20/05/2022
Empieza a leer 'Las palabras justas' de Milena Busquets

 

 

6 de enero

 

Lo único que hay hoy para desayunar son los marrons glacés que me han traído los Reyes.

 

 

8 de enero

 

Carmen quiere saber qué hacer con los adornos de Navidad, si dejarlos un año más o hacer como «la gente normal» y guardarlos en lo alto del armario. Le pido que los deje puestos unos cuantos días más. Resulta deprimente tener que desmantelar la Navidad. También tengo toda mi ropa mezclada, invierno, verano y entretiempo. ¡Si todo pudiese ocurrir a la vez y todo el rato! Es un incordio el tiempo, no solo porque pase tan deprisa y no nos demos cuenta y ya estemos muertos, sino por su manía del orden, primero esto, después aquello, después lo de más allá, como una profesora de guardería. Todo a la vez no puede ser, pero en cambio en nuestra cabeza y en nuestro corazón todo ocurre simultáneamente.

 

 

13 de enero

 

Se ha roto la vela de María Antonieta. Estaba con el móvil en la mano intentando leer un mensaje que me acababa de mandar un hombre que me gusta cuando he cogido la vela, que estaba colocada encima de un montón de libros (necesitaba consultar uno de ellos para resolver una duda del hombre que me gusta), y se me ha caído al suelo y se ha roto el cuello.

«Vaya», he pensado, «pobre María Antonieta, decapitada una segunda vez por mi mala cabeza y mi obsesión por los chicos.» He recogido los trozos – por suerte se había partido en dos fragmentos limpios– y con mucho cuidado he vuelto a colocar la cabeza de la reina encima de sus hombros. Ha quedado perfecta, no se nota nada. Pero creo que el hombre que me gusta se tiñe el pelo.

 

 

15 de enero

 

Me interrumpen sin cesar cuando escribo, Carmen y mis hijos principalmente. No lo hacen para fastidiar, sino porque creen de veras que tienen cosas importantes que decirme. Tengo una frase buena en la cabeza, bajo a abrir al mensajero y, cuando subo, la frase se ha diluido o se ha esfumado o he olvidado la estructura precisa que hacía que aquello tuviese alguna gracia. No tengo una habitación propia, al menos no para trabajar. En realidad, creo que me gusta escribir en medio de cierto barullo controlado. Entiendo muy bien a las mujeres que deciden parir en casa. Yo no lo haría nunca porque desconfío de la naturaleza y porque todo debe de quedar asqueroso después de un parto, pero comparto la idea de querer restarle importancia a un acto trascendental y significativo, aunque solo lo sea para uno mismo.

 

 

20 de enero

 

Hoy Carmen mientras trajinaba con el plumero, su electrodoméstico favorito y también el de mi hijo mayor, que considera que limpiar su habitación consiste en pasar con vigor el plumero por encima de los muebles mientras escucha a Wagner, ha golpeado sin querer la vela de María Antonieta. La cabecita rosada se ha despeñado de nuevo por la montaña de libros y ha rodado hasta sus pies. Carmen ha quedado petrificada con el plumero en alto y me ha mirado con cara de estupor. «Tranquila, tranquila», le he dicho, «la rompí yo hace unos días mientras buscaba unos documentos importantes.» Hemos decidido asegurar la cabeza con celo para que no ocurran más desgracias. Es una chapuza absoluta, el celo reluce escandalosamente contra la cera mate, pobre María Antonieta.

 

 

27 de enero

 

He cambiado la vela de lugar, antes estaba detrás de mí y ahora está en la estantería de delante. Le he cogido un poco de manía. Me recuerda al hombre que ya no me gusta y por culpa del cual María Antonieta fue decapitada por segunda vez.

 

 

5 de febrero

 

Me he comprado unas bailarinas verdes. Todavía es invierno, así que deberé esperar unas semanas antes de estrenarlas. Comprar ropa es algo muy parecido a hacer planes. En cuanto las he tenido en mis manos, e incluso antes, en cuanto empecé a desearlas, me puse a imaginar en qué ocasiones me las pondría, son de un verde profundo, del color de los abetos en medio de la nieve. El arranque de los dedos sugerente e impúdico como todos los arranques queda al descubierto. Mi empeine, suave y liso, surcado por unos huesos largos y delgados como palillos chinos, desemboca en el inicio de los dedos, regordetes y algo infantiles en comparación. La suela es de color arena, delgada y flexible, y está fijada por unos pequeñísimos clavos plateados. Caminar con ellas es casi como ir descalza, una se siente un poco más vulnerable que de costumbre. Igual que con zapatos de tacón una se siente un poco más tonta que de costumbre porque en el fondo sabe que se los está poniendo para un estilo de hombre y de mundo que ya ni siquiera le interesan mucho, y para un tipo de feminidad que nunca ha anhelado, o solo durante cinco minutos.

 

 

8 de febrero

 

Sé cuándo alguien me gusta porque al instante tengo ganas de tocarlo. De pequeña, entraba en las tiendas con las manos tendidas como radares, deseosa de tocar todo lo que me atraía (prendas suaves o brillantes, objetos extraños y desconocidos, todo lo que diese ganas de tumbarse y de acurrucarse) a pesar de las advertencias y broncas de mi madre. ¿Cómo iba a ver algo si no lo tocaba? Para un niño, sus ojos también son sus manos y su boca, como para los enamorados.

 

 

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Las palabras justas

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