01/10/2024
Empieza a leer 'Las fracturas doradas' de Paloma Díaz-Mas

 

Para nuestro hermano Miguel, siempre joven

 

1. Días de hielo

Nunca oí llanto tan desconsolado como el de mi hermana al otro lado del teléfono. Por un momento, al aceptar la llamada, tuve un ramalazo de esperanza queriendo oír «estamos aquí los dos»; y entonces nuestro susto se resolvería en bromas y risas.

Pero el desconsuelo de su llanto me hizo saber lo que ya sabía. «Está muerto, ¿verdad?» Tuve que insistir varias veces, hasta que entre sus sollozos logré escuchar un «sí».

Corrí al otro extremo de la casa, gritando por el pasillo el nombre de él, del único capaz de ser, en ese momento, mi apoyo y mi consuelo y, abriendo bruscamente la puerta de su estudio, interrumpí una reunión de trabajo por videoconferencia: «Mi hermano está muerto». Él se levantó de la silla y, sin despedirse de sus compañeros reunidos, corrió a abrazarme; en la pantalla del ordenador quedaron, encasilladas en recuadros, las caras atónitas de los que me habían oído sin verme.

«Mi hermano está muerto», dije, no «mi hermano ha muerto». Y ese «está» daba presencia a su muerte, la hacía actual, la anunciaba, no como algo que había pasado, sino que estaba pasando en ese mismo momento: el hecho de que mi hermano, nuestro hermano, estaba allí, en su casa, sin vida, en este instante.

Sí, allí estaba, muerto, a casi cuatrocientos kilómetros, en la ciudad colapsada por la nevada del siglo, no cubierta por un manto blanco sino por una cáscara de hielo; en una casa en la que él vivía solo y en la que ahora estaba también mi hermana, nuestra hermana, junto a su cadáver todavía sentado en la silla, ante el ordenador, probablemente con la sesión de trabajo abierta por donde se encontraba cuando le sorprendió la muerte. Tenía el semblante sereno – eso nos dijo ella, la hermana– y parecía estar dormido, aunque sin duda llevaba muerto más de un día.

Cuando le dijimos que íbamos inmediatamente para allá, que tomábamos el coche y nos poníamos en camino, todavía ella tuvo tiempo de balbucir entre lágrimas: «Venid con cuidadito».

Sí, lo prometimos: iríamos con cuidado, atravesando un país blanco semejante a Siberia, procurando no patinar en el asfalto helado. No podíamos arriesgarnos ahora a un accidente porque sería demasiado para ella perder a toda su familia en un mismo día.

 

Ya estaba oscuro cuando salimos, pero antes hubo que rascar la fina capa de hielo del parabrisas, desplazar los bloques de nieve helada del techo del vehículo para que cayesen por su peso y se desmoronasen en el suelo como terrones de yeso. Una vez dentro del coche, nos pareció que el hielo no se había eliminado totalmente, pero era una falsa impresión causada por la condensación de nuestro aliento sobre el cristal. Lo que creíamos una lámina helada externa resultó ser el vaho de nuestra propia respiración que, concentrado por el frío, enturbiaba el cristal por la parte interior. Lo limpiamos como pudimos y, a medida que la calefacción fue funcionando, se disipó la niebla y tras el cristal empezamos a ver con claridad los campos nevados y un cielo cristalino, cuajado de estrellas. Nunca, en ninguno de nuestros viajes, habíamos visto tantas estrellas en el cielo, a través del aire helado.

El termómetro del coche iba avisándonos de las temperaturas: tres grados bajo cero, luego cinco bajo cero, luego siete. En los repechos, las zonas altas y los puertos de montaña, las temperaturas eran más elevadas que en las zonas bajas. La típica inversión térmica bajo un anticiclón de invierno, con la atmósfera transparente, el cielo claro, el aire frío y pesado que cae sobre la tierra y el aire algo más cálido que sube a las capas altas de la atmósfera y se disipa, enviando más aire frío a las capas bajas. Íbamos solos por carreteras y autopistas, a veces ade-
lantando a algún camión nocturno, adelantados a nuestra vez por alguna furgoneta fantasmal. En las escasas ocasiones en que nos cruzábamos con otros vehículos, los adelantábamos o éramos adelantados, no podíamos no pensar en sus conductores, aquellos que – como nosotros– atravesaban la noche inhóspita por necesidad. Por necesidades distintas a las nuestras, porque nosotros nos desplazábamos, burlando todas las órdenes de confinamiento –en teoría, no podíamos salir de nuestra provincia, aunque un caso así sin duda estaba contemplado en el apartado «Circunstancias excepcionales» incluido en el decreto de medidas de restricción de la movilidad–, guiados por la pena de la muerte recién descubierta; ellos, los otros conductores, viajaban para algo tan simple como ganarse el pan, mantener a sus familias, procurar que todos pudiésemos salir adelante. También su desplazamiento, el de aquellos transportistas solitarios, estaba justificado en el decreto de restricción: se desplazaban, cruzando fronteras invisibles pero estrictas, por razones de trabajo.

En mitad del camino intentamos parar en un área de servicio para ir al baño, pero el área estaba cerrada con persianas metálicas y una gruesa cadena con candado clausuraba la puerta de entrada a la zona de cafetería y servicios. El termómetro del coche marcaba diez grados y medio bajo cero y hasta las luces de la gasolinera estaban apagadas. En el aparcamiento se recortaban, confusos en las sombras, las moles de más de veinte camiones detenidos para pasar la noche. Su presencia nos reconfortó porque sabíamos que dentro de cada camión estaba el conductor, un hombre –quizás alguna mujer también– que, arropándose con todo lo que tenía, probablemente sin haber comido nada caliente desde hacía horas, intentaba dormir, esperando un amanecer en el que poder incorporarse a la ruta.

 

Una mujer va en un taxi atravesando las calles heladas de la ciudad. Es de noche –anochece pronto en enero– y tras el cristal de la ventanilla se vislumbran brillos fantasmales, montones de nieve en las aceras, árboles cargados de nieve helada cuyas ramas amenazan con quebrarse, coches varados en las cunas que el hielo formó a su alrededor. Quizás el cristal de la ventanilla se empaña un poco. El taxista no habla: está atento a la conducción, a no derrapar sobre las placas de hielo, a no salirse de los senderos estrechos que las brigadas de limpieza y los bomberos han abierto en las calzadas para facilitar el tránsito. Presta especial atención a las curvas, a los giros, a las incorporaciones, que en esta ciudad congelada se han vuelto especialmente peligrosos. Apenas hay gente por las calles y los escasos transeúntes pisan despacio, con toda la planta del pie, temerosos de resbalar.

Al incorporarse a la autopista, el conductor se encuentra con un campo nevado en el que no se distinguen carriles ni mediana. Solo puede transitar por una banda de asfalto que ha sido limpiada al efecto, en la que los coches circulan en una caravana lenta. El GPS logra guiarle para salir de la autopista y adentrarse en una localidad desconocida y deslumbrantemente blanca bajo las farolas; no sabemos si antes ha estado aquí pero, aunque así fuera, el lugar le resultaría irreconocible. Va conduciendo a ciegas entre la oscuridad de las calles adyacentes y la blancura deslumbrante de la nieve iluminada por los focos del vehículo. Avanza despacio. La mujer sigue mirando por la ventanilla, tras los cristales, pensativa. Quizás teje y desteje una y otra vez la escena, lo que acaba de pasar: su amiga la llamó, le informó sin detalles de que su hermano, el amigo y compañero de trabajo de la mujer del taxi, estaba muerto en su casa, que nadie más había con ellos. Y ella, la mujer ahora silenciosa y un poco aterida por el frío y el sobresalto, contestó sin dudar, en un impulso: «Voy para allá». Lo dijo sin pensar, sin preguntar nada, y ahora, mientras va para la casa donde está el cuerpo del amigo muerto, donde la espera la hermana desconsolada, quizás empieza a cavilar cómo habrá sido y qué va a encontrar a su llegada: si un cuerpo sereno y como dormido o un baño de sangre, porque –ahora cae en la cuenta– en su impulso generoso («voy para allá») no tomó la precaución de preguntar nada: cómo había sido, qué había pasado, cómo estaban la casa y el cuerpo. Ahora no se atreve a volver a llamar para pedir detalles y quizás le asalta un punto de temor ante la escena que va a presenciar, que es incapaz de imaginar porque, cegada por el generoso sentimiento de amistad, no le importó saber, sino que la otra, la hermana doliente, supiera que, en lo que llegaban los demás, alguien iba a estar allí con ella, que no tenía que esperar durante horas sola con el muerto.

 

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Las fracturas doradas

 

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