuando con injustificado desprecio– expulsar siempre los sentimientos más rudimentarios en la recepción del arte?
Todas son preguntas interesantes. Pero no lidiaré con ellas en este ensayo. Aquí me interesa explorar una alternativa a las favolette.
«Sometimes», me dice siempre una amiga gringa, «you get what you need, not what you want.» Esa noche en el centro de Nápoles me sirvió para darme cuenta de que, a veces, uno solo espera del arte que le proporcione de forma explícita, directa e inmediata bienestar moral. Y no está mal, o al menos me resulta difícil pensar por qué debería estar mal, que de vez en cuando lo obtenga. La prima neve es una película destinada a reconfortar al espectador y supongo que con alguno lo conseguirá. Que no lo hiciera en mi caso ni en el de Carlo Luglio «como el mes» no importa demasiado, porque hay otras favolette que sí lo hacen.
Pero esa noche me pareció entender que, cuando se trata del reino de la ética o la moral, a diferencia de otras dimensiones de la experiencia humana, muchas veces no importa lo que uno quiera y sí en cambio lo que uno necesita. Y lo que en multitud de ocasiones uno necesita es que lo convoquen a una tormenta, que lo obliguen a reconsiderar lo que daba por descontado, que lo fuercen a sentirse incómodo, que lo constriñan, sí, a repudiar sus sentimientos más primitivos y a abrazar sentimientos más complejos y contradictorios haciendo que imaginemos los puntos de vista de personajes siniestros, crueles o peligrosamente apáticos. Si Voltaire hacía decir a uno de sus personajes –palabras más, palabras menos– que no quería que lo complacieran sino que exigía que lo instruyeran, ese día en Nápoles supongo que yo le estaba diciendo al director de La prima neve que tal vez quería que me reconfortaran, pero primero necesitaba que me ofendieran.
El cineasta o novelista que queremos crea cuentos de hadas y se alía con ángeles que muerden con la quijada de Caín. El artista que necesitamos va a lo vivo de la llaga porque, como dijo una vez Fellini, siente la llamada del demonio.
Este es un ensayo dedicado al arte narrativo que acudió a esa llamada o, dicho de otro modo, este es un desfile de palabras que marchan para celebrar la imaginación. Parte de Nick Cave y pasa por Vladimir Nabokov. Pero la idea central del ensayo se basa en una serie de pensamientos de Iris Murdoch sobre el arte que se hicieron carne y letra en su novela El mar, el mar. La idea es la siguiente: la fantasía es la negación de la imaginación y el arte es la negación de la fantasía. En realidad, buena parte de la obra novelística de Murdoch, si no toda, orbita de un modo u otro en torno a la idea a la que intento dar forma aquí. Pero fue en El mar, el mar donde esa idea mejor fluyó, hasta crear una extraña pero maravillosa situación en que el desorden y el caos de las vidas morales dejan de ser un sinsentido. (Por cierto, advierto al lector de que en este ensayo, incluso cuando no se hable de Iris Murdoch ni su obra venga a cuento, se la estará venerando entre líneas.)
A Murdoch, Cave o Nabokov, así como a otros autores y autoras, la imaginación se les corcovó hasta convertirse en arte. Pasearon con el diablo, conversaron con él, lo apapacharon (como se dice en México), mostraron piedad, intentaron comprenderlo y, en cierto sentido, lo consiguieron. Este es un ensayo que sostiene que el artista que camina con el diablo pasándole una mano por el hombro puede ampliar nuestro entendimiento de la vileza, porque como Machado le hace decir a Mairena: «El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.»
Ese tenebroso paseo es lo que denominaré, por una serie de consideraciones que desvelaré más adelante, la miel de un espasmo. Al forzarnos a imaginar esa caminata, el arte contribuiría, de reojo y con ambiciosa modestia, al ensanchamiento de nuestra comprensión moral.
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