27/04/2021
Empieza a leer 'Lo que está en juego' de Philipp Blom


No hay planeta B

Sería maravilloso tener un segundo planeta, un punto de observación ideal para la Tierra, donde el Homo sapiens, víctima de su propio éxito en el curso de la evolución, ocupase el lugar central de un experimento histórico cuyo fracaso también podría significar su final. ¿Sobrevivirán los fascinantes primates? ¿Qué consecuencias tendrá el alcance tecnológico, cada vez mayor, de sus ambiciones? ¿Cuándo tomarán conciencia de su situación en caso de que alguna vez lo hagan? ¿Tienen suficiente voluntad común de supervivencia? Sería emocionante observarlo desde otro planeta.

Pero hasta ahora no se ha descubierto ese segundo planeta.


Sorprendido

Una vez y otra me sorprendo preguntándome si las cosas podrían realmente ocurrir tal como las he presentado aquí. ¿No estaremos llevando todo demasiado lejos con un punto de histeria? Pongo a prueba los argumentos, comparo y llego a esta conclusión: no, no es histeria. 

Sigo sin querer creerlo de verdad.

 

NO FUTURE, INC.

Es bien cierto lo que dice la filosofía, que la vida hay que entenderla hacia atrás. Pero ahí olvidamos la segunda proposición, que hay que vivirla hacia delante.
SØREN KIERKEGAARD, Diarios (1843)

Tomemos, por ejemplo, un vaso de agua. No es un agua cualquiera; se ha servido de una botella de Acqua di Cristallo Tributo a Modigliani, de vidrio soplado y guarnecida con oro de 24 quilates. Cuesta unos cincuenta mil euros –incluido el contenido, cuvée de la mejor agua mineral de Fiyi, de Francia y de un glaciar islandés–. Es agua de deshielo, pero tampoco la única procedente de un glaciar. En cambio, es, con mucho, el agua más cara del mundo. Así y todo, en torno a los treinta euros el mercado se vuelve verdaderamente competitivo. Hay bastantes consumidores dispuestos a gastar ese dinero en una botella de agua y, si el comprador lo desea, con ornamentos de cristal.

El agua es un bien cada vez más precioso por causas diversas: motivo de guerras, fuente de poder, objeto de intercambios comerciales, medio de presión, causa de movimientos migratorios... En algunos lugares se encuentra cada vez a mayor altura; en otros directamente no hay agua. Mientras tanto, lo más selecto del uno por ciento de la población mundial bebe de botellas bañadas en oro agua de glaciares que no tardarán en desaparecer. Bienvenidos al presente.


El presente es siempre opaco, impenetrable. No es sencillo reconocer los contornos del paisaje cuando lo impiden las nubes que pasan y la niebla. Intentemos, por tanto, un experimento mental. Imaginemos que el presente no es presente, el producto de una historia dada, y que la normalidad en que todos vivimos hace tiempo ya que no existe, que es un punto, un estadio transitorio de la historia en una larga línea evolutiva con su correspondiente serie de transformaciones. ¿Qué veríamos si pudiéramos observar el año 2017 desde una distancia de dos o tres generaciones?

Imaginemos que dentro de cincuenta años una joven historiadora estudia los primeros años del siglo XXI. ¿Qué le llamaría la atención? ¿Qué factores consideraría decisivos? ¿Qué no comprendería de los años en que hemos vivido nosotros? ¿Hacia qué volvería la vista? No, sin duda, hacia los nombres de jefes de Estado, demagogos y empresarios, ni hacia los grupos terroristas, las estrellas del cine o de la música o las guerras regionales. Desde su punto de vista, será otra cosa la que le parecerá importante.

Si la joven historiadora del futuro vive en un país altamente desarrollado, es casi seguro que prácticamente todo su trabajo lo harán robots inteligentes, algoritmos y otras máquinas. También sus investigaciones mejorarán gracias a algoritmos capaces de digerir y procesar cantidades enormes de datos. Eso tiene sus caprichos; al fin y al cabo, la historiadora confía implícitamente en el juicio de los algoritmos, pero en invierno, si quiere evitarlo, nunca se resfriará mientras investiga en un archivo expuesto a las corrientes de aire. En cualquier caso, el antes frío archivo será un poco más acogedor, pues el clima de la Tierra ya habrá experimentado un cambio considerable y la existencia de Europa dependerá de si la corriente del Golfo sigue ahí o no, pues ese hecho decidirá si tenemos un continente más cálido o mucho más frío.

¿Qué se preguntará, pues, esa historiadora cuando investigue los primeros años del siglo XXI? Es probable que tropiece con dos cosas que no entenderá. Por una parte, verá que hace tiempo que viene estudiándose y observándose científicamente el calentamiento de la tierra, pero que las sociedades de las décadas que se propone estudiar reaccionaron de manera lenta y vacilante ante tan enorme transformación. Por la otra, verá que la digitalización ya había empezado a injerirse profundamente en los contextos económicos y en las estructuras sociales y de poder político, y a darles nueva forma, pero que también ese cambio provocó reacciones parciales y a menudo meramente simbólicas. En las sociedades de principios del siglo XXI, podría concluir, todo giraba, por motivos que resultan difíciles de aclarar, en torno a la gestión de las expectativas y la defensa de los privilegios. En esencia, el futuro estaba prohibido.

¿Por qué, se preguntará nuestra historiadora, se aferraron con tanta fuerza esas sociedades a un modelo económico peligroso y ya superado; por qué no hubo manifestaciones multitudinarias y levantamientos armados con vistas a poner en marcha un cambio rápido y decisivo? ¿Por qué no creyeron a los científicos? De haberlo hecho, ¿habrían estado tal vez a tiempo de encontrar una solución? ¿No se enteró nadie de que dieciséis de los diecisiete años más cálidos jamás registrados se situaron entre 2000 y 2017? ¿Nunca vio nadie una fábrica que ya entonces funcionaba casi sin mano de obra humana? ¿No quisieron creerse lo que veían con sus propios ojos o se negaron, por un motivo dado, a extraer conclusiones de lo que veían?

En lugar de una respuesta, un cuadro de la situación: los países ricos y democráticos, los grandes poderes económicos, el G7 o el G8, los colonialistas de antaño y los centros industriales han ido deslizándose hacia una época reaccionaria. Su sentimiento más bello es la nostalgia. No quieren un futuro. El futuro es sinónimo de transformaciones, y las transformaciones significan empeoramiento, migraciones de millones de personas, cambio climático, sistemas sociales que se colapsan, costes reventados, bombas en clubs nocturnos, arrecifes coralinos que pierden su color, extinción masiva de especies, antibióticos que no funcionan, superpoblación, islamización, guerras civiles. Hay que evitar el futuro. En el mundo rico, la gente solo quiere que el presente no cambie nunca.

Antes, la política se expresaba en visiones, y eran unas visiones descarnadas. Hoy, las pretensiones son más realistas. La política se convierte en mera administración, en gestión de las expectativas, en un centro de atención al cliente. Solamente los gurús de la sensación de bienestar, los tipos de Silicon Valley y los jefes de sectas siguen hablando de utopías, de un mundo mejor que nos espera y en el que los problemas del presente pasarán a ser solo un recuerdo. Por lo demás, las proyecciones de nuestro futuro son todo desconsuelo y desesperación: Houellebecq y Hollywood, Lars von Trier y los estudios científicos a largo plazo, Cormac McCarthy y un sinnúmero de juegos de ordenador se basan en distopías. Un pánico indefinido circula por nuestras venas. En el mundo rico, casi nadie sigue creyendo en serio que sus hijos vivirán mejor, que el trabajo duro tendrá su recompensa, que los políticos quieren o pueden actuar para defender los intereses de sus votantes, que a la humanidad le espera un mañana mejor. Por tanto, vale más no cambiar nada. Mantener el statu quo pasa a ser el principal objetivo.

Sin embargo, el cambio, la marea de lo nuevo, no se detiene. Desplaza a millones de personas con sequías e inundaciones y las obliga a huir; en los países ricos deja sin trabajo cada vez a más personas, sin compasión; crea inseguridad; dilata y comprime la medida del mundo que nos es familiar; cada paso y cada maniobra resultan inesperados, artificiales. Una sensación muy extendida que aún no entendemos nos dice que estamos perdiendo el control, que las cosas ya no son como una vez fueron, que ya no controlamos ni comprendemos lo que está ocurriendo. Por tanto, nos aferramos a lo que conocemos, a lo cómodo. A fin de cuentas, el futuro es incierto.

Si no logramos aferrarnos a lo que tenemos, todos pereceremos. Las ratas ya lían los bártulos, los superricos se compran boltholes en Nueva Zelanda, refugios con reservas de alimentos, búnkeres y generadores para salvarse del apocalipsis que se avecina. Y eso que hace tiempo que los malos augurios han llegado a las costas del idílico Estado insular. La ganadería intensiva seca los ríos y los contamina con productos químicos; las superficies cultivables y las infraestructuras en manos de inversores chinos son cada vez más extensas, y el legendario sistema social que existía en el país –una especie de Suecia con sol– ha quedado prácticamente desmantelado, paralizado, o se ha vendido a unos precios ruinosos en el marco de una campaña económica de reformas y privatizaciones.

Hoy día, Nueva Zelanda es el refugio de la élite de Silicon Valley, ávida de apocalipsis. Allí la pobreza tampoco es ahora ninguna novedad, es cada vez mayor el número de niños que por la mañana van al colegio sin nada en el estómago y los alumnos de más edad tienen que trabajar para mejorar los ingresos familiares y no tienen horas para los deberes; por su parte, los profesores dedican una buena parte de su tiempo a recaudar fondos de donantes privados para así poder, como mínimo, garantizar lo más necesario en sus respectivas escuelas. En una parada de autobús de Auckland observo a un hombre vestido con ropa deportiva que revuelve los contenedores de basura buscando algo comestible. Hace tiempo que el paraíso se ha convertido en mercado libre. Al que no tiene nada que vender se lo comen los perros. 


La trampa de la normalidad

¿Adónde ha ido el futuro? ¿Quién lo ha destruido o en qué agujero se ha escondido? ¿Mantener el statu quo es lo mejor que podemos esperar? ¿Y pueden existir durante mucho tiempo las sociedades sin esperanzas?

En primer lugar, la falta de futuro afecta a las sociedades del llamado Occidente, que tienen mucho que perder. Los observadores de Sudamérica, Asia y África constatan que los señores coloniales de antaño lloran la pérdida de poder, mientras que especialmente en el sudeste asiático sigue imperando un clima de puesta en marcha y se libera de la pobreza extrema a cientos de millones de personas. Sin embargo, el optimismo exagerado también puede contaminar la atmósfera. También en Nueva Delhi y Pekín hay que respirar el aire que produce el progreso.

En los países occidentales ricos se puede respirar, pues la peor contaminación, la peor destrucción que producen esas sociedades es desterrada a la periferia, allí donde nadie mira. Fuera de la vista, fuera de la mente. El petróleo tiene su propia geografía del terror y ha provocado guerras civiles; el hambre de Occidente sigue devorando la pluviselva todos los días. No obstante, mientras que en otras regiones el aceite de palma y la soja destruyen la vida y el modus vivendi, los consumidores solo ven cosméticos, chocolate y hamburguesas.

La tala indiscriminada de los bosques lluviosos contribuye al engorde del ganado vacuno, y los consumidores de otros continentes sensibles a los precios cumplen con su deber patriótico colaborando con el crecimiento económico. Si ya no puede haber un futuro mejor, se puede, al menos, organizar mejor el presente. Pese a todo, algo flota en el aire: una sospecha, un miedo, una rabia inmensa. Son muchos los que desean volver atrás, a un pasado mejor, levantar murallas, sentirse seguros otra vez. A tal fin conviene que las sociedades occidentales se conviertan cada vez más en objetos de museo. Según una estimación del Consejo Internacional de Museos, hay en el mundo unos cincuenta y cinco mil de estos establecimientos, y alrededor de dos tercios están en Europa y los Estados Unidos; solamente en Alemania hay siete mil. Más de la mitad de esos museos se fundaron después de la Segunda Guerra Mundial. El pasado se convierte en un tótem que cabe conservar para aquellos que creen que ya no tienen futuro.

Todo es así porque así tiene que ser, una transformación lógica, el resultado del progreso tecnológico y de la ceguera política. El mundo es como es porque no ha podido ser de otra manera. Tal vez se trate de la antigua idea de que la sangre circula hacia el deterioro, una ley histórica sobre la que ya escribieron los griegos de la Antigüedad. 

Esa creencia tiene cierta lógica. Sin embargo, quizá sea verdad también lo contrario. Es posible que nuestras sociedades surgieran de casualidades, de malentendidos, improvisaciones y compromisos; de asesinatos fallidos y de batallas felizmente ganadas, conducidas por jefes carismáticos que aparecían cuando menos se los esperaba o por monarcas mediocres que estaban donde no debían estar en el momento menos oportuno; de fluctuaciones del clima o de rachas de buena o mala suerte individual –y siempre contando con cantidades incalculables de carbón, petróleo, acero y cemento.

La idea de que todo es como es porque no podría ser de otra manera es un obstáculo a todas las reflexiones sobre posibles alternativas. Es el pensamiento del mercado, con ecos de sentimientos religiosos mucho más antiguos que suponen un plan detrás de los acontecimientos, una providencia, una mano invisible. Es una idea extrañamente reconfortante. Las cosas no van a ir tan mal, siempre hemos salido adelante, al fin y al cabo lo que está pasando aquí no puede ser todo; al fin y al cabo, la historia es un largo camino hacia la luz. Es cierto que los daños colaterales son dramáticos, pero donde hay mucha luz, las sombras también son muchas.

Suponer lo contrario desestabiliza, pero también libera. Nada de la situación actual es natural y necesario; no lo es el famoso orden liberal-democrático, ni la existencia de los derechos humanos, ni el cambio climático ni la digitalización del trabajo humano y tampoco la mejora del nivel de vida y la esperanza de vida en muchos países, ni la idea de que una sociedad tiene que gestionarse como una empresa. Son hechos contingentes y a menudo casuales, producto de anteriores situaciones entremezcladas, estadios transitorios de un futuro aún desconocido. Sin embargo, eso también significa que todo podría también ser distinto. Únicamente las leyes de la naturaleza son como son.

Las sociedades no han llegado a ser como son por un motivo necesario. A pesar de ello, también reciben influencias conscientes que les dan forma. Lo que en última instancia las convierte en sociedades son los relatos que se cuentan sobre sí mismas, historias sobre sus héroes y sus enemigos mortales; relatos de honor y violencia sobre el significado de la virtud y el vicio; sobre los sacrificios que espera la comunidad y la recompensa que promete al heroísmo; sobre por qué vale la pena esforzarse y lo que está permitido. Las sociedades cuentan mitos a sus miembros; tienen libros sagrados, películas y novelas, redes sociales y actos deportivos, crucigramas e historias de amor, publicidad televisiva y obras filosóficas, o también, sencillamente, situaciones cotidianas. Sería un error fatal confundir la historia en la que estamos insertos por casualidad con una verdad objetiva y necesaria.


De agua a vino

Otro ejemplo líquido, una copa de vino esta vez. La copa contiene un zumo cuyo contenido de azúcar fermentó en alcohol. Los organismos unicelulares son maravillosamente eficaces. Devoran incansablemente todo lo que encuentran a su paso y se reproducen con fuerza explosiva hasta que se mueren de hambre y se ahogan en un contenido alcohólico determinado. Pero no saben nada de lo que les espera. Siguen devorando.

Entre esos hongos unicelulares y los vertebrados hay millones de años de evolución; sin embargo, su comportamiento colectivo apenas ha cambiado. Hay una especie de vertebrados en especial, la del Homo sapiens, que se alimenta devorando los recursos naturales como si fueran infinitos, y ahora lo hace más rápido y más vorazmente que nunca. A pesar del pensamiento simbólico, de Bach y de Shakespeare, a pesar de Einstein y de Miguel Ángel, el ser humano, en su conjunto, no presenta éxitos de aprendizaje que lo distingan de los unicelulares. Levadura, eso somos.

Los humanos que viven hoy son, no obstante, la primera generación de su especie que podría aprovechar otros buenos resultados del proceso de aprendizaje. Los estudios y modelos científicos les proporcionan una idea bastante buena de las probables consecuencias de su acción colectiva –pero esa idea es tan irreal y tan desagradable, y, al parecer, tan lejana de la realidad actual, que no resulta sencillo creérsela–. Aprisionada en su eterno presente, la humanidad sigue dándose atracones.

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Traducción de Daniel Najmías.

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