10/03/2021
Empieza a leer 'Los diques' de Irene Solà

NOTE: This is a work of fiction, only in that, in many cases, the author could not remember the exact words said by certain people, and exact descriptions of certain things, so had to fill in gaps as best he could... Any resemblance to persons living or dead should be plainly apparent to them and those who know them, especially if the author has been kind enough to have provided their real names and, in some cases, their phone numbers.
DAVE EGGERS, A Heartbreaking Work of Staggering Genius

When Floods have slit the Hills –
And scooped a Turnpike for Themselves –
And trodden out the Mills
EMILY DICKINSON


aquí em tens ’nar posant dics
que el teu doll m’anegaria,
i tu vinga posar dics
que el meu broll t’ofegaria.
LAURA LÓPEZ GRANELL

(Junio)

Esta es Ada.

Estas son las teclas del ordenador de Ada, que esperan, atentas, la embestida.

Estos son los dedos de Ada que escriben: «Lluís se despertó porque tenía un sentido de la protección y la responsabilidad hacia la casa y sus enseres muy desarrollado.»
 

GARDUÑA

Lluís se despertó porque tenía un sentido de la protección y de la responsabilidad hacia la casa y sus enseres muy desarrollado. Se incorporó a oscuras y escuchó. El sonido era relativamente limpio. Alzó la mirada y Victòria le preguntó:

– ¿Qué pasa?

En el tejado alguien había levantado una teja con suavidad.

– No lo sé.

La sostuvieron en el aire unos segundos y la dejaron caer con cuidado. Se oyeron unos pasos cautelosos y levantaron otra teja. 

Lluís pensó con la mente espesa en la forma y la estructura de la casa. El jardín, el balcón, la montaña detrás, el cobertizo de las herramientas del huerto, los robles. La única manera de subir al tejado era a través de la buhardilla. Victòria se movió debajo del edredón tratando de no hacer ruido y se le acercó.

– ¿Qué será? –preguntó.
– Shh.

Pero ya no se oyó nada.

La segunda noche, el ruido duró un rato más. Cuando ella se despertó, él ya observaba el techo. Dijo mierda y saltó de la cama. Se puso las zapatillas. Lo oyó moverse por el piso de abajo, revolviendo el armario de la entrada. Salió por la puerta del comedor sin encender la luz. Victòria se levantó y fue hacia la ventana. Era primavera y el césped estaba mojado y la humedad traspasaba las alpargatas. Lluís llevaba una linterna enorme en la mano izquierda. Atravesó el jardín sin mirar la casa. La noche estaba oscura y olía a tierra. Se volvió, apuntó la linterna hacia el tejado y la encendió. Un animal largo y con el pecho blanco se levantó sobre las patas traseras y lo observó. Le centellearon los ojos. Entonces, la criatura volvió a ponerse a cuatro patas y corrió sobre el tejado. Cuando llegó encima de donde dormían Ada y Quim, saltó hacia un roble y desapareció. Al bajar la linterna, Lluís vio a Victòria, que lo miraba por la ventana. 

– Creo que era un hurón buscando nidos para comer pichones.
– Parecía una persona –dijo Victòria.

Lluís se metió en la cama y la abrazó. Tenía los pies congelados. 

– Ya sabemos dónde están los gatitos –agregó Victòria, en voz baja.
– Sí.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Mañana coloco bien las tejas y llamo a Ballador –dijo Lluís.
– ¿Qué te dará?
– No sé, supongo que algo.
– ¿Era bonito? –preguntó Victòria.
– Precioso –dijo él, y le puso un brazo, la piel fría, debajo del cuello. 
– Pero no puede tocar las tejas.
– No.

No era un hurón. Era una garduña. Parecida, pero con el cuello blanco.

Al día siguiente, Lluís trepó al tejado. Se encontró un nido vacío y lo tiró. Allá arriba, tan cerca del sol, el calor era agradable. A las once y media llamó al vecino. Vicenç Ballador vivía en una granja allí cerca. No pertenecía a la urbanización. Era una casa de campo. Con nombre: Can Ballador.

Dejando de lado la tosquedad desbordante y viril, la cara roja y los brazos peludos que asomaban de las mangas arremangadas, Vicenç de Can Ballador era un bailarín sobresaliente. Con una noción acertada y precisa de los conceptos de ritmo y caderas. Dueño de una espalda gigante y unos dedos robustísimos, parecía imposible que fuera capaz de mover nada con delicadeza, y mucho menos un cuerpo de mujer, y menos aún siguiendo el compás. Pero en la Fiesta Mayor bailaba toda la noche. Cuando su mujer se cansaba, bailaba con las vecinas. No le importaban las mujeres sino el baile. Y sudaba y era húmedo al tacto y olía a jabalí y a colonia masculina.

Vicenç Ballador, campesino y cazador, le dio una bolsa de estricnina, un polvo blanco. Le cobró quince euros y le explicó que, antes, las mujeres la tomaban para abortar. También le dijo que, si quería, podía matarle la alimaña con la escopeta. Lluís le contestó que prefería el veneno, y el campesino y cazador asintió en silencio y le dio la mano. Era un hombre rústico que había perdido dos dedos en un accidente en el campo y que tenía un hijo de diez años que también se llamaba Vicenç y ya había matado su primer corzo. Se tocó la gorra en señal de despedida y subió al coche. 

Al atardecer, Lluís preparó una bola de carne picada roja y compacta. Victòria bañaba a Ada y Quim. Nàdia estaba en básquet, entrenando, y la iban a buscar a las nueve. En el centro de la bola de carne puso la mitad del polvo blanco. Volcó en un bote de vidrio el resto de la estricnina y lo guardó en la despensa. Bien. Cuando salió al jardín y dejó la bola de carne debajo del roble, parecía una albóndiga para el caldo.

Esa noche, acostado al lado de Victòria, que dormía a oscuras, Lluís se imaginó que la garduña andaba muy lejos, subida a los árboles de otros pueblos, sobre los tejados desiguales, marrones y amarillos, de otras masías. Lejos de las tejas rojas, rectas y brillantes de las casas de la urbanización de Sorrabonica, lejos de los jardines y las piscinas y las paredes nuevas y delgadas. Y pensó en la bola de carne, sola, debajo del roble. Y pensó en el perro de los Hernández, que vivían tres casas más allá. Y se imaginó que encontraba la bola de carne, excitado. Que se la comía mientras movía la cola, dos veces más larga que sus patas diminutas. Que se moría hecho un ovillo. Después, vio un ejército de gatos callejeros. Gatos asilvestrados que se daban un banquete con la bola de carne. Destripándola y espoleándose los unos a los otros, como leones, comiéndosela cada uno en su rincón. Todos muertos. El jardín, un desparrame de gatos muertos y carne picada. También se imaginó que Quim encontraba la bola. No se la comía, solo la agarraba y la abría con curiosidad. Los deditos embadurnados de carne picada y de polvo blanco sosteniendo el bocadillo de la merienda. 

A las dos de la mañana, Lluís se levantó procurando no despertar a su mujer y salió al jardín. Con la linterna en la mano, buscó la bola de carne. La encontró intacta, debajo del roble. La agarró y se la llevó a la casa. La observó a la luz del tubo fluorescente de la cocina y se imaginó a Vicenç Ballador. A Vicenç Ballador pensando que Lluís era un cobarde. Que esta era una de esas situaciones en las que se demuestra quién es hombre de campo y quién no lo es. Quién está curtido y quién sabe lo que hay que hacer. Pensó que iba a tener que mentirle. Decirle que la garduña se había comido la carne, pero no se había muerto. Insinuar que tal vez los gatos callejeros se la habían comido. Pedirle que la matara con la escopeta. Entonces fue al cuarto de baño y tiró la bola por el inodoro.

Antes de meterse en la cama se lavó las manos. Y se las olisqueó. Olían a jabón y a carne cruda. A butifarra cruda. Rosada y blanquecina. La madre de Victòria, cuando estaba viva y preparaba butifarras, siempre cortaba una punta de la salchicha antes de ponerla en la sartén, la untaba sobre un trozo de pan y se la comía contenta como si fuera una delicatessen. A Lluís lo horrorizaba esa imagen. La mujer contaba que toda la vida, cuando mataban los cerdos en casa y preparaban butifarras y fuets, a ella le hacían probar la carne picada, para ver si le faltaba sal o pimienta. Y decía que ese sabor le traía buenos recuerdos. Los padres de Victòria también eran de campo. Masoveros que habían tenido que dejar su casa porque no era suya y era vieja, y si la restauraban, los amos se la quedaban para ellos. La madre de Victòria se había ido muriendo poco a poco después de dejar esa casa, como si el trasplante hubiera podido con el árbol. El padre de Victòria había aguantado unos cuantos años más. Con los ahorros de dos vidas trabajando día y noche, el hombre fue capaz de pagar la mitad de la entrada de la casa de Sorrabonica.

– Victòria, si viera tu madre que ahora somos los dueños.

* * *

Traducción de Paula Meiss.

* * *

Los diques

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